Lorenzo Silva - Nadie vale más que otro

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El asesinato de una mujer en el que todas las sospechas recaen en un marido con un largo historial de malos tratos, la violación y la muerte de una niña, el hallazgo del cadáver de un delicuente común donde todo parece indicar que se trata de un ajuste de cuentas y el crimen contra un inmigrante en un pequeño pueblo son los cuatro asuntos que tienen como nexo, además de suceder todos en periodos estivales, el hecho de ser crímenes tan cotidianos como lo que se leen a diario en los periódicos, alejados de la extravagancia y de la sofisticación y, en consecuencia, tan reales como la vida, o la muerte, misma.

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– ¿Cree que nos contará algo?

– Lo creo. Porque le conozco. Y porque no se le presentará una oportunidad mejor de hacer méritos ante nosotros.

Por no juntar un grupo demasiado numeroso, Vega se vino con Chamorro y conmigo, mientras el resto del equipo se dedicaba a tratar de encontrar a aquel ex empleado de Marcial Vázquez con el que se había peleado Wilmer. Le cedí el volante al alférez, que prefería, como yo mismo habría preferido, llevar el coche en lugar de irle indicando la ruta al que lo llevaba. Nos condujo a un edificio descomunal que habían plantado no debía de hacer mucho al lado de una autovía. Se llamaba Xanadú (el encargado de márketing de Andréi, que quizá fuera él mismo, no se había exprimido las meninges) y era una de las cosas más espantosamente horteras y obscenas que había visto en mi vida. Lo que resultaba evidente era que Andréi no sentía necesidad de pasar inadvertido, y que en la concejalía de urbanismo del municipio en que se hallaba enclavado el inmueble, que seguramente había otorgado la preceptiva licencia de obras, no quedaba una pizca de vergüenza.

El recibimiento que nos dispensó el dueño, tan pronto como el fornido armario de un par de metros cúbicos que nos abrió la puerta le avisó de nuestra presencia, fue muy diferente del que nos había dado Marcial Vázquez en su fábrica. Andréi vino con grandes aspavientos fraternales hacia el alférez y dijo:

– Qué honor, la Guardia Civil en mi casa. Adelante, por favor, no se queden ahí. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

Era la una, hora propicia para una cañita, y el verano murciano pegaba en las espaldas con la fuerza suficiente como para desear desesperadamente una. Pero me forcé al ascetismo:

– No, muchas gracias.

– ¿Ni un poquito de agua mineral? -se burló Andréi. Era un tipo de mediana estatura, bien vestido y peinado, y gastaba una sonrisa de probador de aparatos gimnásticos de la teletienda.

– Yo eso sí -aceptó Chamorro, debilidad que le disculpé por la deshidratación inherente a su estado.

– Diga que sí, agente, permítame ser hospitalario -repuso Andréi, mirando a Virginia de arriba abajo de un modo que a ella no debería haberle gustado, pero ante el que no puso mal gesto.

– Vale, también para mí -me rendí.

– Para mí una cerveza, si hay -nos arruinó la seriedad el alférez.

Alrededor de una de las mesas del tugurio (al que como sucede con todos los locales nocturnos no le beneficiaba la luz del día, pero tampoco lo deslucía hasta extremos intolerables) charlamos con Andréi acerca del asunto que nos ocupaba. Apenas estábamos iniciando la conversación cuando nos interrumpió una silenciosa camarera de brazos largos y felinos, con los que fue depositando cada bebida junto a su destinatario. El agua mineral era San Pellegrino, por si alguien podía pensar que Andréi era un roñoso. Luego, el capo ucraniano escuchó atentamente la consulta que veníamos a plantearle. Pidió todos los datos, la dirección, las descripciones de las personas, la fecha en que habían desaparecido. Fue anotando todos y cada uno de los detalles al dorso de una tarjeta de visita impresa en relieve y con las letras XANADÚ UKR SL grabadas en dorado en la parte superior de la cartulina. Lo sé porque después tuvo a bien regalarnos una igual a cada uno.

– Está bien, señores -dijo, cuando lo hubo anotado todo-. Pueden dejar esto de mi cuenta. No creo que necesite mucho tiempo. Les aviso tan pronto sepa algo. Y si hay algo más, en la tarjeta está mi móvil. Lo marcan a cualquier hora del día o de la noche.

