Francisco Castro pareció reflexionar.
– No, problemas, tampoco. Aquí no somos racistas ni nada de eso. Que tienen que venir, que hacen falta sus brazos para el campo y para las fábricas, pues qué se le va a hacer. Por lo menos éstos no son como los otros, que ni siquiera los entiendes y se pueden estar cagando en tu madre sin que te enteres. Pero el roce diario tiene sus cosas, y hay que estar aquí para saberlo.
– Ya -dije-. Y qué me dice de este hombre, Wilmer Estrada, ¿tenía alguna actividad extraña, venía gente rara a verle, o vio usted algo que en algún momento resultara sospechoso?
– Que yo sepa, trabajaba en una fábrica de muebles -repuso nuestro informante-. A veces venía a verle gente de su país, y hacían fiestas. Raros a mí no me parecían. Como él, sin más.
– Y con la mujer, ¿algún problema?
– ¿Quiere decir si se peleaban?
– Sí, o cualquier otra cosa sospechosa que observara.
– No, no se peleaban. Tampoco tenía motivo. La mujer es una inocente, se ve de lejos que él le tenía sorbido el seso.
Chamorro asintió con rostro coriáceo.
– ¿Vio usted ayer al difunto? -preguntó al vecino.
– Espere, que haga memoria… Sí, lo vi volver del trabajo, por la tarde. Sobre las siete. Pero nada, entrar en el portal y poco más.
– ¿Tenía buen aspecto? ¿Notó alguna actitud inusual en él?
Francisco Castro se encogió de hombros.
– Qué quiere que le diga, yo lo vi como siempre. Tampoco me fijé especialmente en él, no me gusta fisgar a los vecinos.
– Está bien, señor Castro, le agradecemos su colaboración.
– No hay de qué. ¿Tienen ya alguna pista? ¿Es verdad eso que dicen los periódicos de que…?
– Siempre tenemos varias pistas -dije-. Y no solemos informar a los periodistas antes de tiempo. No crea todo lo que lee.
Los periódicos locales, en efecto, y ya me imaginaba intoxicados por quién, aventuraban algunas hipótesis, todas ellas en la línea del ajuste de cuentas dentro de la propia comunidad ecuatoriana del pueblo, aunque con variaciones en cuanto al móvil. Se hablaba de un crimen pasional, de una deuda impagada, de rivalidad entre bandas dedicadas a la introducción ilegal de inmigrantes… De fantasía y de credulidad el mundo anda bien abastecido.
Francisco Castro, cumplido su deber cívico con la autoridad competente, o sea nosotros, prosiguió su camino. Visto el resultado más bien pobre de nuestra entrevista con él, y previendo que eso era lo que íbamos a sacar de los demás habitantes del inmueble, cambié de opinión respecto del plan de operaciones. Miré la hora. Si nos dábamos prisa, todavía podíamos llegar al entierro. Saqué el teléfono móvil y marqué el número del alférez.
– Sí -sonó la voz de Vega en el auricular.
– Mi alférez, si no le importa, Chamorro y yo vamos darnos una vuelta por el cementerio y luego nos aceramos a la empresa, para ver qué encontramos por allí. Así vamos adelantando.
– Ya -dijo el alférez-. Deduzco que mientras tanto nosotros nos encargamos de sacarle al vecindario lo que sepa.
– Si no tiene inconveniente…
– Claro que no. Es gente muy divertida.
– ¿Divertida?
– Ya te contaré. Vamos, que no llegáis.
– Gracias, mi alférez. Luego le llamo.
Sin incurrir en el feo extremo del servilismo, siempre procuro ser atento con los oficiales, aun con los de más bajo rango. Nunca sabes cuál de ellos puede acabar un mal día siendo tu jefe.
