– Los permisos -dijo, señalando unos impresos apilados.
– ¿Los permisos?
– Joder, sí, los permisos. Los de residencia y trabajo de toda esa gente que hay ahí abajo. Supongo que se pensaban que soy un pirata, que los tengo de cualquier manera y que con eso van a buscarme las vueltas. Pues ya ve, se equivocan. Esto es una empresa decente, aquí se cumple con la ley y se paga religiosamente lo que marca el convenio. Nadie se aprovecha de los trabajadores. Se les exige que trabajen y se les paga lo justo. Como a cualquiera de aquí. Si tengo que traerme ecuatorianos y lo que pille no es por mi gusto. Yo no tengo la culpa de que los jóvenes españoles sólo quieran estar en el botellón y drogándose y sacándoles los cuartos a los padres. Tengo clientes y tengo que servirles los pedidos. Con que lo deje de hacer un par de veces, buscarán a otro.
Tenía bien preparado el alegato, no cabía duda. Pero lo estaba soltando sin necesidad y ante la persona errónea. Si fuéramos pidiendo los permisos de residencia en todos los casos en los que nos tropezamos con extranjeros, nos pasaríamos la vida denunciado irregulares, y no podríamos resolver homicidios.
– No venimos a pedirle esos papeles -le informé, sin alterarme-. Puede recogerlos. ¿Le importaría que nos sentáramos? Resulta incómodo hablar de pie, y le robaremos al menos unos minutos.
Marcial Vázquez se quedó descolocado. No parecía concebir que un agente del orden que entrara en su fábrica no sintiera el irreprimible prurito de hurgar en todo aquel papelote.
– Esto, sí -farfulló-, perdonen, ahí tienen…
Ocupamos las sillas que nos señaló. Él tomó asiento también. Busqué la mejor manera de entrarle, dándole confianza:
– No se preocupe, señor Vázquez. Nos consta por nuestros compañeros que es usted un hombre de orden, y que esto no es ninguna cueva donde se explote al personal. Basta con ver las instalaciones, la maquinaria, y el equipo que llevan los trabajadores. Los policías somos observadores, nos fijamos en las cosas, para no perder el tiempo ni hacérselo perder a los ciudadanos.
Era verdad que la fábrica era nueva, que no estaba nada mal montada y que los empleados parecían disponer de todas las medidas de seguridad reglamentarias. Y a Marcial debía de enorgullecerle que así fuera: se esponjó notoriamente al oírme.
– Por lo demás, ya sabemos que Wilmer Estrada tenía sus papeles en regla -añadí-. Es uno de los primeros datos que nos da el ordenador. La razón de nuestra visita es bien diferente.
– Pues usted dirá.
– Queremos que nos cuente quién era Wilmer Washington Estrada, en su opinión. Qué concepto tenía de él, en lo bueno y en lo malo. Y qué puede decirnos acerca de su vida.
Marcial Vázquez perdió unos segundos en meditar su respuesta. Después de todo, pensé, quien había levantado y mantenía un emporio como aquél difícilmente podía ser un estúpido.
– Lo que yo puedo decirle, principalmente, es cómo se portaba aquí -explicó al fin-. En la vida privada de la gente no me meto. Wilmer era un buen operario. Bastante mañoso, con eso se nace o no, pero también meticuloso trabajando. No le diré que siempre fuera así, porque al principio venía un poco como todos éstos, que creen que con cualquier chapuza vale. Pero cuando terminan un mueble mal y les obligas a repetirlo, advirtiéndoles que otra cagada les cuesta el puesto, tienden a espabilar, y Wilmer espabiló como el que más. Me enseñaba a los nuevos, y podía responsabilizarlo del trabajo de otros. Cumplía y hacía cumplir.
Nuevos datos sobre Wilmer: capacidad adaptativa, posible doble personalidad, pulcro en el trabajo y caótico en su vida íntima. Me afeé al instante caer en esas pamemas psicológicas, pero no dejaron de quedarse revoloteando en mi mente. En todo caso, me esforcé por volver a lo concreto, los hechos, mi testigo. No se me ocultaba que llevábamos ya un día mareando la perdiz y todavía no habíamos encontrado un mísero cabo de hilo del que tirar. Más valía quemar aquel cartucho, aunque fuera a la desesperada:
– Ya sé que aquí sólo trabajaba, pero en el trabajo se echan muchas horas, se acaba viendo cómo es uno. Yendo al grano: ¿cree que Wilmer era la clase de persona que se busca problemas?
