Guillermo Martínez - Acerca De Roderer

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La novela narra el enfrentamiento entre dos jóvenes de inteligencia privilegiada. Uno utiliza esta inteligencia de modo práctico para adaptarse al mundo, el otro para la búsqueda de un conocimiento absoluto que le permita comprender el mundo. Esta búsqueda se verá amenazada por la locura y el suicidio.

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El juego, al cabo del tiempo, se había trabado mas y mas: todas las piezas estaban todavía sobre el tablero. En algún momento había visto a Salinas de pie junto a la mesa, con su copa en la mano; mientras bebía se le formo a medias una sonrisa sardónica que aun le duraba cuando lo llamaron para su turno en los dados. Vi luego irse a Nielsen; me saludo desde la puerta con un gesto que no entendí. El salón se despoblaba de a poco; Jeremías daba vuelta las sillas sobre las mesas vacías. Ahora era yo el que pensaba largamente cada nuevo movimiento; había enfilado mis piezas contra uno de los peones, un peón lateral. Este ultimo ataque, como todos los anteriores, se me revelaba inútil: el peón que había creído débil y aislado aparecía en cada replica mas protegido, hasta volverse inaccesible. De todos modos yo seguía trayendo y sumando en lentas evoluciones mis piezas mas lejanas, no porque guardara alguna esperanza sino porque estaba demasiado exhausto como para intentar nada nuevo. Inesperadamente, cuando había logrado reunirlas a todas, Roderer avanzo una casilla el peón y su dama quedo enfrentada a la mía. Sentí un frío sobresalto; aquello era, aquello que tanto había temido estaba por suceder. Eche una mirada a la nueva posición: el cambio de damas que proponía Roderer arrastraría, por el encadenamiento que yo mismo había provocado, la liquidación de todas las demás piezas. No conseguía sin embargo figurarme como quedaría luego el tablero. Podía imaginar cinco, seis jugadas mas adelante, pero no lograba ir mas allá. No había tampoco ningún sitio adonde pudiera retirar mi dama: el cambio era forzado. Esto al menos me liberaba de seguir pensando. Las piezas fueron cayendo disciplinadamente, una por bando; hacían un ruido seco al entrechocar y quedaban luego fuera del tablero. ¿Cuantas jugadas, me preguntaba con incredulidad, había podido anticipar el? Vi al fin, en el tablero desierto, de que se trataba: el peón que me había empeñado en atacar estaba libre y ahora avanzaba otra casilla. Mire en busca de mis propios peones, conté con desesperación los tiempos. Era inútil: Roderer coronaba, yo no.

Abandone. Mientras me levantaba mire la cara de mi rival: esperaba encontrar, creo, uno de esos gestos que yo no podía reprimir cuando ganaba, un brillo de satisfacción, una sonrisa mal disimulada. Roderer estaba serio, desentendido de la partida; se había abotonado el abrigo, una especie de gabán azul oscuro, y dirigía a la puerta una mirada inquieta. Tenia una expresión indecisa y a la vez irritada, como si estuviera debatiendo consigo mismo un problema mínimo, una cuestión estúpida que sin embargo no lograba resolver. Habíamos quedado en el salón únicamente nosotros dos; lo que no conseguía decidir, me di cuenta, era si debía esperarme para que saliéramos juntos o podía despedirse inmediatamente y marcharse solo. Conocía bien ese tipo de tormento, pero había creído hasta entonces que solamente yo lo sufría; la imposibilidad de elegir entre dos opciones triviales y absolutamente indiferentes, la horrible vacilación de la inteligencia que oscila de una a la otra y nada puede discernir, que argumenta en el vacío sin encontrar una razón decisiva mientras el sentido común se burla y la azuza: da lo mismo, da lo mismo. Que desconcertante me parecía encontrar en otro, y de un modo mucho mas intense, los signos de ese mal que tal vez fuera ridícula pero que yo había considerado hasta entonces mi posesión mas exclusiva.

– Ya voy -dije para rescatarlo. Asintió con gratitud. Le devolví a Jeremías la caja con las piezas y lo alcance en la escalera. Cuando salimos le pregunte donde vivía; era una de las casas detrás de los medanos; podíamos caminar una cuadra juntos.

