Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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Tenía derecho a ser sarcástico. Ya fuera inocente o no, lo había pagado a buen precio: un año largo en el trullo. Seguí, sin dejarme alterar:

– En fin, no le importará, sólo con esa intención, que no me pierda en muchos rodeos y que entre en materia directamente.

– Al contrario. Se lo agradeceré mucho.

Busqué yo ahora sus ojos. No me costó encontrarlos.

– ¿Por qué cree que intentaron colgarle un asesinato que no cometió? -le pregunté, deteniéndome en «colgarle».

– No tengo ni la más remota idea -dijo, sereno-. Pero supongo que el que lo hizo prefería que otro fuera a la cárcel por él, y le parecí una buena cabeza de turco. Y hasta cierto punto, estará usted conmigo en que acertó.

– ¿Tampoco se le ocurre quién pudo organizar el montaje para imputarle?

Gómez Padilla se encogió de hombros.

– Pues la verdad, no será porque no he pensado sobre ello. Minuto a minuto, durante cuatrocientos dieciséis días. Y un poco menos intensamente, en el último año, pero sigo preguntándomelo. En balde.

– ¿No tenía usted enemigos?

Gómez Padilla soltó una risa seca.

– Claro, sargento. Llevaba once años en política. Tenía enemigos a espuertas. Dentro y fuera de mi partido. Y como es lógico, y por la cuenta que me traía, los tenía fichados y tenía también mis cálculos sobre el peligro que cada uno podía representar para mí. Algunos eran pájaros de cuenta. He denegado licencias para clubes de putas y otros negocios jugosos, a individuos que no eran precisamente angelitos. No digo que alguno no se hubiera atrevido a montar algo contra mí. Qué sé yo, tratar de drogarme una noche y ponerme en los brazos una chica para sacarnos unas fotos. A eso se atreve cualquiera, dentro de lo que cabe. Pero estamos hablando de otra cosa. De degollar a un chaval, robar un coche, mancharlo con la sangre del muerto y hacer luego una llamada telefónica para que se lo carguen a otro.

– ¿Puedo pedirle el nombre de las personas a las que denegó esas licencias que me dice? -pregunté.

– Buf. Si le doy la lista completa, no acabamos en toda la mañana. Puede investigar a todos los promotores inmobiliarios y a todos los propietarios de clubes de alterne de la isla. Cualquiera tiene algo contra mí. Pero no se me ocurre uno solo con las agallas para organizar un asesinato.

– ¿Tampoco alguno que le pudiera odiar más que otros?

– No, sargento. Y créame que para mí tendría tanto interés como para usted poder darle algún nombre. Pero me parece una imprudencia dárselo a voleo. No estoy tan lleno de rencor como para hacerlo, todavía.

Reflexioné durante un instante sobre lo que acababa de decir. Fue el propio Gómez Padilla el que me arrancó de mis pensamientos:

– ¿De veras cree que ése es el camino?

– ¿Cuál? -dije, descolocado.

– Si cree que el importante aquí soy yo. Que quienquiera que lo hiciera lo que pretendía era hundirme a mí.

– Ni lo creo ni dejo de creerlo -dije-. Es pronto para que descarte nada.

– No se equivoque -me aconsejó-. Yo no soy nadie, en este asunto. Mataron al chico, por lo que fuera, y luego yo les vine bien para taparlo. Nada más. Tuve la mala suerte de que pasaba por allí, eso es todo.

– Tampoco eso parece muy normal, ¿no? -dijo Chamorro.

– No, pero yo me puse a tiro. O me pusieron. El resultado práctico es el mismo. Era bastante notoria mi aversión hacia el muerto. La había demostrado ante testigos. Lo supieron de alguna manera, tampoco es difícil enterarse de esa clase de cosas en un lugar pequeño, y lo planearon todo. El asesinato y el montaje para convertirme en el chivo expiatorio. Fueron inteligentes, eso no puedo negarlo. Porque como chivo expiatorio, a la vista está, yo era poco menos que insuperable. Hicieron una jugada maestra.

– ¿Por qué era usted insuperable? -pregunté.