Mi primer jefe en una unidad de información, el subteniente Arias, un picoleto viejo con miles de leguas en las suelas, me regaló unos pocos consejos, tan sabios como sucintos. Uno de ellos: nunca metas paja en los informes; lo que no suma, resta y distrae. Ateniéndome a esa regla, supongo que me toca pasar muy brevemente por el relato del entierro y de nuestra conversación subsiguiente con Cintia, la mujer que Wilmer había dejado para que le llorase a pie de ataúd. El entierro fue como tantos otros, con la diferencia de que había mucha gente y toda provenía del mismo país extranjero, a excepción de la concejala de servicios sociales y los dos policías municipales que la escoltaban. En cuanto a la entrevista con Cintia, sirvió ante todo para confirmar la impresión que nos había facilitado el vecino Francisco Castro: era un alma de cántaro, y de lo que hacía su compañero sentimental de las puertas de su piso para afuera debía de saber más o menos lo mismo que yo sé de escritura cuneiforme y bolsos de Chanel. Eso sí, tenía unas facciones agraciadas, un tipito estupendo y un par de razones en la proa que permitirían a cualquier varón bien hormonado que viviera con ella (por ejemplo Wilmer) olvidarse de todas sus escaseces en otros aspectos. El resumen de su testimonio era que no sabía nada, que ella no se metía en lo que hacía su hombre y que Wilmer, a pesar de lo que oyéramos por ahí, era bueno.
Quizá fuera esto último lo más útil. Que alguien como Cintia sintiera la necesidad de subrayar una afirmación, aunque resultara una maldad pensarlo, era un motivo para cuestionarla.
Pero nos limitamos a sumar sus declaraciones a los demás indicios que llevábamos recogidos y nos dirigimos sin pérdida de tiempo a la fábrica de muebles. Allí enseñé mi placa al que parecía el encargado y le pregunté por el dueño. El encargado nos pidió que esperásemos y subió por una escalera. Mientras estuvo ausente, observamos la actividad productiva que allí se desarrollaba. No menos de cuarenta operarios, todos ellos inmigrantes, y la mayoría sudamericanos, bregaban a buen ritmo con piezas de mobiliario en diversos estados de terminación. Allí, desde luego, no hacían honor a la fama de perezosos que les atribuían sus vecinos. Cuando volvió el encargado, nos dijo con rostro serio:
– El señor Vázquez les ruega que suban a su oficina. El señor Vázquez ya podía estirarse y bajar a recibirnos, pensé, porque el hecho de ser un comemierda profesional no le impide a uno mantener un residuo de autoestima ni le lleva a dejar de creerse acreedor a alguna deferencia ajena. Pero bueno, si ésa era su manera de darse importancia, las había conocido peores.
Trepamos por la escalera que separaba la zona de los operarios de las oficinas desde las que se dirigía el negocio. El pobre Karl Marx habría dicho que allí era donde se enajenaba al obrero, en este caso al nuevo y barato obrero inmigrante, la jugosa plusvalía de la que se apoderaba el patrón. Pero Marcial Vázquez, gerente y propietario de aquella fábrica, no debía de haber leído al viejo ateo de Tréveris, ni falta que le hacía para reírse de la bendita ingenuidad de aquel barbudo que creía que en el obrero alienado palpitaba la revolución, cuando en el obrero, como en el patrono, palpitan sobre todo la codicia y el miedo a la intemperie. Que se lo preguntaran a él, que probablemente había nacido con una mano detrás y otra delante, y que ahora, además del inmenso todoterreno Lexus que se veía manchado de polvo a la entrada (polvo del camino de la finca, deduje), poseía todo aquel tinglado. La cara con que nos recibió en su despacho, sin dejar de reflejar alguna tensión (por la circunstancia que nos llevaba allí, me permití suponer), denotaba hasta qué punto estaba contento de sí mismo. Y eso que la camisa Polo Ralph Lauren que gastaba, y que a cualquier otro le habría dado aire pijo, a él, merced a su protuberante panza, le quedaba como si llevara un saco de estiércol.
– Hola, buenos días, les estaba esperando -nos escupió, casi sin darnos tiempo a presentarnos-. Ahí los tienen.
Tuve la patente sensación de que se me estaba escapando algo. Reaccioné con la prudencia aconsejable en esa tesitura:
– Perdone, ahí tenemos ¿los qué?
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