David Baldacci - A Cualquier Precio
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Faith estaba en la cocina sirviéndose una taza de café. Llevaba unos vaqueros, una camisa de manga corta e iba descalza. Cuando lo vio entrar, tomó otra taza y la llenó. Por unos instantes, aquel sencillo acto de compañerismo le resultó placentero, pero acto seguido su comportamiento de la noche anterior hizo que esa sensación se desvaneciera como un castillo de arena arrasado sin piedad por las olas.
– Pensaba que dormirías todo el día -dijo ella. Lee pensó que le hablaba con un tono excesivamente desenfadado aunque no lo miró al hablar.
Aquél podía considerarse el momento más embarazoso de toda su vida. ¿Qué se suponía que debía decir?: «0ye, siento lo de la agresión sexual de anoche.»
Se acercó a los quemadores toqueteando la taza, deseando hasta cierto punto que el gran nudo que se le había formado en la garganta acabara por ahogarlo.
A veces el mejor remedio después de hacer algo estúpido e inexcusable es correr hasta caer extenuado. -Echó un vistazo a los huevos-. Huelen bien.
– Nada comparado con la cena que preparaste anoche. Pero bueno, ya te dije que no soy una gran cocinera. A mí me va más lo de llamar al servicio de habitaciones. Aunque supongo que ya te habrás percatado de ello. -Cuando ella se acercó a los quemadores, Lee advirtió que cojeaba ligeramente. Tampoco pudo evitar reparar en los cardenales que tenía en las muñecas. Dejó la pistola sobre la encimera para no sucumbir a la tentación de pegarse un tiro.
– ¿Faith?
Ella continuó revolviendo los huevos en la sartén sin darse vuelta.
– Si quieres que me marche, me marcharé -dijo Lee. Mientras ella parecía pensárselo, él decidió contarle lo que había estado cavilando durante su carrera matutina-. Lo que ocurrió anoche, lo que te hice anoche, no tiene justificación. Nunca, nunca he hecho una cosa semejante en mi vida. Yo no soy así. No puedo culparte si no te lo crees, pero es la verdad.
De repente, ella se volvió hacia él con los ojos brillantes.
– Bueno, no voy a decir que no se me había pasado por la cabeza que ocurriera algo entre nosotros, aun a pesar de la pesadilla en que estamos metidos. Pero no pensé que sería así… -Se le quebró la voz y apartó la vista enseguida.
Lee bajó los ojos y asintió ligeramente porque las palabras de Faith le resultaban demoledoras por partida doble.
– Sabes -murmuró-, me enfrento a una especie de dilema. El instinto y la conciencia me dicen que salga de tu vida para que no tengas que recordar lo que sucedió anoche cada vez que me veas. Pero no quiero dejarte sola en esto. Sobre todo porque hay alguien que quiere matarte.
Ella apagó el quemador, repartió los huevos en dos platos, untó con mantequilla dos tostadas y lo dejó todo sobre la mesa. Lee no se movió. Se limitó a observarla mientras actuaba con lentitud, con la humedad de las lágrimas en las mejillas. Los cardenales de las muñecas eran para él como unos grilletes que le aprisionaban el alma.
Lee se sentó frente a ella y empezó a comerse los huevos.
– Podría haberte detenido anoche -afirmó Faith con rotundidad. Las lágrimas le resbalaban por el rostro pero no hizo ademán de enjugárselas.
Lee sintió que a él también se le humedecían los ojos. -Ojalá lo hubieras hecho.
