Se quitó de encima de ella y se dirigió al baño dando traspiés. En cuanto llegó al inodoro, la cerveza y la cena salieron mucho más deprisa de lo que habían entrado. Acto seguido, perdió el conocimiento sobre los caros azulejos italianos que revestían el baño.
El cosquilleo de la toalla fría contra la frente lo hizo volver en sí. Faith estaba detrás de él, sosteniéndolo contra el pecho. Llevaba una especie de camiseta de manga larga. Distinguió sus pantorrillas alargadas y musculosas y sus dedos de los pies finos y curvos. Lee notó que una toalla gruesa le rodeaba la cintura. Todavía estaba mareado y tenía frío, le castañeteaban los dientes. Ella lo ayudó a incorporarse y luego a ponerse en pie rodeándole la cintura con el brazo. Él llevaba unos calzoncillos. Debió de habérselos puesto ella pues él habría sido incapaz. Se sentía como si hubiese pasado dos días atado de pies y manos a un helicóptero en marcha. Volvieron juntos a la cama, ella le echó una mano para acostarse y lo tapó con la sábana y el edredón.
– Dormiré en la otra habitación -murmuró ella.
Lee no dijo nada y se negó a abrir los ojos una vez más. Oyó que Faith se dirigía a la puerta.
– Lo siento, Faith -dijo cuando ella estaba a punto de salir de la habitación. Tragó saliva; tenía la lengua hinchada como una maldita pelota.
Antes de que cerrara la puerta, la oyó hablar en voz baja. -No te lo creerás, Lee, pero yo lo siento más que tú.
Brooke Reynolds escrutó el interior del banco con la mirada. Acababan de abrir y no había más clientes. Si alguien la hubiera observado, quizá habría pensado que estaba reconociendo el terreno para un atraco futuro. Esa idea ocasionó que una extraña sonrisa se le dibujara en el rostro. Había preparado varias formas de presentarse, pero el joven sentado detrás de la mesa que, según la placa que tenía frente a él, era el director adjunto de la sucursal, se le adelantó.
Levantó la mirada al ver que se acercaba.
– ¿En qué puedo ayudarla? -Abrió los ojos más de lo normal cuando le mostró las credenciales del FBI y se sentó mucho más erguido, como si deseara demostrarle que tras esa apariencia juvenil se ocultaba una persona madura-. ¿Hay algún problema?
– Necesito su ayuda, señor Sobel -dijo Reynolds, llamándolo por el nombre de la placa de latón-. Para una investigación que lleva a cabo el FBI.
– Por supuesto, claro, la ayudaré en lo que sea -se ofreció él. Reynolds se sentó frente a él y habló en voz baja pero sin rodeos.
– Tengo la llave de una caja de seguridad de este banco. La conseguimos durante la investigación. Creemos que lo que hay en esa caja podría acarrear consecuencias graves. Así pues, tengo que abrirla.
– Entiendo. Bueno, eh…
– Tengo el extracto de cuenta, por si sirve de algo.
A los banqueros les encantaba el papeleo, y cuantos más números y estadísticas, mejor. Le pasó el documento.
Él examinó el extracto.
– ¿Le suena el nombre de Frank Andrews? -preguntó ella. -No -respondió él-. Pero sólo llevo una semana en esta oficina. Esta fusión bancaria nunca termina.
– No lo dudo; incluso el Gobierno está haciendo recortes.
– Espero que no les afecte a ustedes. Cada día se cometen más crímenes.
– Supongo que al trabajar en un banco se ven muchos. El joven pareció enorgullecerse y sorbió el café.
– Oh, podría contarle infinidad de historias.
– No lo dudo. ¿Hay algún modo de saber con qué frecuencia abría la caja el señor Andrews?
– Por supuesto. Ahora esa información la pasamos al ordenador. -Introdujo el número de cuenta en la computadora y esperó a que procesara los datos-. ¿Le apetece un café, agente Reynolds?
– No, gracias. ¿Qué dimensiones tiene la caja?
Él echó una mirada al extracto.
– A juzgar por la cuota mensual es una de lujo, el doble de ancha.
