Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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– De todos modos, no te vamos a engañar -dijo Guzmán-. La inmensa mayoría de las muertes las resolvemos en un par de días, como mucho. Es la ventaja que tiene el entorno insular. Son comunidades cerradas, muy pequeñas a veces, donde todo el mundo se conoce. Y si sabes pegar la hebra a la gente y caerle bien, no te esconden nada. Largan con facilidad.

– Lo complicado, en algunos pueblos de las montañas, es llegar a entender lo que te dicen -precisó Anglada-. Al principio yo lo llevaba fatal. Les hacía repetirme todo tres veces y se me acababan cabreando.

– En cualquier caso -dije-, aquí entra y sale mucha gente todos los días. Los que vienen de vacaciones, me refiero. Eso os dará algún problema.

– Eso es lo que menos problema da -respondió el teniente-. Cuando una horda de hooligans se enreda a botellazos y terminan matando a uno, el culpable suele estar con la cabeza abierta tres calles más allá, o en el ambulatorio. Los demás turistas si acaso se matan resbalando en la piscina del hotel, lo que tampoco exige un gran esfuerzo investigador. Otros extranjeros son los propietarios, principalmente alemanes. Ésos lo tienen clarísimo. Se encierran en su búnker y no quieren saber nada del mundo exterior. Si por casualidad matan a alguno, ya puedes contar con que lo ha hecho otro de ellos. Con los indígenas no buscan tener el menor roce. Y viceversa.

– Bueno, en este caso el muerto era medio alemán -recordó Chamorro.

– Y medio canario -completó el teniente-. En los mestizos pesa más lo segundo. Ya veréis a la madre. No tiene ni un tornillo en su sitio, pero puede decirse que está bastante integrada. Habla como una gomera auténtica. Son una minoría, pero son. Los guiris que han cortado amarras y se han mezclado. Y en cuanto al chaval, por lo que sabemos de él era un isleño más. Había nacido allí, y desde pequeñito había tenido trato con los paisanos. Mucho trato, en realidad. Desde los seis o los siete años, por lo visto, pasaba más tiempo en la calle que en su casa. La madre tampoco se aburría, y aunque ahora esté embarcada en una cruzada para que se le haga justicia, cuando el niño estaba vivo no consta que fuera demasiado maternal.

En ese momento, sonó un teléfono móvil. Tenía el pitido muy estridente, tanto como para que pudiera oírse en el local, donde la música no estaba excesivamente alta, pero el ruido de la gente era considerable. Chamorro dio un respingo y sacó de su bolso un aparatito plateado, bastante mono. Debía de ser nuevo, porque no se lo había visto antes. Quizá un regalo.

– Sí -dijo, tras abrirlo-. Sí, un momento, que me salgo. Perdonad.

Se puso de pie y salió fuera del local como una exhalación. El teniente y Anglada la miraron irse, un tanto intrigados. Nada me exigía darles información, pero juzgué apropiado justificar la espantada de mi compañera:

– Debe de ser el novio.

Anglada sacudió la cabeza.

– Anda, ¿tiene novio, la Virgi? Qué jodida, no me ha dicho nada.

– Bueno, lleva poco tiempo.

– ¿Y quién es?

Ya me fastidiaba verme otra vez dando cuenta de la vida sentimental de mi compañera. Bebí un trago largo de vodka y dije:

– No sé quién es. Sé lo que hace.

Anglada sonrió con astucia.

– Guardia -apostó.

– Bingo -confirmé.

– ¿Dónde?

Le sostuve la mirada. No quería parecerle antipático, pero tampoco que se sintiera autorizada a llevar aquel interrogatorio hasta el infinito.

– En Madrid. Y si quieres saber algo más se lo preguntas a ella. Perdona, pero no me gusta chismorrear sobre la vida personal de la gente.

Anglada alzó las manos.

– Entendido. El resto me lo imagino. No deben de estar pasando un buen momento, y por eso a la chica se la ve tan tensa. ¿Es eso?

– Mis labios están sellados, Anglada -la repelí.

