La voz se le quebró. La cogí del brazo. En ese momento tuve una extraña alucinación. Me pareció ver, por un instante, bajo aquella mujer madura y castigada por la suerte, a la alegre, irresponsable y hermosa veinteañera que debía de haber sido. Pero fue, sólo, una fracción de segundo. Desapareció en seguida y volvió a reemplazarla, como nos pasa a todos, más pronto que tarde, la frágil y gastada criatura humana que ahora era Margarethe.
– No piense eso -la exhorté-. No le faltó usted. Le sobró otro.
– No voy a poder dejar de pensarlo -dijo, restregándose los ojos-. Ese dolor no me lo quita nadie. Por eso le ruego que me quite el que usted puede, el de pensar que ahí fuera anda a sus anchas el cabrón que lo mató.
– Haré cuanto esté en mi mano para quitárselo. Se lo prometo.
– Que Dios se lo pague, sargento.
Confieso que siempre he tenido, y sigo teniendo, mis dudas acerca de la eficacia y la justicia del sistema de represión penal del delincuente. No veo en qué medida puede reeducar a alguien encerrarle en un lugar atestado de alacranes frente a los que deberá sobrevivir endureciéndose, porque ya de entrada compartirá con otros dos una celda que se diseñó para uno. Tampoco creo en la disuasión del criminal por la amenaza del régimen de vida carcelario, ni siquiera por la pena de muerte en aquellas sociedades salvajes que siguen recurriendo a ella, ya que me consta que el ser humano tiene dificultades para representarse con la intensidad suficiente una situación hasta que no la está viviendo y, por si eso no bastase, suele abrigar siempre la esperanza de que no lo pillen cuando hace una trastada. La única gente a la que puede reeducar la cárcel, y a la que también disuade, es aquella que se regenera o abstiene por sí misma y por otras razones, que tienen que ver, sobre todo, con la vida que tiene posibilidad de llevar fuera de la prisión. En consecuencia, me cuesta experimentar alborozo alguno cuando envío a alguien a la sombra, más allá de lo que siempre le descarga a uno terminar un trabajo, sea éste de la índole que sea. Sólo cuando uno siente que a través del trámite de la reclusión del malvado, en sí inútil y poco prometedor, puede llevarse alivio a quien sufrió el crimen y vive en la humillación que le supone la impunidad del criminal, llega a sospecharse algún bien y algún provecho en todo el montaje. Hay quien de esta circunstancia deduce que la única finalidad real del sistema penal es el impresentable ánimo de venganza. No lo sé, porque no lo he inventado, ni lo dirijo. Prefiero pensar que se intenta una reparación, que es escasa y acaso torpe, pero a menudo la única posible. Y que, al final, pese a los simpáticos discursos de todos esos intelectuales iconoclastas, que haya policías empeñados en la fea tarea de detener a los descarriados es mejor que dejar pastar a placer a quien abate a sus semejantes. Naturalmente, no estoy seguro de nada de esto, pero estoy aún menos seguro de lo contrario, y en la vida no se puede siempre disponer de la comodidad de la certidumbre. Por todo ello, me ayuda tener de vez en cuando la sensación con la que salí de la casa de la madre de Iván: la sensación de que con mi trabajo defiendo a alguien, frente a otro que no merece tanto ser defendido y a quien personalmente me apetece menos defender.
En el camino de vuelta, esta vez conducía Chamorro, recapitulé lo que nos había aportado aquella entrevista. No era poco. Sobre todo lo demás, después de conocer y escuchar a Margarethe von Amsberg, dejaba de ver el caso en términos abstractos. Empezábamos a tener piezas concretas.
Mi compañera compartía mi impresión.
– Una entrevista interesante, ¿no te parece? -dijo.
– Más de lo que esperaba -admití.
– ¿Qué opinas de su teoría del pez gordo?
