Lorenzo Silva - Nadie vale más que otro

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El asesinato de una mujer en el que todas las sospechas recaen en un marido con un largo historial de malos tratos, la violación y la muerte de una niña, el hallazgo del cadáver de un delicuente común donde todo parece indicar que se trata de un ajuste de cuentas y el crimen contra un inmigrante en un pequeño pueblo son los cuatro asuntos que tienen como nexo, además de suceder todos en periodos estivales, el hecho de ser crímenes tan cotidianos como lo que se leen a diario en los periódicos, alejados de la extravagancia y de la sofisticación y, en consecuencia, tan reales como la vida, o la muerte, misma.

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– Pues venga, recapitulemos -sugerí.

Novales se restregó los ojos. Tampoco debía de andar muy fino. El aviso les había llegado a las tres de la mañana. Una pareja en busca de intimidad se había tropezado con el pobre Wilmer en medio de una huerta, a cien metros escasos de la carretera. Según el forense, el hallazgo había tenido lugar apenas un par de horas después del homicidio. Una casualidad infrecuente, casi anormal, si cupiera hablar de normalidad en el crimen. En cualquier caso, calculé, el sargento llevaba veinte horas en pie. Tenía razones suficientes para encontrase fatigado. Hizo un esfuerzo:

– Bien, he aquí el resumen. Nuestro hombre trabajaba en una fábrica de muebles, desde hace aproximadamente un año y medio. Contrato, papeles, no se le tenía por mal operario. Incluso se ocupaba de enseñar a los nuevos. Más no hemos podido averiguar por ahí. En cuanto a sus circunstancias familiares, no las tengo muy claras. Vivía con una mujer desde hace un par de meses, pero al parecer tenía otra en Ecuador y otra en Madrid. A ambas les hizo hijos, aunque sobre el número sus compatriotas que le conocían no se me ponen de acuerdo. Unos dicen que cinco en total, otros que tres, quién sabe. El caso es que el hombre debía de ser un donjuán mediano, tampoco es muy raro entre esta gente. La que podemos considerar como viuda disponible, es decir la que tenemos a mano, es la chica con la que vivía, también ecuatoriana, veinticinco años, Cintia algo, ahora no recuerdo. Está hecha un manojo de nervios y no ha podido decirnos dónde localizar a las otras, ni a su familia. El único pariente que vive aquí es un primo lejano, el que le trajo, pero tampoco parece capaz de aportarnos mucho. Qué más… Sí, nuestro hombre vivía en un bloque barato de la zona nueva del pueblo. Mezcla de inmigrantes y gente española de pocos recursos. No nos han contado gran cosa esta mañana. Y me gustaría ser más generoso con vosotros, compañeros, pero eso es todo lo que os puedo ofrecer por ahora.

Asentí en silencio.

– Bueno, suficiente para empezar. Dale a Chamorro ias direcciones de su casa y la empresa. Y ahora, al tanatorio.

3. Era gallito

No me gusta ir a los tanatorios. De hecho, incluso tiendo a pensar que debería evitarlo, y sólo me decido a hacerlo cuando tengo la sensación de que no hay otro remedio, porque así me lo exige el deber. Con ello no quiero decir que participe de la enfermiza alergia a la muerte que aqueja a la mayoría de mis conciudadanos, y que los lleva a no ocuparse del asunto más que cuando arrea cerca (y siempre teniendo a mano un buen arsenal de lugares comunes, frases hechas y miradas huidizas para que el cáliz pase cuanto antes). No, en ese sentido yo soy muy diferente. No en vano convivo siempre con ellos, con los muertos, y en cierta medida es a través de ellos como me he habituado a entender o, según se tercie, dejar de entender el mundo. Lo que me dificulta ir a los tanatorios es la sensación de que cuando lo hago, con mi placa y en el desempeño de mi oficio, mi presencia resulta un atentado a la intimidad a la que tienen derecho los supervivientes, una intromisión grosera e inoportuna. Noto el mensaje que con mi interrogatorio recibe la viuda, o los huérfanos: «Vale, os lo han matado, pero lo que importa, lo que tiene que seguir adelante, es nuestra maquinaria, que en el fondo no concede ningún valor a vuestras lágrimas, sino a nuestras leyes, a nuestros procedimientos, a nuestra tarea que tenemos que dejar hecha para poder irnos a casa y olvidar, que a fin de cuentas a nosotros hoy no se nos ha muerto nadie».