– Estabas borracho. No digo que eso sirva de excusa, pero también sé que no lo habrías hecho si hubieras estado sobrio. Además no llegaste hasta el final. Prefiero creer que nunca caerías tan bajo. De hecho, si no estuviera absolutamente segura de ello, te habría pegado un tiro con tu pistola cuando perdiste el conocimiento. -Se calló y pareció buscar la combinación de palabras correcta-. Pero quizá lo que yo te he hecho sea mucho peor que lo que tú podrías haberme hecho anoche. -Apartó el plato y contempló por la ventana lo que parecía el principio de un hermoso día. Cuando volvió a hablar, empleó un tono nostálgico, ausente, a la vez que esperanzador y trágico-. Cuando era pequeña, tenía toda mi vida planificada. Iba a ser enfermera y luego médico. Me casaría y tendría diez hijos. La doctora Faith Lockhart salvaría vidas durante el día y luego regresaría a casa para estar junto a un hombre maravilloso que la amaría y sería la madre perfecta para sus hijos perfectos. Tras ir de aquí para allá durante todos aquellos años, lo único que quería era un hogar donde vivir el resto de mis días. Mis hijos siempre, siempre sabrían dónde encontrarme. Parecía tan sencillo, tan… alcanzable, cuando tenía ocho años. -Al final se secó los ojos con la servilleta de papel, como si acabara de darse cuenta de que tenía el rostro húmedo. Miró de nuevo a Lee-. Pero resulta que llevo esta vida. -Recorrió la agradable estancia con la vista-. De hecho no me puedo quejar. He ganado mucho dinero. ¿Por qué iba a quejarme? Éste es el sueño americano, ¿no? Dinero, poder, cosas bonitas… Incluso acabé haciendo el bien, en cierto modo, aunque fuera de forma ilegal. Pero luego lo estropeé todo. Como mi padre. Tienes razón, de tal palo tal astilla. -Volvió a callarse y se puso a juguetear con los cubiertos: formó un ángulo recto con el tenedor y el cuchillo de postre-. No quiero que te marches. -Acto seguido, se levantó, atravesó la cocina a toda prisa y subió las escaleras corriendo.
Lee oyó que daba un portazo tras entrar en su dormitorio.
Respiró a fondo, se puso en pie y se sorprendió al sentir las piernas tan gomosas. Sabía perfectamente que no era por la carrera. Se duchó, se cambió y regresó a la planta baja. La puerta de Faith seguía cerrada, y él no tenía la menor intención de interrumpir lo que estuviera haciendo, fuera lo que fuera. Puesto que estaba un poco más tranquilo, decidió dedicar una hora a la tarea mundana de limpiar la pistola a conciencia. El inconveniente de la sal y el agua residía en que estropeaban las armas y, de todos modos, las pistolas automáticas eran especialmente delicadas. Si la munición no era de la mejor calidad, seguro que el arma erraba el tiro y luego se encasquillaba. Un poco de arena y polvo podían provocar el mismo fallo. Además, las pistolas automáticas no se podían vaciar apretando el gatillo sin más y sacando un cilindro limpio, como se hace con un revólver. Antes de que uno acabase de cargar la pistola, ya lo habrían matado. Y teniendo en cuenta la suerte de Lee hasta el momento, ocurriría justo cuando necesitara que el arma disparara sin problemas. Sin embargo, una de las ventajas era que las balas Parabellum de 9 milímetros que disparaba la Smith amp; Wesson compacta resultaban de lo más eficaces. Derribaban todo cuanto alcanzaban. No obstante, Lee rezaba por no tener que utilizarla porque, con toda probabilidad, eso significaría que alguien dispararía contra él primero.
Rellenó de nuevo el cargador de quince municiones, lo introdujo en la empuñadura y colocó una bala en la recámara. Puso el seguro y enfundó la pistola. Pensó en ir con la Honda a la tienda a buscar el periódico pero decidió que carecía de la energía y las ganas para desempeñar incluso una tarea tan sencilla. Por otro lado, no le parecía bien dejar a Faith sola. Quería estar presente cuando ella bajara.
Fue a buscar un vaso de agua al fregadero, miró por la ventana y estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón. ¡Al otro lado de la calzada, sobre un alto muro de maleza espesa que se extendía hasta donde la vista alcanzaba, apareció de repente una avioneta! Entonces Lee recordó la pista de aterrizaje de la que Faith le había hablado. Estaba frente a la casa y quedaba protegida por ese seto.
Lee se dirigió rápidamente a la puerta principal para observar el aterrizaje pero cuando llegó al exterior, la avioneta ya había desaparecido. Entonces avistó la cola del avión por encima del muro de arbustos. Brilló ante él y continuó su trayectoria a toda velocidad.
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