David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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– Tengo que ver los extractos de vuestras cuentas bancarias. ¿Sabes dónde están?

– Bueno, Ken era quien se encargaba de las cuestiones económicas, pero supongo que están en su estudio. -Condujo a Reynolds por el pasillo y entraron en el estudio de Ken Newman.

– ¿Teníais tratos con más de un banco?

– No. Eso sí lo sé. Siempre recojo el correo. Sólo hay un banco. Y sólo tenemos una cuenta corriente, ninguna de ahorros. Ken decía que los intereses que pagaban eran una miseria. Los números se le daban muy bien. Tenemos algunas acciones rentables y los niños tienen sus cuentas para la universidad.

Mientras Anne buscaba los extractos, Reynolds paseó la mirada por la habitación. Había numerosas cajas de plástico duro de distintos colores apiladas en una estantería. Aunque en su primera visita se había fijado en las monedas empaquetadas en plástico transparente, no había reparado en aquellos receptáculos.

– ¿Qué hay en esas cajas?

Anne dirigió la vista hacia donde ella señalaba.

– Oh, son los cromos de béisbol de Ken. También hay monedas. Sabía mucho del tema. Incluso siguió un cursillo y aprendió a clasificar los cromos y las monedas. Casi cada fin de semana asistía a algún que otro evento. -Apuntó al techo-. Por eso hay un detector de incendios aquí. Ken tenía miedo de que estallara un incendio, sobre todo en este cuarto. Hay mucho papel y plástico. Ardería en cuestión de segundos.

– Me sorprende que tuviera tiempo para coleccionar.

– Bueno, lo encontraba. Era algo que le encantaba.

– ¿Tú o los niños lo acompañabais en alguna ocasión?

– No. Nunca nos lo pidió.

El tono de la respuesta hizo que Reynolds dejara de interrogarla al respecto.

– Odio preguntártelo, pero ¿tenía Ken un seguro de vida?

– Sí, uno bueno.

– Por lo menos no tendrás que preocuparte por eso. Ya sé que no sirve de consuelo, pero hay mucha gente que nunca piensa en esas cosas. Es evidente que Ken deseaba que no os faltara de nada si le ocurría algo. Los actos de amor a menudo expresan mejor los sentimientos que las palabras.

Reynolds era sincera aunque esa última afirmación había sonado tan increíblemente forzada que decidió no hablar más del tema.

Anne extrajo una libreta roja de poco menos de diez centímetros y se la pasó a Reynolds.

– Creo que esto es lo que estás buscando. Hay más en el cajón. Ésta es la última.

Reynolds observó el cuaderno. En la cubierta frontal había una etiqueta plastificada que indicaba que contenía los extractos de la cuenta corriente del año en curso. La abrió. Los extractos estaban bien etiquetados y ordenados cronológicamente por mes, empezando por el más reciente.

– Las facturas pagadas están en el otro cajón. Ken las tenía clasificadas por años.

¡Dios! Reynolds guardaba sus documentos bancarios sin ordenar en varios cajones del dormitorio e incluso del garaje. Cuando llegaba el momento de hacer la declaración de la renta, la casa de Reynolds se asemejaba a la peor pesadilla de un contable.

– Anne, sé que tienes visitas. Puedo revisar esto yo sola.

– Puedes llevártelo, si quieres.

– Si no te importa lo miraré aquí.

– De acuerdo. ¿Quieres algo de comer o de beber? Comida no nos falta, y acabo de poner la cafetera.

– De hecho, me tomaría un café con mucho gusto, gracias. Con un poco de leche y azúcar.

De repente, Anne pareció nerviosa.

– Todavía no me has dicho si has descubierto algo.

– Quiero estar absolutamente segura antes de hablar. No quiero equivocarme. -Cuando Reynolds miró a la pobre mujer, la invadió un enorme sentimiento de culpa. Sin saberlo, estaba ayudándola a empañar la reputación de su esposo-. ¿Cómo lo llevan los chicos? -preguntó Reynolds, esforzándose al máximo para reprimir la sensación de traición.

– Como lo llevaría cualquier chico, supongo. Tienen dieciséis y diecisiete años respectivamente, por lo que comprenden mejor las cosas que un niño de cinco años. Pero sigue siendo duro para ellos. Para todos nosotros. Si ahora no estoy llorando es porque creo que esta mañana he agotado las lágrimas. Los he mandado al instituto porque me ha parecido que no sería peor que estar aquí sentados viendo desfilar a un montón de personas que hablan de su padre.

