David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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Subió a la galería de la segunda planta y observó el aterrizaje del avión y el desembarco de los pasajeros. Un coche los esperaba para recogerlos. Descargaron las maletas y las introdujeron en el coche, que se alejó con los pasajeros tras salir por una pequeña abertura practicada en el seto bastante cercana a la casa de Faith. El piloto bajó del bimotor, comprobó varias cosas y volvió a subirse. Pocos minutos después la avioneta rodó hasta el otro extremo de la pista y dio media vuelta. El piloto aceleró y el aparato rugió por la pista en la misma dirección en que había aterrizado antes de elevarse en el aire con elegancia. Se dirigió hacia el mar, giró y no tardó en desaparecer en el horizonte.

Lee regresó al interior de la casa e intentó ver la televisión durante un rato, aunque estaba atento por si oía a Faith. Después de repasar unos mil canales, llegó a la conclusión de que no había nada que valiera la pena y se puso a jugar al solitario. Le gustaba tanto perder que echó doce partidas más, con el mismo resultado. Bajó a la sala de juegos y jugó un poco al billar. A la hora del almuerzo, preparó un sándwich de atún junto con un poco de sopa de carne y cebada y comió en la terraza que daba a la piscina. Observó que la misma avioneta volvía a aterrizar alrededor de la una. Descargó a los pasajeros y se elevó de nuevo. A Lee se le ocurrió llamar a la puerta del dormitorio de Faith para preguntarle si tenía hambre pero descartó la idea. Se dio un chapuzón en la piscina y luego se tumbó en el frío cemento para tomar el sol, que brillaba con intensidad. Se sentía culpable en todo momento por disfrutar de aquello.

Las horas transcurrieron, y cuando empezó a anochecer se planteó la posibilidad de preparar una buena cena. Esta vez iría a buscar a Faith y la instaría a que comiese. Se disponía a subir las escaleras cuando se abrió la puerta y apareció ella.

Lo primero en lo que se fijó fue en su atuendo: un vestido blanco de algodón, largo hasta la rodilla y ceñido, combinado con un suéter de algodón azul claro. Llevaba las piernas descubiertas y unas sandalias sencillas pero con mucho estilo. Iba bien peinada; un toque de maquillaje realzaba sus facciones, y los labios pintados de color rojo daban el toque final. Sostenía un pequeño bolso sin asas. El suéter le cubría los cardenales de las muñecas. Lee pensó que, probablemente, se lo había puesto por eso. Se sintió aliviado al notar que ya no cojeaba.

– ¿Piensas salir? -preguntó Lee.

– A cenar. Estoy muerta de hambre.

– Iba a preparar algo.

– Prefiero cenar fuera. Me está entrando claustrofobia.

– ¿Y adónde vas?

– Bueno, de hecho, pensaba que iríamos juntos.

Lee bajó la mirada hacia sus pantalones caquis descoloridos, las chanclas y el polo de manga corta.

– Voy un poco andrajoso comparado contigo.

– Vas bien. -Faith reparó en el arma enfundada-. De todos modos, yo dejaría la pistola.

Lee se fijó en el vestido.

– Faith, no sé si irás muy cómoda en la Honda con eso.

– El club de campo está a menos de un kilómetro calle arriba. Tiene un restaurante abierto al público. Podríamos ir andando. Creo que hará una noche estupenda.

Lee asintió, convencido de que lo mejor era salir, por una infinidad de razones.

– Parece buena idea. Enseguida estoy.

Subió corriendo las escaleras y dejó la pistola en un cajón de la habitación. Se lavó la cara, se humedeció un poco el cabello, tomó su chaqueta y se reunió con Faith, que estaba activando la alarma, en la puerta principal. Salieron de la casa y cruzaron el camino de acceso. Al llegar a la acera, que discurría paralela a la carretera principal, caminaron bajo un cielo cuyo color había pasado del azul al rosa con la puesta de sol. Las farolas se habían encendido en las zonas comunes y los aspersores se habían pues-to en marcha. El sonido del agua a presión relajaba a Lee. Observó que las luces conferían un ambiente especial al paseo. El lugar parecía despedir un brillo casi etéreo, como si se hallaran en el decorado perfectamente iluminado de una película.