Dudé quién era el policía, en aquel momento. Si los tres picoletos despistados o aquel Andréi Voltsov que nos daba la tarjeta con su teléfono (y su e-mail: ta_rasjbul_ba@hotmail.com).

Al despedirnos, Andréi alzó la mano de Chamorro y dobló un poco el espinazo. Me pareció un exceso de énfasis innecesario y de dudoso gusto en un proxeneta, pero Virginia no protestó.

En el camino de vuelta me embargaba una mala sensación. No me gusta que todo el peso de la investigación recaiga en una línea, y menos cuando esa línea escapa a mi control. Nos habíamos puesto en manos de aquel tipo, que ante todo iba a mirar por su interés. En un arranque de orgullo, decidí que fuéramos al bloque a recoger a la vecina cotilla para llevarla a ver fotos de malvados ucranianos. Fue una idea bastante penosa. La mujer estaba aterrorizada y no reconoció a nadie. A eso de las seis, cuando todavía andábamos enredados en ese estéril trámite, sonó mi móvil.

– Sargento, tengo algo para usted -anunció Andréi.

7. Así de crudo

Lo que me dijo Andréi, en condiciones normales, no me lo habría creído, y mucho menos habría preparado el siguiente paso en función de ello. Si lo hice fue por dos poderosas razones: la historia cuadraba con lo que sabíamos de Wilmer, y una rápida comprobación en el ordenador de Tráfico, donde metimos el apellido de la persona a la que apuntaba la información de Andréi, nos llevó a un modelo de coche que estaba en la lista de veintitantos que habíamos identificado como posibles portadores de los neumáticos cuyas huellas habían aparecido en el lugar del crimen.

Por eso, y porque la maniobra que se me ocurrió podía probarse sin excesivo esfuerzo, decidí hacerle caso al ucraniano, pese a que me dijera que no podía facilitarme el paradero de sus compatriotas. Me contó que había pactado con ellos no delatarlos, a cambio de la información que me proporcionaba, y me aclaró que eran residentes ilegales y por eso habían huido. Como es lógico, le pregunté si no dudaba de la veracidad de esa información, que era exculpatoria para quienes la estaban dando y tan sospechosamente se comportaban. Andréi respondió, firme:

– A mí no me mentirían. Usted haga la comprobación. Y si no saca nada me lo dice, y les doy otra vuelta. Si resulta que me han contado un cuento se los entrego atados de pies y manos para que les hagan lo que quieran. Pero creo que la pista es de fiar.

Así que allí estábamos, en el bar del que, según nos habían informado, era parroquiano habitual nuestro objetivo. No faltó a su cita con la barra. A eso de las ocho y media se presentó en el local. Vega y yo nos quedamos en la mesa, con el listillo del sargento Lucas. Las dos chicas, Chamorro y Robles, se acercaron a la barra con el pretexto de pedir algo de beber. Vi cómo Chamorro trababa conversación con él y le presentaba a Robles. Nuestro hombre sonreía a ambas un poco azorado, pero con ese gustillo que da encontrarse, al final de la jornada, junto a dos mujeres jóvenes y no del todo de mal ver. En medio de la cháchara, vació deprisa su caña y pidió otra. No reparó en que Robles se hacía con el vaso vacío y lo guardaba en una bolsita de plástico antes de echárselo al bolso. En aquella circunstancia, ni se habría dado cuenta de que un buldózer le pasaba por encima del pie. Luego Robles se excusó, se alejó de la barra y salió del bar. Tampoco se dio cuenta de nada de esto el pobre incauto, porque Chamorro cuidaba de seguirle dando palique. Incluso se aposentó en el taburete, como si quisiera hablar más relajada. El tipo se puso entonces algo nervioso, y no dejaba de mirar hacia donde estábamos los demás, pero ni por un momento temí que hubiera peligro de perderlo.

A los veinte minutos regresó Robles. Desde el umbral nos hizo una seña afirmativa. Apuramos sin prisa nuestras bebidas y nos pusimos en pie. Mientras caminaba hacia la barra, pensé en lo caprichosa, lo absurda y lo idiota que podía ser la vida. Tenía un caso resuelto, en apenas día y medio y de la forma más rocambolesca e imprevisible. No había trabajado, ni había puesto de mí en él una milésima parte de lo que había invertido en tantos otros asuntos que aún criaban polvo en la carpeta de pendientes. Pero allí estaba, yendo hacia un hombre que antes de acabar aquel día, o yo no sabía nada de asesinos, habría firmado una confesión.

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