– Seguro que has hecho bien.

– Intento llevarlo lo mejor posible. Siempre supe que esa posibilidad existía. Cielos, Ken Llevaba veinticuatro años en el cuerpo. La única vez que resultó herido al estar de servicio fue cuando se le pinchó un neumático y le dio un tirón en la espalda mientras lo cambiaba. -Anne esbozó una sonrisa al recordarlo-. Incluso había empezado a hablar de jubilarse, de mudarnos cuando los chicos estuvieran en la universidad. Su madre vive en Carolina del Sur. Está llegando a la edad en la que necesita tener cerca a alguien de la familia.

Anne parecía estar a punto de llorar de nuevo. Si lo hacía, Reynolds temía unirse a ella, habida cuenta de su estado anímico en esos momentos.

– ¿Tienes hijos? -le preguntó Anne.

– Un niño y una niña. De tres y seis años.

La mujer sonrió.

– Oh, todavía son pequeños.

– Dicen que cuanto más mayores, más duro es -repuso Reynolds.

– Bueno, digamos que la cosa se complica. Se pasa de los biberones, los primeros dientes y los pañales a las batallas por la ropa, los novios y el dinero. A los trece años de repente no soportan estar con mamá y papá. Esa etapa fue dura pero al final la superaron. Luego no dejas de preocuparte por el alcohol, los coches, el sexo y las drogas.

Reynolds le dedicó una leve sonrisa.

– Vaya, lo que me espera.

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en el FBI?

– Trece años. Me incorporé después de un año increíblemente aburrido como abogada de empresa.

– Es un trabajo peligroso.

Reynolds la miró a los ojos.

– Sí, sin duda puede llegar a serlo.

– ¿Estás casada? -preguntó Anne.

– Oficialmente sí, pero dentro de un par de meses dejaré de estarlo.

– Lo siento.

– Créeme, era lo mejor en todos los sentidos.

– ¿Te quedas con los niños?

– Por supuesto -respondió Reynolds.

– Eso está bien. Los niños tienen que estar con su madre; no me importa lo que diga la gente políticamente correcta.

– En mi caso, me lo cuestiono… Trabajo mucho, a veces hasta horas intempestivas. Pero lo único que sé es que el lugar de mis hijos está conmigo.

– ¿Dices que eres licenciada en Derecho?

– Si, estudié en Georgetown.

– Los abogados ganan mucho dinero. Y no corren ni por asomo tantos riesgos como los agentes del FBI.

– Supongo que no. -Por fin, Reynolds se percató de adónde quería llegar.

– Quizá debas plantearte cambiar de profesión -sugirió Anne-. Hay demasiados locos por ahí sueltos. Y demasiadas armas. Cuando Ken empezó a trabajar en el FBI, no había niños rondando por ahí con ametralladoras y disparando a la gente como si estuvieran en un maldito cómic.

Reynolds no tenía nada que decir al respecto. Permaneció de pie, sosteniendo la libreta junto a su pecho, pensando en sus hijos.

– Te traeré el café.

Anne cerró la puerta tras de sí y Reynolds se dejó caer en la silla más cercana. De repente, tuvo una visión en la que introducían su cuerpo en una bolsa negra mientras la pitonisa daba las malas noticias a sus desconsolados hijos. «Ya advertí a vuestra madre.» ¡Mierda! Desechó esos pensamientos y abrió la libreta. Anne volvió con el café y luego la dejó sola. Reynolds realizó progresos considerables. Lo que descubrió resultaba muy inquietante.

Durante por lo menos los tres últimos años, Ken Newman había efectuado ingresos, todos en metálico, en su cuenta corriente. Las cantidades eran pequeñas, cien dólares aquí, cincuenta allá, y las fechas de ingreso eran aleatorias. Tomó el registro que Sobel le había proporcionado y repasó los días en que Newman había visitado la caja de seguridad. Casi todos coincidían con las fechas de los ingresos en la cuenta corriente. Reynolds conjeturó que Ken abría la caja, introducía dinero nuevo en ella, tomaba parte del viejo y lo depositaba en la cuenta bancaria de la familia. También imaginó que habría ido a otra sucursal a efectuar los ingresos. Era improbable que, en la misma oficina, extrajera dinero de la caja de seguridad a nombre de Frank Andrews y lo ingresara en una cuenta a nombre de Ken Newman.

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