Quedó en silencio por un instante, con la mirada perdida en la ventana.
– Todo este tiempo usted fue mi medida. Sabía que si lograba convencerlo a usted sobre la serie también convencería a Petersen, y sabía también que si algo se me escapaba era posible que usted me lo señalara con anticipación. Pero quería a la vez ser justo con usted, si esa palabra tiene sentido, darle todas las posibilidades para que pudiera descubrir la verdad… ¿Cómo se dio cuenta finalmente? -me preguntó de pronto.
– Recordé lo que dijo esta mañana Petersen, que es difícil saber lo que haría un padre por una hija. El día que los vi juntos a usted y a Beth en el mercado me había parecido advertir una relación extraña entre los dos. Me había intrigado sobre todo que ella se dirigió a usted como si requiriera aprobación para su casamiento. Me pregunté si era posible que usted hubiera encubierto con una serie de crímenes a una persona a la que ni siquiera veía con demasiada frecuencia.
– Sí, aun en su desesperación supo perfectamente dónde ir a golpear. No sé en realidad, y no creo que nunca lo sepa, si es cierto lo que ella piensa. No sé qué pudo haberle contado su madre sobre nosotros. Nunca me había dicho nada antes sobre esto. Pero quizá para asegurarse de que la ayudaría jugó su carta extrema. -Buscó en el bolsillo interior de su saco y me extendió un papel doblado en cuatro. Hice algo terrible, decía la primera línea, en una caligrafía curiosamente infantil. La segunda, que parecía haber sido agregada en un rapto de desesperación, decía en caracteres grandes y desolados: Por favor, por favor, necesito que me ayudes, papá.
Cuando bajé los escalones del museo el sol todavía estaba allí, con esa claridad benévola, largamente extendida, de las tardes de verano. Caminé de regreso a Cunliffe Close, dejando atrás la cúpula dorada del Observatorio. Ascendí lentamente la cuesta de Banbury Road, preguntándome qué debía hacer con la confesión que había escuchado. Algunas de las casas empezaban a iluminarse y vi por las ventanas bolsas de papel con provisiones, televisores que se encendían, los fragmentos civilizados de la vida que detrás de los cercos de muérdago continuaba imperturbable. A la altura de Rawlinson Road oí a mis espaldas el sonido corto y alegre, repetido dos veces, de una bocina de auto. Me di vuelta creyendo que encontraría a Lorna. Vi un pequeño auto descapotable, flamante, de un azul acerado, desde el que Beth me hacía señas. Me acerqué al cordón y ella se pasó una mano por el pelo alborotado y se estiró en el asiento para hablarme con una gran sonrisa.
– ¿Puedo acercarte?
Supongo que vio algo desacostumbrado en mi expresión, porque la mano que se extendía para abrirme la puerta quedó a mitad de camino. Elogié mecánicamente el auto nuevo y después la miré a los ojos, la miré como si la viera otra vez desde el principio y debiera encontrar en ella algo diferente. Pero sólo estaba más feliz, más despreocupada, más hermosa.
– ¿Algo está mal? -me preguntó-. ¿De dónde venías?
– Vengo… de hablar con Arthur Seldom.
Una primera señal de alarma cruzó brevísima-mente por sus ojos.
– ¿Matemáticas? -me preguntó.
– No -dije-. Estuvimos hablando de los crímenes. Me contó todo.
Su rostro se ensombreció y sus manos volvieron al volante. Su cuerpo se puso repentinamente tenso.
– ¿Todo? No, no creo que te haya contado todo -sonrió nerviosamente para sí y un antiguo rencor pareció asomar por un instante a sus ojos-: nunca se animaría a contarlo todo. Pero ya veo -dijo y volvió a mirarme con una expresión de cautela-. Veo que le creíste. ¿Y qué vas a hacer ahora?
– Nada, ¿qué podría hacer? Seguramente él iría a la cárcel también -dije. La miraba y entre todas las preguntas, había en realidad una sola que quería formularle. Me incliné hacia ella hasta encontrar otra vez el azul rígido de sus ojos.- ¿Qué fue lo que te decidió a hacerlo?