– Lo más discutible, claro. Según diría algún listillo de los que tuve que estudiarme hace años, sería un caso prototípico de proyección narcisista, en este caso canalizada a través del hijo muerto como extensión natural del yo. Como yo soy lo más importante, tengo que magnificar todo lo que a mí me pasa y convertir su importancia subjetiva en importancia objetiva. El mecanismo habitual del delirio paranoide, la manía persecutoria, etcétera.
Chamorro sonrió, sin dejar de mirar al frente.
– Ya. ¿Y según tú?
– Una posibilidad más. A saber. Habrá que investigarla, antes de decidir. En todo caso, no me toca diagnosticar a esa mujer. Renuncié a ejercer ese cometido. El de clasificador de seres humanos. Uno sólo puede calcular probabilidades de cómo son los otros, y nunca de una manera aséptica.
– Sí, como decía aquél -observó Chamorro, abstraída.
– ¿Como decía quién?
No es que hubiera afirmado nada con pretensiones de descubridor, pero tampoco me constaba estar fusilando nada de alguien en particular.
– Ya sabes.
– No, no lo sé.
– Venga, no intentes colármela, mi sargento. Eso que has dicho lo has cogido de un tal Heisenberg. El padre de la física de partículas.
La miré, escamado. La temía, cuando echaba mano de su formación científica. Entre otras cosas, porque me admiraba su inclinación hacia cualquier disciplina que requiriese exactitud. No se me oculta que ése ha sido siempre el punto flaco de mi cerebro, y me cuesta entender que alguien pueda obtener ningún género de satisfacción sometiendo su mente a esa clase de rigores, como le sucedía a mi compañera. Entre los muchos misterios que para mí tenía aquella mujer con la que trabajaba, se contaba el motivo por el que dedicaba una porción de su tiempo libre a estudiar matemáticas. Y no era porque no se lo hubiese preguntado. Pero su respuesta, que desde pequeña sentía fascinación por las estrellas, y que las matemáticas eran el camino para conocer sus leyes, apenas había logrado disminuir mi estupor.
– Te aseguro que estoy fuera de juego, de verdad -insistí-. En el terreno de la física de partículas, mi ignorancia es enciclopédica. Creeré cualquier cosa que me diga una experta como tú, aunque decidas inventártela.
– Tampoco yo sé mucho, lo mío son las matemáticas, de física sólo tengo ideas elementales -dijo, aún recelosa-. Pero es algo muy básico, el principio de indeterminación de Heisenberg. ¿No te lo enseñaron en el instituto?
– Algo me suena, entre las brumas que envuelven mis estudios de bachillerato -creí rememorar-. Pero sería incapaz de rescatarlo, me temo.
– Lo que dice el principio de Heisenberg es que resulta imposible conocer a la vez la posición y la cantidad de movimiento de una partícula, porque al medir una se altera la otra. Es uno de los fundamentos de la física cuántica. Por eso la ciencia moderna dice que no podemos obtener certezas, sino sólo probabilidades, respecto de los fenómenos físicos, y que las conclusiones que se alcanzan sobre cualquiera de ellos dependen siempre del observador. No me digas que es la primera vez que oyes hablar de todo esto.
– Pues sí. Y no sé si lo entiendo del todo. Pero estoy de acuerdo. Lo que supongo que me convierte en un psicólogo cuántico. Además de frustrado.
– Pues mira. Suena original.
– Original, no creo que lo sea. Seguro que ya se le ha ocurrido a algún zumbado. Lo malo es que la gente prefiere que le digan lo que le pasa, y no lo que con una probabilidad relativa puede que le pase. Y encima suele querer que la curen. Lo que me temo que me aboca a seguir siendo un psicólogo frustrado y me incita a volver a la sucia rutina policial que nos trajo hasta esta isla. Aunque te agradezco la sesión gratuita de desbestiamiento.
Chamorro sonrió, complacida.
– De nada, hombre.
– En fin -retomé el hilo-, lo que no me atrevería yo a decir es que esa mujer sea una chiflada. Su discurso, dejando aparte lo del complot, tiene más sentido que lo que uno puede escucharles a muchos presuntos cuerdos.
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