Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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– ¿Siempre conduces así? -preguntó Chamorro. Si lo hacía con alguna malicia, para nada se deducía de su entonación.

– Es que si no, los motores se amariconan -dijo Anglada-. Y cuando vas a tirar de ellos resulta que no marchan. Los coches son como los tíos. Hay que exigirles; si no, se te distraen. Con tu permiso, mi sargento.

– No entiendo mucho de tíos -me inhibí.

Cinco minutos después, vimos cómo nos cortaba el paso un coche de los nuestros. Llevaba las luces giratorias puestas.

– No me jodas -dijo Anglada, dando un palmetazo en el volante.

Nos hicieron señas de que nos apartáramos al arcén. Al cabo de un minuto se alineaban al costado de la carretera los tres vehículos: el que nos había parado, delante; el nuestro, en medio; y detrás el radar móvil camuflado que nos había cazado in fraganti. El conductor del coche patrulla se acercó a la ventanilla de Anglada. A mitad de saludo, se interrumpió y dijo:

– Coño, ¿otra vez tú?

– Lo siento, tío -se excusó Anglada-. Vamos para La Gomera. Ya casi perdemos el barco.

– No si ya, si siempre hay alguna excusa -dijo el de Tráfico.

– De verdad que se nos va -insistió Anglada-. Nos vemos, ¿vale?

– Venga, largo -se rindió el otro-. Pero alguna vez podíais probar a salir con tiempo. Cada vez que os cogemos dejamos de coger a otro, o sea, le hacéis perder dinero al Estado y a nosotros nos jodéis la productividad. A ver si miráis un poco por los compañeros, para variar, ¿eh?

– Te he perdido perdón, colega -dijo Anglada, mientras arrancaba.

Sin otros incidentes dignos de mención llegamos al puerto. Faltaban escasamente quince minutos para que zarpase el próximo hidroala. Nunca había montado en un trasto de aquéllos. Me pareció intranquilizadoramente pequeño. Soplaba un viento fuerte y la mar no parecía muy apacible.

– ¿Es seguro ese cascarón? -pregunté, escamado.

– Es una maravilla, hombre -dijo Anglada-. Haces la travesía en la mitad de tiempo que con el barco convencional.

– La mar está un poco picada, ¿no?

– Bah, apenas. En todo caso, si se pone muy mal, bajan el casco al agua y puede seguir navegando como un barco corriente. ¿Te asusta el mar?

– Bueno, está comprobado que es peligroso -dije-. De todas formas, supongo que sobreviviremos. Lo que me preocupa es marearme.

– Si te mareas con estas olitas es que eres de mareo fácil.

El optimismo de Anglada no se correspondió con la realidad, o no completamente. El hidroala zarpó sin novedad, y también sin novedad se alzó sobre su patín y comenzó a deslizarse a gran velocidad por la superficie del mar. Unas amables señoritas ataviadas de azafatas se afanaban para reproducir al máximo la sensación que uno tiene al viajar en avión. Algo que no logro entender: por qué ahora en los trenes y en los barcos se esfuerzan por imitar a las compañías aéreas, cuando está más que demostrado que a una mitad del género humano le irrita volar y a la otra mitad le aterroriza.

A medida que progresábamos hacia La Gomera, visible en lontananza, el mar empezó a ponerse más y más bravo. El ruido de las olas al golpear en la panza del barco resultaba cualquier cosa menos reconfortante. El avance de la nave se fue haciendo cada vez más penoso, y la velocidad descendió perceptiblemente. Al fin, una voz nos anunció por los altavoces que no podríamos seguir navegando elevados sobre el patín y que mientras las condiciones del mar obligaran a ello la singladura continuaría al modo tradicional. Lo que se le olvidó advertir fue que aquel bote, una vez apeado de su apéndice deslizante, era más bajo que las olas que nos rodeaban. Al otro lado de los ojos de buey, sólo algunas ráfagas intermitentes de cielo reemplazaban el casi constante y amenazador azul oscuro del mar. Y aquello subía y bajaba que era un placer. Como cualquiera ha experimentado más de una vez, ése es el peaje de la modernidad. Cuando los nuevos inventos tecnológicos funcionan, es estupendo. Cuando no, uno está mucho peor que antaño, y sobre todo, no tiene más remedio que jorobarse, porque no hay alternativa.