– ¿Qué fue lo que te decidió a venir justamente aquí? -dijo-. Porque no viniste simplemente a estudiar matemática, ¿no es cierto? ¿Por qué elegiste
Oxford? -Vi que una lenta lágrima asomaba entre sus pestañas-. Fue una frase tuya. El día que te vi tan feliz bajando con tu raqueta de ese auto. Cuando hablábamos de las becas. "Deberías probarlo", me dijiste. No podía dejar de repetirme aquello: deberías probarlo. Creía que ella se moriría pronto y que habría para mí todavía la posibilidad de otra vida. Pero unos días después le dieron los nuevos análisis: el cáncer había remitido, el médico le había dicho que podía vivir otros diez años. Diez años más atada a esa vieja urraca… no hubiera podido soportarlo.
La lágrima que había quedado suspendida rodó por su mejilla. Se la quitó con un movimiento brusco, algo avergonzado, y estiró la mano para buscar un kleenex en la gaveta. Volvió a poner las manos sobre el volante y vi por un instante su pulgar diminuto.
– Entonces, ¿no vas a subir? -La próxima vez -dije-. Es una tarde hermosa, quiero caminar todavía un poco.
El auto arrancó y pronto lo vi empequeñecer y desaparecer a lo lejos en la curva de Cunliffe Close. Me pregunté si lo que Beth creía que Seldom nunca se animaría a contarme sería lo que Seldom ya me había contado, o si habría algo más, algo que temía imaginarme. Me pregunté qué parte sabía finalmente de toda la verdad y cómo debería empezar mi segundo informe. En la entrada de Cunliffe Close miré hacia abajo y ya no pude reconocer dónde había caído el angstum: el último resto de piel había desaparecido y el pavimento que se extendía a mis pies, hasta donde llegaban los ojos, estaba otra vez limpio, inocente, despejado.
A la Fundación Mac Dowell, a mis benefactores anónimos y al matrimonio Putnam, por dos residencias en ese paraíso de artistas que es la Colonia Mac Dowell, donde fue escrita gran parte de esta novela. Al International Writing Program, de la Universidad de Iowa, por una beca de dos meses que me permitió corregirla.
[1] El viejo, que aún tenía el triángulo en la mano, parecía esforzarse por boquear en el vacío. Soltó el triángulo, que dio una última nota en falso al caer, y bajó tambaleando de su tarima, seguido por el reflector, como si el ojo del iluminador no pudiera sustraerse a la fascinación horrenda de la escena. Lo vimos extender uno de sus brazos hacia el director en una muda imploración de ayuda y luego llevarse las dos manos al cuello, como si tratara de defenderse de una mano invisible que lo estuviera estrangulando sin piedad. Cayó de rodillas y hubo entonces un coro de gritos sofocados, mientras parte de la primera fila se levantaba de sus asientos. Vi que los músicos rodeaban al viejo, y pedían con desesperación un médico. Un hombre se abrió paso desde nuestra fila para llegar a la glorieta. Me puse de pie para dejarlo pasar y no pude contener el impulso irresistible de seguirlo. Petersen ya estaba sobre el escenario y vi que también Sacks había saltado con su arma a la glorieta desde un costado. El músico había quedado tendido boca abajo en una posición grotesca, con una de sus manos todavía en la garganta, la cara de un azul amoratado, como un animal marino que hubiera dejado de boquear. El médico dio vuelta el cuerpo, apoyó dos dedos en el cuello para revisar el pulso, y le cerró los ojos. Petersen, que se había inclinado en cuclillas a su lado, le mostró discretamente la credencial y conversó un momento con él. Después se movió hacia el pedestal abriéndose paso entre los músicos, buscó en el suelo y recogió con un pañuelo el triángulo que había quedado junto a un escalón. Me di vuelta y vi a Seldom de pie entre la gente que se había agolpado a mis espaldas. Noté que Petersen le hacía una seña para reunirse con él en dirección a las filas de asientos que se habían vaciado y retrocedí hasta quedar a su lado, pero no pareció registrar que lo seguía de regreso entre la gente. Estaba en completo silencio, con una expresión impenetrable, y caminó lentamente hacia nuestros asientos. Petersen, que había bajado por un costado del escenario, se acercaba hacia él desde el otro extremo de la fila. Seldom se detuvo de pronto, como si algo en su butaca lo hubiera dejado paralizado. Alguien había recortado dos frases del programa y los pedacitos de papel formaban sobre la silla un pequeño mensaje. Me incliné para leerlos antes de que el inspector pudiera apartarme. El primero decía "El tercero de la serie” [1] . El segundo era la palabra "triángulo".
The third of the series – Las palabras están recortadas del programa en inglés y no hay por lo tanto, distinción de sexo. (N. del E.)
Читать дальше