El empresario miró al techo. Luego nos miró alternativamente a mí y a Chamorro. Se dirigió de improviso a mi compañera:
– Perdone, señorita, ¿se encuentra bien?
– Mi compañero le ha hecho una pregunta -le repelió Chamorro, con una calma admirable, teniendo en cuenta que era el segundo hombre que se fijaba en sus penalidades menstruales.
– Pues verán ustedes -dijo Marcial-. No lo descartaría. Supongo que tendré que contarles la historia, aunque no me apetezca.
6. Una oportunidad de hacer méritos
La historia, como la había llamado Marcial Vázquez, encajaba con la personalidad de Wilmer, tal y como habíamos podido irla reconstruyendo. Una tarde, el empresario lo vio discutir airadamente con un compañero a la puerta de la fábrica. Según el otro, Wilmer molestaba a su hija. Marcial hizo que los separaran, amenazó con echarlos y ya no hubo más bronca. Al cabo del tiempo, el otro empleado se fue de la empresa. Marcial Vázquez creía que aún andaba por el pueblo, pero no podía asegurarlo. Lo que podía hacer, e hizo, fue darnos la última dirección que le constaba de él. Chamorro tomó nota, mientras yo sopesaba la perspectiva de ir a buscar a aquel hombre y tratarlo como sospechoso de homicidio por un incidente nimio ocurrido meses atrás. No tenía ganas, pero es que tampoco me parecía un camino nada prometedor.
En cualquier caso, eso fue todo lo que sacamos de la visita a la fábrica, y con eso teníamos que lidiar. Apenas nos sentamos en el coche cuando sonó mi teléfono móvil. Era el alférez Vega:
– Vila, aunque sé que te va a sorprender, hemos dado con algo.
– No me digas. Porque nosotros vamos casi de vacío.
– Nos vemos en el puesto, ¿te parece?
El alférez, después de haberse comido con su gente el tedioso trajín de ir llamando puerta por puerta, se mostraba ufano de tener aquello que yo, seleccionando el trabajo, no tenía: una buena pista.
– Los testimonios de los vecinos sobre Wilmer, te los ahorramos -dijo, disfrutando de la expectación en que nos sabía sumidos-. En líneas generales, lo que ya habíamos oído antes de ir por allí. Quizá entre los vecinos españoles de su bloque le tenían algo más de ojeriza, hay quien nos ha dicho que era demasiado chulo para ser un inmigrante, una afirmación sintomática, estarás de acuerdo conmigo. Pero la pista no viene por ahí. Resulta que en el bloque vivían también unos ucranianos, un grupo extraño, tres hombres y una mujer, los hombres en la treintena y la mujer de veintipocos. Nadie sabe cómo se llamaban, llevaban un par de meses y no tenían puesto nombre en el buzón. Y resulta, y he aquí el detalle, que no nos han abierto la puerta esta mañana. La razón nos la ha dado una de las vecinas: se largaron ayer. Los vio bajar deprisa, con un montón de bultos, meterse en el coche y poner tierra por medio.
– Vaya, eso sí que tiene pinta de ser algo -juzgó Chamorro.
– Sí, tiene pinta de ser una putada -dije-. Cuatro ucranianos de los que no conocemos ni el nombre, a los que vete tú a saber si tenemos fichados, y si lo estuvieran, tampoco me animo a apostar mis ahorros a que los vecinos serán capaces de reconocerlos por las fotos que les hicieran en su día con barba y ojeras.
– Bueno, en la vida moderna hay soluciones alternativas. No hay más que acompasarse a los tiempos en que uno vive y adaptarse a las nuevas circunstancias -bromeó el alférez.
– Perdone, mi alférez, pero me he perdido.
– Andréi, nuestro amigo, el padrino ucraniano.
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