En la sala de velatorios que correspondía a Wilmer Washington, como horas antes ante el depósito de cadáveres, se congregaba una buena porción de la colonia ecuatoriana del pueblo. La sala en sí estaba atestada, y de su interior venía un incesante murmullo de sollozos. A la puerta, en los corredores, en la terraza, en el exterior del inmueble, se habían formado un montón de corrillos. Con la llegada de la oscuridad, su actitud se había vuelto más tranquila, aunque de vez en cuando alguno se exaltaba y lanzaba un juramento, mientras sus compatriotas trataban de aplacarlo. Sobra decir que no fue fácil abrirse paso entre ellos, aunque llevaba conmigo a tres guardias. La gente terminaba por apartarse, pero no sin mostrar su recelo. Entrar en la sala se reveló imposible. Decidí dirigirme a una mujer que estaba en la puerta.

– Disculpe, señora. ¿Sabe si está ahí dentro la mujer del difunto?

– ¿Cómo dice usted?

– La mujer. La que vivía con él.

– Y, pues no sabría decirle si ahorita…

– ¿Y su primo?

– ¿Su qué?

– El primo del fallecido…

– No, señor, no sé tampoco.

La misma conversación, con escasas variaciones, la repetí con otra media docena de personas. Todos andaban revoloteando por allí, pero nadie podía orientarnos. Al final, Chamorro y yo nos adentramos en la sala. A grandes males, grandes remedios.

Allí encontramos a Cintia, que estaba deshecha y se mostró bastante asustada cuando la interpelamos. Luego comprendimos por qué, cuando supimos que se encontraba en España en situación irregular. Esa noche, por no abusar de su estado, nos limitamos a emplazarla para el día siguiente y a pedirle que nos facilitase el contacto con el primo. Nos proporcionó un número de teléfono móvil. Lo marcamos y respondió. La señal debió de dar un rodeo por unas cuantas antenas de telecomunicaciones, pero el primo, Augusto Walter Losada, resultó estar a menos de quince metros de nosotros. Fuimos a su encuentro. Augusto era un hombre de estatura mediana, bien vestido y con cierto aplomo. No en vano era uno de los que llevaban más tiempo en el país.

– Ustedes deben de ser los guardias que han venido de Madrid, ¿no? -preguntó, apenas nos sentamos en una terraza cercana.

Sopesé su mirada. Su desparpajo. Su empeño por mostrarse enterado y perspicaz, como si hacer hincapié en aquellos detalles, guardias, de Madrid, probara su conocimiento del terreno. Ojalá exhibiera la misma soltura cuando le preguntara por lo que me interesaba para la investigación. Aunque me permitía dudarlo.

– Mi compañera y yo, nada más -me presté a explicarle, aunque no tenía por qué-. Los demás son de aquí.

– Ya me sorprende, si no le incomoda que lo diga, que hagan todo este despliegue por uno de nosotros.

Vaya, Augusto era un irónico, y le gustaba pisar fuerte.

– No le sorprenda. Aquí tratamos de hacer cumplir las leyes.

– Bueno, no todas, ni siempre igual para todos.

– Lo siento, señor Losada, no soy la persona indicada para servir de conducto a sus quejas -dije-. Le sugiero que se dirija a su embajada, o a los servicios sociales, o al Defensor del Pueblo. Si no le importa, me gustaría pedirle información para tratar de resolver la muerte de su primo. Que es lo que a mí me trae aquí.

– No era mi primo, en realidad.

– ¿Ah, no?

– Y, no. Somos del mismo barrio, en Guayaquil. Nos conocíamos de allá, y cuando yo me vine y me hice un huequito, pues lo llamé y le dije que por acá había oportunidades. Y se vino él también.

– Aunque no tiene que ver con la investigación propiamente dicha, nos gustaría localizar a su familia, para informarles.

– Bueno, ¿a cuál de ellas?

– ¿Cómo dice?

– Perdone, sargento. Es que Wilmer tenía una mujer en Madrid y otra en Guayaquil, no sé si sabía…

– Algo había oído. Me es igual, a la que sea. A las dos.

– Yo sólo sé que hablaba más con la de Guayaquil. Con la de Madrid sólo de mes en mes, por el chico. Pero no sé el teléfono. Yo que usted iba al locutorio. Allí seguro que saca algo.

Buena lección que me daba, Augusto, de lo que se suponía que era mi trabajo. Y bien que le satisfacía lucir su agudeza. No negaré que me fastidiaba un poco que me retase a ser ingenioso, después del día de mierda que llevaba a mis ya maduras espaldas.

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