– Hombre, piense un poco. Un político en ejercicio, con responsabilidades de gobierno. Un padre ultrajado por la ligereza de su hija. Carnaza para los periódicos durante meses, lo que ya les garantizaba, de entrada, la máxima distracción. Y poner en la picota a un sospechoso con la presunción de inocencia más disminuida creo que habría sido imposible.

– Sin embargo, tenía coartada. Y eso le salvó, al final.

El ex concejal me miró, reticente.

– ¿Me salvó, de verdad? -dudó-. ¿Y quién me dice que no le han enviado a usted para tratar de romper esa coartada, buscar la forma de incriminarme otra vez y poner en marcha la revisión de la sentencia?

– Yo se lo digo -respondí-. Hemos venido a resolver el crimen, si podemos, nada más. Y usted tiene mucha ventaja respecto de cualquier otro sospechoso. Una sentencia que declara que no es culpable.

– En todo caso -retomó el hilo de su razonamiento-, a quien diseñara la maniobra le salió redonda. Durante año y medio se me persiguió a mí. Y ahora, cuando parece que desentierran el asunto enviándolos a ustedes, ya han pasado más de dos años. Lo tiene usted crudo, para pillarle.

– En eso debo darle la razón -admití-. Pero el final de esta historia no está escrito, todavía. Hay asesinatos que se han resuelto al cabo de más de dos años. No puedo decirle que seamos los mejores policías del mundo, pero cabezotas sí que somos. No nos rendiremos así como así.

Si Gómez Padilla era el asesino, mis palabras representaban una amenaza para él. Las acogió con una mueca de incredulidad.

– Siguiendo con lo que antes nos estaba diciendo -proseguí-, ¿se le ocurre por qué podía alguien querer matar a Iván López?

Esta vez, Gómez Padilla rió abiertamente.

– Como saben de sobra, se me ocurre por qué habría querido matarlo yo, si entrara en mis esquemas quitarle la vida a otro ser humano. Pero -recobró aquí la seriedad-, no le conocía lo suficiente como para poder imaginar por qué otro quiso rebanarle el pescuezo. Todo lo que sé es lo que mi abogada aportó en el juicio. No era el hijo que cualquiera desea tener. En cuanto a la chusma concreta con la que tenía tratos, era ajena a mi círculo.

– Hay una cuestión un poco embarazosa por la que no tenemos más remedio que preguntarle -intervino valiente y oportunamente Chamorro.

– Dispare, señorita. Hace dos años que perdí la vergüenza que pudiera quedarme. La vida ya no me permite mantener ese lujo.

– ¿Cómo de intensa fue la relación entre el muerto y su hija?

Gómez Padilla meditó su respuesta.

– Me temo que todo lo intensa que puede ser una relación entre un hombre y una mujer, llamémosles así al uno y a la otra. Larga, no demasiado, dice ella. Pero tengan en cuenta que todo sucedía a mis espaldas, salvo cuando tuve la dudosa fortuna de sorprenderles, que fue un par de veces.

– Nunca habló usted con él -deduje.

– Nunca de otro modo que a gritos.

– ¿Le plantó él cara alguna vez?

– La última. Cuando tuve la poco ingeniosa ocurrencia de jurarle que si volvía a verle con mi hija le iba a arrancar el hígado.

– ¿Qué opinión tiene usted del difunto, dejando aparte las razones por las que tuvieron esos enfrentamientos?

– No puedo dejarlas aparte, sargento. Creo que era un pichabrava y me temo que un poco oligofrénico. Sin acritud. Que en paz descanse.

Con eso quedaba claro que si en algo faltaba Gómez Padilla a la verdad, no era por hipocresía, ni mucho menos por diplomacia.

– Espero que entienda lo que voy a pedirle ahora, Juan -dije.

– Vaya, intuyo que no va a gustarme su petición -coligió.

– Querríamos hablar con su hija. Podemos hacerlo sin su consentimiento, pero por una vía que preferiría no utilizar. Es menor de edad y me parece lo más apropiado y deseable que su padre nos autorice.

Gómez Padilla asintió, con gesto desesperanzado.

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