Justo entonces empezó a sonar una canción a todo volumen. Anglada tardó un par de segundos en reconocerla. Luego se echó a reír e hizo una seña al tipo de la barra, que a su vez le respondió guiñándole un ojo.

– Qué cabroncete -dijo-. Bueno, en realidad es un tío majo. Sabe que me gusta y siempre que vengo me la pone.

La canción tenía un ritmo travieso y verbenero. Anglada seguía la música con la cabeza y la letra con los labios. A mí, por el contrario, no me sonaba en absoluto. Escuché lo que en ese momento decía el cantante:

Desde pequeño empezó a alucinar
soñaba con ser como Starsky o Hutch
los polis de peli le hacían flipar
una barbaridad
Romero el madero ha quedado en el bar
con toda la pasma de la ciudad
bebiendo y fumando no paran de hablar
de su virilidad

– Romero el madero, de Ska-P -informó Guzmán-. Aquí la demente ésta se la canta a los pasmas siempre que tenemos que verlos para algo.

– Se ponen como motos, no tienen ningún sentido del humor -dijo Anglada, mientras sacudía los hombros al compás. Aquí tendré que decir que los llevaba descubiertos, que estaban bronceados y que mis pensamientos al verlos agitarse eran poco compatibles con la disciplina castrense.

Mientras tanto, la canción proseguía:

Al tío Romero le gusta sentir
su porra estrellada contra una nariz
si corre la sangre se siente muy bien
cumple con su deber

En eso, vi venir de regreso a Chamorro. Su semblante no aparecía precisamente más relajado que antes de recibir la llamada. Comprendí que era el momento menos indicado para hacerle reparar en aquella canción.

– Deberías escribirles, Anglada -dijo Guzmán-. Les ibas a provocar una crisis de identidad, cuando supieran que tienen una fan picoleta.

– Me mola la música -repuso Anglada-, me mola que se metan con los maderos y sobre todo con los chulos de los antidisturbios.

– Sugiero que cambiemos de tema -dije, una décima de segundo antes de que Chamorro volviera a sentarse a la mesa.

– ¿Por qué? -preguntó Anglada.

– Por qué qué -dijo Chamorro.

– Nada -improvisé deprisa-, decía que no me va mucho esta música. Un poco pachanguera, para mi gusto.

– ¿Quiénes son?-preguntó mi compañera, u

– Ska-P -informó Guzmán, resignado.

– Ah, es verdad. ¿Qué es, del último? ¿Cómo se llamaba? Planeta…

– Planeta Eskoria -completó Anglada, con la rapidez de una conocedora-. No, ésta es una de las antiguas. No me acuerdo del nombre del disco.

– Es divertida esta música, para bailar -opinó Chamorro. ¿Trataba de aflojar un poco, o era por llevarme la contraria? Bebió un trago generoso de su bebida, whisky con cocacola, y empezó a moverse en el asiento.

Coincidí con el teniente. Para los Ska-P habría sido un shock escuchar a dos guardias hablando de su discografía y bailando Romero el madero. Para mí también era una sorpresa descubrir que Chamorro conocía y gustaba de esa música. De vez en cuando, por señales como aquélla, me percataba de que ella pertenecía a otra generación. Una generación de gente que aceptaba sin inmutarse cualquier cosa, como por ejemplo ser policía y encontrar divertidas las canciones de tono subversivo. A mí también me divertían, pero siempre me había empeñado en creer que lo mío era un toque excéntrico, algo que me distinguía de la rígida solemnidad de mis congéneres. Con su naturalidad, Chamorro y Anglada dejaban en evidencia mi tonta presunción. Y lo que era más doloroso: lo obtuso que me volvían los años.

Nos pusieron el disco hasta el final, lo que nos permitió oír, entre otros, temas como Cannabis y Sexo y religión. Aunque hasta no hacía mucho, según me constaba, Chamorro había acudido a misa los domingos, escuchó sin despeinarse, incluso sonriendo, aquel nada católico estribillo:

Disfruta de la vida y afollar que son dos días
y que nadie te reprima, rebelión
contra la hipocresía

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