Lee alzó la vista a tiempo de ver un bimotor preparándose para el aterrizaje. Negó con la cabeza.

– Me he llevado un susto de muerte la primera vez que he visto ese aparato esta mañana.

– Yo también me habría asustado, si no fuera porque vine aquí por primera vez en una de esas avionetas. Es el último vuelo del día. Ahora ya está demasiado oscuro.

Llegaron al restaurante, decorado con un inconfundible estilo náutico: un gran timón en la entrada principal, cascos de escafandra colgados de las paredes, redes de pescar suspendidas del techo, paredes recubiertas de pino nudoso, pasamanos y barandillas de cuerda y un acuario enorme lleno de castillos, flora y un extraño surtido de peces. Los camareros eran jóvenes, dinámicos e iban vestidos con el uniforme propio de la tripulación de un crucero. La que los atendió era especialmente vivaracha. Les preguntó qué deseaban beber. Lee optó por un té helado. Faith pidió vino con soda. Una vez que hubo tomado nota, la camarera procedió a recitarles los platos del día con un agradable aunque un tanto tembloroso tono de contralto. Cuando se marchó, Faith y Lee intercambiaron una mirada y no pudieron evitar reírse.

Mientras esperaban las bebidas, Faith echó un vistazo a la sala.

Lee le clavó la mirada.

– ¿Ves a alguien conocido?

– No. No salía mucho cuando venía aquí. Me daba miedo encontrarme con algún conocido.

– Tranquilízate. No te pareces a Faith Lockhart. -La examinó de arriba abajo-. Y debía haberlo dicho antes pero estás… bueno, estás muy guapa esta noche. Quiero decir que muy bien. -De repente pareció avergonzado-. No es que no estés bien siempre. Me refería a que… -Al notar que se le trababa la lengua, Lee se calló, se recostó en el asiento y leyó detenidamente la carta.

Faith lo miró, sintiéndose igual de incómoda que él, sin duda, pero con un atisbo de sonrisa en los labios.

– Gracias.

Pasaron allí dos agradables horas, hablando de temas intrascendentes, contándose cosas del pasado y conociéndose mejor el uno al otro. Como era temporada baja y día laborable, había pocos clientes. Terminaron de cenar, tomaron un café y compartieron una porción grande de pastel de coco. Pagaron en efectivo y dejaron una buena propina, que probablemente haría que su camarera se fuera cantando hasta su casa.

Faith y Lee regresaron caminando despacio, disfrutando del aire fresco de la noche y digiriendo la cena. Sin embargo, en vez de ir a la casa, Faith guió a Lee hasta la playa después de dejar el bolso junto a la puerta trasera de la casa. Se quitó las sandalias y prosiguieron su paseo por la arena. Había oscurecido por completo, soplaba una brisa ligera y refrescante y tenían toda la playa para sí.

Lee se volvió hacia ella.

– Salir ha sido buena idea -dijo-. Me lo he pasado muy bien.

– Puedes ser encantador cuando quieres.

Lee se mostró molesto por unos instantes hasta que se percató de que estaba bromeando.

– Supongo que salir juntos ha sido como empezar de nuevo.

– Eso también me ha pasado por la cabeza. -Faith se detuvo y se sentó en la playa, hundiendo los pies en la arena. Lee se quedó de pie, contemplando el océano-. ¿Qué hacemos ahora, Lee?

Se sentó junto a ella, se quitó los zapatos y dobló los dedos de los pies bajo la arena.

– Sería fantástico que pudiéramos quedarnos aquí, pero creo que no es posible.

– ¿Y adónde vamos? Ya no me quedan más casas.

– He estado pensando sobre el tema. Tengo buenos amigos en San Diego. Son investigadores privados como yo. Conocen a todo el mundo. Si hablo con ellos, estoy seguro de que nos ayudarán a cruzar la frontera de México.

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