Ya se acababan las vacaciones y el aire tenia ese frío premonitorio, desconsolador, de los primeros días de otoño. Los veraneantes se habían ido; el pueblo estaba otra vez vacío y silencioso. Roderer escuchaba el rumor lejano del mar; no parecía dispuesto a volver a hablar. Ladraron de pronto unos perros al costado del camino. Me pareció que a mi lado Roderer se ponía tenso y trataba de ubicarlos en la oscuridad.

– Hay muchos perros sueltos aquí -dije-: la gente los abandona después de la temporada.

Roderer no hizo ningún comentario. Le pregunte a cual colegio pensaba ir.

– No se. -Lo dijo con un tono grave y cortante, como si fuese una cuestión que le hubiera traído ya demasiados problemas y quisiera apartarla de si.

– Igual, no hay mucho para elegir; esta el Mariano Moreno, donde voy yo, o si no el Don Bosco.

Roderer negó con la cabeza.

– No se si voy a ir al colegio -dijo.

Dos

Según lo que recuerdo Roderer fue al Mariano Moreno durante menos de tres meses; ya no estaba cuando entregaron el primer boletín y no figura tampoco en la foto anual de la división, que se tomaba en julio. Desde que apareció en el aula, en el disgusto con que parecía llevar el blazer, en el nudo descuidado de la corbata, en la expresión hosca y reconcentrada con que se sentó sin mirar a nadie, sin querer ver nada, en todo se notaba que cualquiera fuese la batalla que libraba en su casa, había sido derrotado, o bien -y después de conocer a su madre esto me pareció lo más posible- había vencido quizás en los argumentos, esa victoria transitoria que suelen conceder las mujeres, pero le había sido arrancada luego con ruegos y lágrimas una promesa que ahora, penosamente, trataba de cumplir.

A mí su llegada no me produjo alarma, sino más bien cierto alivio: es verdad que se me consideraba el mejor alumno de la división pero no era tan necio, ni siquiera entonces, como para creer que eso significara gran cosa; y como mis compañeros me hacían pagar bastante duro mis calificaciones, hubiera estado muy dispuesto a ceder mi posición. Pronto me di cuenta de que Roderer no tenía ningún interés por disputármela. A partir del segundo día dejó de prestar atención a lo que decían los profesores y se dedicó sólo a leer, ajeno a todo; a leer de un modo absorto, poseído, como si las horas de clase del día anterior hubieran significado una interrupción grave que no podía volver a permitirse. Traía los libros en un portafolios grande de cuero, con fuelles a los costados; su banco estaba cerca del mío y yo podía ver cómo los sacaba a medida que avanzaba, la mañana, sin preocuparse de que se fueran amontonando sobre el pupitre. Eran libros siempre distintos, libros de las disciplinas más diversas, como si Roderer estuviera lanzado al mismo tiempo sobre todo: filosofía, arte, ciencia, historia. Casi nunca empezaba por el principio; los hojeaba hacia adelante o hacia atrás y cuando daba con un párrafo que le interesaba podía quedarse abismado allí indefinidamente, hasta que parecía recordar alguna otra cosa, y buscaba en el portafolios y sacaba a la luz un nuevo libro. Yo, que acababa de leer La náusea, me preguntaba al principio si Roderer no sería como aquel personaje ridículo, el Autodidacto, que se proponía hacer manos a la obra por orden alfabético con toda la biblioteca de Bouville. Pero esa familiaridad con que se desplazaba de libro en libro y la rara precisión con que buscaba y encontraba, sólo podían significar una cosa: que ya los había leído a todos, quizá más de una vez, y que ahora volvía sobre ellos en busca de algo definido, algo que a mí, en el desorden de títulos, me resultaba imposible descifrar. Vi, subrayados y llenos de anotaciones, los dos volúmenes de la Lógica, de Hegel, que yo una vez habría tratado en vano de empezar; vi una Divina Comedia en italiano, con unos dibujos sombríos y terribles. Vi libros que sólo mucho después supe de qué trataban y otros que eran como dolorosos destellos, demasiado lejanos, libros que, lo presentía, siempre iba a desconocer.

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