– ¿Sigues creyendo que esto son olitas? -le consulté a Anglada.

– Las he pasado peores. Vamos, hombre, tranquilo, que sólo serán veinte minutos, veinticinco a lo sumo.

Fueron, para ser exactos, treinta y ocho. Chamorro, que no en vano era de familia de marinos (o de marines, que al fin y al cabo han de navegar igual), pasó la prueba gallardamente. Consiguió llegar al puerto de San Sebastián de la Gomera sólo un poco amarilla. Yo, en cambio, bajé a tierra desencajado, después de haber llenado las dos bolsitas de mis compañeras, la mía y la de una vecina a la que se la arrebaté sin pararme a pedirle permiso. En algún momento, llegué a abrigar el insolidario deseo de que aquel barcucho se hundiera de una vez, con tal de que cesara el tormento.

Mientras me aseguraba, incrédulo, de que el suelo del muelle no se movía, Anglada me obsequió con una juiciosa recomendación:

– No hagas nunca un crucero, mi sargento. Y menos por el Atlántico.

– No te preocupes, que ni pienso. Y si no te importa, para salir de aquí cogemos un barco de verdad, como ése -dije, señalando el enorme ferry que estaba atracado en el puerto-. No me importa tardar un poco más, si puedo ahorrarme tener que volver a perder la dignidad ante la tropa.

– No sabía que te marearas así -observó Chamorro, impresionada.

– Pues ahora ya lo sabes -dije-. Y si se lo cuentas a alguien, te mando hacer quinientas flexiones todas las mañanas.

– Me negaría -bromeó-. Es una orden ilegal.

La miré fijamente, pero todavía un poco tambaleante.

– No me pongas a prueba, Virginia. Te aseguro que se me pueden ocurrir quinientas maneras legales de putearte.

– Está bien -se rió-. Seré una tumba.

La capital de la isla resultó ser un lugar bastante apañado. Un pueblito cuyo casco urbano se organizaba pulcramente en torno a tres calles paralelas. Por un lado se encaramaba a la altura que dominaba el puerto y se volvía más empinado e irregular. Tenía una plaza donde sesteaban los jubilados y, según nos contarían y mostrarían después, conservaba algunos edificios que databan de finales del siglo XV, o lo que es lo mismo, de cuando recaló por allí Cristóbal Colón rumbo a su cita con la Historia.

Como no llevábamos mucho equipaje, fuimos caminando hasta la oficina de la compañía de alquiler de coches en la que habíamos reservado un vehículo. Guzmán se había disculpado por no poder prestarnos nada: tenían los justos, y encima uno en el taller. Por suerte, o porque se veían con cierta frecuencia acuciados por aquella clase de penurias, tenían acordado un precio especial con aquella compañía, y la factura no se iría por encima de la cifra de gastos que podíamos esperar que nos reembolsasen. En contrapartida, deduje al ver el chollo que nos daban, un Opel Corsa más que veterano, lo que nos habían guardado era lo más bajo de la gama inferior. Sin embargo, Anglada se sentó al volante con la desenvoltura habitual, y cuando puso el coche en marcha lo impulsó con brío hacia delante. Su compenetración con cualquier ingenio de cuatro ruedas era inmediata e instintiva.

– Vamos primero al hotel y nos deshacemos del equipaje -dijo.

No me pareció mal, y por tanto me abstuve de indicarle otra cosa. En apenas cinco minutos, Anglada nos trasladó a la parte más alta de la población, haciendo al Opel Corsa trepar como una exhalación por las duras pendientes. Al final había un recinto a cuya entrada se veía el logotipo de la red de Paradores. Para mi sorpresa, Anglada se metió precisamente allí.

– ¿Vamos a dormir en el parador? -pregunté.

– Por supuesto -dijo Anglada.

– ¿Pagas tú o qué?

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