Lorenzo Silva - El lejano país de los estanques

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En mitad de un tórrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad exótica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cadáver ha aparecido en una urbanización mallorquina. Su compañera será la inexperta agente Chamorro, y con ella deberá sumergirse de incógnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelarán los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.

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– ¿Y entonces?

– Está muy claro, Chamorro. En realidad, el objetivo es el mismo que hemos estado persiguiendo hasta ahora. Seguimos buscando a alguien capaz de hacer lo que tenemos probado: meterle un buen balazo en la cabeza a Eva, transportarla desde una distancia indeterminada, introducirla en la casa y colgarla de la viga. A alguien que no podía entrar en la casa por la puerta o que pudiendo, prefirió la ventana por algún motivo. A alguien que podía ganar algo o creyó que podía ganar algo llevándola hasta allí y colgándola, si recuerdas el informe del forense, al menos un par de horas después del fallecimiento. A alguien que arrojó el arma homicida con las huellas de Regina Bolzano a la basura, para que la encontráramos allí. Algunas de estas cosas Regina pudo hacerlas, con ayuda. Otras, pudo hacerlas por negligencia. Otras, me siguen pareciendo simplemente incompatibles con su implicación.

– Pero la teoría del comandante es muy coherente. Tiene móvil, ocasión, ha establecido la relación entre los sospechosos…

– Déjate de requisitos y analiza lo que tienes entre manos. La teoría del comandante es coherente con ella misma, no con los hechos. Si una teoría parece correcta y los hechos siguen siendo confusos, la que no vale es la teoría. Los hechos son correctos por definición. Aquí falta alguien, Chamorro, alguien que es la clave de todo. No necesariamente el autor, el inductor, o el más culpable. A lo mejor hasta es un inocente. Esto es una investigación, no un juicio. Aquí no cuenta tanto encontrar a quien haya que condenar como a quien nos permita explicarlo y entenderlo. Cuando lo tengamos, caerán los demás. Y a lo mejor resulta que la pieza clave sirve para fulminar mis objeciones y que, después de todo, Regina debe ir a la cárcel. No juraría que no habrá que inculparla, pero sigo negándome a hacerlo antes de tiempo. Para empezar, me niego a hacerlo antes de comprobar si esos dos españoles de la playa, cuya descripción no encaja con la de nadie a quien hayamos conocido estos días, existen o son un cuento chino.

Chamorro estaba desolada, aunque me atrevo a asegurar que no era tanto porque temiera que yo me estaba equivocando como por lo que pudiera suceder cuando Zaplana se enterase de que no estábamos ateniéndonos a sus instrucciones. A mí también me inquietaba, sobre todo si se enteraba antes de que alcanzáramos a establecer algunas conclusiones que pudieran justificar la licencia que nos íbamos a tomar. Sin embargo, me sentía optimista, porque tenía un plan y estaba persuadido, hasta donde uno puede estarlo de cualquier producto de su ingenio, de que era bueno.

Mi subordinada me dio en seguida ocasión de participárselo.

– ¿Y qué vamos a hacer? -consultó, con un hilo de voz.

– Esta noche iremos por Andrea. Creo que ha llegado el momento de atacarla sin remilgos. Y mañana te llevarás a Lucas a Abracadabra. Tendrás que apañarte para lograrlo, tú verás cómo. Déjame a mí el resto.

– Ojalá sepas lo que haces -deseó Chamorro, lúgubremente.

Lo que comimos aquella tarde excusa cualquier comentario. Después de pagar muchísimo más de lo justo, tomamos el camino de casa. Una vez en la cala, dejé a Chamorro en el chalet, devanando con aprensión su futuro, y emprendí una excursión solitaria de cuyo contenido me abstuve de darle cuenta. Desde que había tenido delante de mí a Regina, el cuadro había empezado a cobrar sentido, a tal velocidad que necesitaba de un poco de aislamiento para asimilarlo. Lo que se estaba gestando en mi cabeza era una jugada tan comprometida que requería que sólo yo fuera consciente de todos sus entresijos. Chamorro no era mala compañera, o había resultado ser cien veces mejor de lo que había previsto antes de que trabajáramos juntos, pero para ciertas pruebas cruciales de la vida, no hay compañía que valga.