– Supongo que tiene mucha capacidad.
– Son muy espaciosas. -Se inclinó hacia adelante y susurró-: Seguro que este asunto está relacionado con las drogas, ¿no? Blanqueo de dinero, ¿es eso? He asistido a un cursillo sobre el tema.
– Lo siento, señor Sobel, la investigación está en curso y no puedo hacer ningún comentario. Estoy segura de que lo comprende.
El director adjunto se recostó de nuevo en el asiento. -Claro. Por supuesto. Todos tenemos normas… No se imagina los problemas con los que lidiamos en este lugar.
– No lo dudo. ¿Ha aparecido algo en el ordenador?
– Ah, sí. -Sobel examinó la pantalla-. De hecho ha estado por aquí bastante a menudo. Si quiere puedo imprimirle esta información.
– Me resultaría de gran ayuda.
Poco después, camino de la cámara acorazada, Sobel comenzó a ponerse nervioso.
– Me preguntaba si no debería pedir permiso primero. Me refiero a que estoy seguro de que no tendrán ningún inconveniente pero, aun así, son sumamente estrictos respecto del acceso a las cajas de seguridad.
– Lo entiendo, pero creí que el director adjunto de la oficina poseía suficiente autoridad. No pienso llevarme nada, sólo voy a examinar el contenido. Y según lo que encuentre, quizá haya que confiscar la caja. No es la primera vez que el FBI se ve obligado a hacer algo así. Asumo plena responsabilidad. No se preocupe.
Eso pareció tranquilizar al joven, que la guió hasta la cámara acorazada. Tomó la llave de Reynolds y la maestra y extrajo la gran caja.
– Disponemos de una habitación privada donde puede examinarla.
La acompañó a un pequeño recinto y Reynolds cerró la puerta. Tomó aire y notó que tenía las palmas de la mano sudadas. Aquella caja quizá contuviera algo capaz de hacer añicos la vida y quizá la carrera de varias personas. Levantó la tapa despacio. Lo que vio la hizo maldecir entre dientes.
El dinero estaba bien liado con gomas elásticas gruesas; eran billetes viejos. Hizo un recuento rápido. Decenas de miles. Bajó la tapa.
Cuando abrió la puerta encontró a Sobel esperándola fuera de la habitación. El joven introdujo de nuevo la caja en la cámara acorazada.
– Podría ver la firma en el registro de esta caja?
Él le enseñó el libro de firmas. Era la letra de Ken Newman; la conocía bien. Un agente del FBI asesinado y una caja llena de dinero registrada con un nombre falso. Necesitarían la ayuda de Dios.
– ¿Ha encontrado algo útil? -inquirió Sobel.
– Esta caja queda confiscada. Si aparece alguien que quiera abrirla debe llamar inmediatamente a estos números. -Le entregó su tarjeta.
– Es grave, ¿no? -De repente Sobel pareció alegrarse muy poco de haber sido destinado a aquella oficina.
– Le agradezco su ayuda, señor Sobel. Seguiremos en contacto.
Reynolds regresó a su coche y condujo lo más rápidamente posible hacia la casa de Anne Newman. La telefoneó desde el coche para cerciorarse de que estaba allí. Faltaban tres días para que se celebrase el funeral. Sería una ceremonia a lo grande, a la que asistirían altos cargos del FBI y de los cuerpos de policía de todo el país. El desfile de vehículos funerarios sería especialmente largo y pasaría entre columnas de agentes federales sombríos y respetuosos, así como hombres y mujeres de azul. El FBI enterraba a los agentes que morían en el cumplimiento del deber con el honor y la dignidad que se merecían.
– ¿Qué has descubierto, Brooke? -Anne Newman llevaba un vestido negro, un bonito peinado y se había maquillado ligeramente. Reynolds oyó voces procedentes de la cocina. Al llegar había visto dos coches aparcados frente a la casa. Probablemente se tratara de familiares o amigos que habían ido a darle el pésame. También reparó en las bandejas de comida que había sobre la mesa del comedor. Por irónico que resultara, parecía que la comida y las condolencias iban de la mano; por lo visto el dolor se digería mejor con el estómago lleno.
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