Aparqué el coche al lado del restaurante, en el que a esa hora se servían cervezas y raciones y las primeras cenas para los extranjeros. Pedí una cerveza que me trajo un camarero desabrido, de los muchos que pululan por los establecimientos hosteleros de un país que paradójicamente se gana el sustento con esa industria. Sin impaciencia, aguardé a que apareciera mi presa, lo que tuvo lugar cuando se liquidó y puso al cobro la primera cuenta de unos clientes. La mujer escuálida iba rompiendo el aire con sus desacompasados atributos delanteros, a duras penas contenidos por una blusa anudada sobre el ombligo. Las caderas, como filos de hacha, le sobresalían un poco del borde del pantalón, una o dos tallas por encima de la suya. Cuando pasó a mi lado la detuve como lo habría hecho cualquier tipo con un medallón de oro colgado al cuello. Le eché el brazo alrededor de los huesos y me tomé toda la confianza que no teníamos. Calculé que su reacción podía consistir en pegarme un puñetazo o en no pegármelo, y aunque traía una táctica para cada supuesto, no escondo que no prefería ser agredido, con razón, delante de tanta gente.

– Hola -dije.

La mujer escuálida, en primer lugar, no me pegó un puñetazo. En segundo lugar, no se resistió a mi apresamiento. En tercero, lo consintió durante bastantes segundos, mientras su semblante denunciaba que no sopesaba mis intenciones con ira, sino con alguna clase aún indefinida de curiosidad. Era más de lo que a mí me hacía falta para lanzarme con júbilo a ejecutar el más favorable de mis planes:

– ¿Me recuerdas? Charlamos el otro día. Creo que no llegaste a decirme tu nombre.

La mujer no habló en seguida. Se separó poco a poco. Trazó una suave curva con sus labios, que eran la única otra parte carnosa de su cuerpo, y preguntó:

– ¿Tú no ibas con una rubia alta?

– Iba. Me presentaré yo primero. Me llamo Luis.

– Pues yo me llamo Candela y no te va a valer para nada la presentación.

– Candela. ¿Y quemas mucho?

– Tengo un marido. Él quema por mí. Lo que se le ponga delante, y más.

– No me estoy asustando, Candela. Me tientas más que me asusta tu marido. ¿Trabajas todo el tiempo o a veces te das algún gusto?

Candela meneó la cabeza. Yo le miraba alternativamente los ojos y el vientre, hundido en un desfiladero esquelético sobre el que reinaba, en lo alto, el tumulto sofocado por el nudo de la blusa.

– No te andas con preámbulos, tú.

– Para preámbulos ya vale con los tuyos.

– Te pisas la cara, tío. Y el caso es que me haces gracia. Si fueras como Dios manda a lo mejor hasta podrías tener éxito.

– ¿Y cómo manda Dios que sea?

En ese instante un camarero empezó a prestarnos un poco más de atención de la que a Candela debía bastarle para perder su desembarazo. Con gesto serio, dijo:

– Dios manda que busques un momento y un lugar y una mujer que pueda. Yo no puedo. -Y enseñó el anillo antes de regresar al interior del restaurante.

Terminé mi cerveza y abandoné la terraza. Pero no me fui al chalet. Aun corriendo el riesgo de que Chamorro se pusiera nerviosa, esperé en el coche a que Candela terminara en el restaurante. Resultó que terminaba a las once y que, fuera cual fuera el lugar al que se dirigía una vez concluida la jornada, iba andando. Arranqué el motor. Dejé que recorriera media calle y fui a interceptarla. Detuve el coche junto a ella al tiempo que hacía sonar muy flojo el claxon. Candela se volvió lentamente, como si estuviera habituada a aquel tipo de episodios.

– ¿Vas muy lejos? -pregunté.

– Demasiado para tu coche.

– Llevo el depósito lleno. ¿Cuánto exactamente de lejos?

Candela se inclinó sobre la ventanilla.

– ¿Cuánto exactamente de lleno?

– Lo bastante como para aguantar hasta que llegue el momento y el lugar.

– También te falta la mujer.

– La mujer ya la tengo y va a costar que me la quiten.

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