Tess Gerritsen - El cirujano

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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisión de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La única clave de que dispone la policía es la doctora Catherine Cordell, víctima hace dos años de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior frío y elegante, y una bien ganada reputación como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada está a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisión, los detalles de la propia agonía de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persiguiéndola y acercarse cada vez más…

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Frost se veía cada vez más incómodo.

– En realidad no lo sé, doctora Cordell.

– ¿Fue Moore?

Hubo otra pausa.

– No.

– Entonces no es que él no quiera verme más.

– Estoy seguro de que no es ése el caso.

No sabía si le decía la verdad o sencillamente trataba de calmarla. Notó que dos detectives del gabinete cercano la observaban, y se ruborizó con un repentino furor. ¿Acaso todos menos ella sabían la verdad? ¿Era lástima lo que veía en sus ojos? A lo largo de toda la mañana había paladeado los recuerdos de la noche pasada. Había esperado el llamado de Moore, anhelando oír su voz y confirmar que él pensaba en ella. Pero no había llamado.

Y por la tarde le habían pasado el mensaje de Frost de que en el futuro debía dirigir a él sus inquietudes.

Todo lo que pudo hacer fue mantener la cabeza en alto y contener las lágrimas mientras preguntaba:

– ¿Hay alguna razón por la que no pueda hablar con él?

– Temo que no está en la ciudad en este momento. Se marchó esta tarde.

– Ya veo. -Entendió, sin que se lo aclarara, que eso era todo lo que podía revelarle. No preguntó a dónde había partido Moore ni tampoco cómo localizarlo. Ya se había expuesto lo suficiente al acercarse hasta allí, y ahora el orgullo la dominaba. En estos últimos dos años, la poderosa energía del orgullo había constituido su fuente principal de fortaleza. La había mantenido en marcha, día tras día, dispuesta a rechazar el manto de víctima. Los que la veían de afuera sólo encontraban una fría competencia y distanciamiento afectivo, porque eso era todo lo que se permitía demostrar.

«Sólo Moore me vio como realmente soy. Lastimada y vulnerable. Y éste es el resultado. Es por eso que no debo volver a ser débil».

Cuando se levantó para marcharse, su columna estaba rígida, y su mi-rada fija. Al salir de la oficina, pasó por el escritorio de Moore. Lo supo al ver la placa con su nombre. Se detuvo lo suficiente como para concentrarse en la fotografía que había allí, de una mujer sonriente, con el sol en su cabellera.

Salió dejando atrás el mundo de Moore, y volvió destrozada al suyo.

Dieciocho

Si Moore pensaba que el calor en Boston era insoportable, no estaba preparado para enfrentar Savannah. Salir del aeropuerto esa tarde fue como sumergirse en un baño caliente, y sintió que se movía a través de un líquido, con los miembros torpes mientras avanzaba hacia el estacionamiento de coches de alquiler, donde un aire acuoso flotaba sobre el pavimento. Para el momento en que se registró en el hotel su camisa estaba empapada de sudor. Se quitó la ropa, se acostó en la cama sólo para descansar unos pocos minutos y terminó por dormir toda la tarde.

Cuando despertó era de noche, y temblaba en la habitación demasiado fría. Se sentó en el borde de la cama con la cabeza embotada.

Sacó una camisa limpia de la valija, se vistió y abandonó el hotel.

Incluso por la noche el aire era como un vapor, pero manejó con la ventanilla abierta, aspirando los olores húmedos del sur. Aunque nunca antes había estado en Savannah, había oído hablar de sus encantos, de las bellas edificaciones antiguas y de los bancos de acero forjado y de Medianoche en el jardín del bien y del mal.

Pero esta noche no andaba en una recorrida de lugares turísticos. Se dirigía a un domicilio particular en el rincón norte de la ciudad. Era un barrio agradable de casas pequeñas pero arregladas, con galerías en el frente, jardines tapiados y árboles que desplegaban sus ramas. Encontró por fin la calle Ronda y se detuvo frente a la casa. Adentro las luces estaban encendidas, y pudo ver el resplandor azulado de un televisor.

Se preguntó quién viviría ahora allí, y si los actuales ocupantes conocerían la historia de esa casa. Cuando apagaban las luces por la noche, y se metían en la cama, ¿pensarían tal vez en lo que había sucedido en esa misma habitación? ¿Escucharían, acostados en la cama, los ecos de terror que todavía reverberaban en esas paredes?

Una silueta pasó por la ventana; una mujer, delgada y de pelo largo. Muy parecida a Catherine.

Ahora la veía a ella en su mente. El joven en la galería, golpeando la puerta principal. La puerta abriéndose, derramando una luz dorada en la oscuridad. Catherine de pie allí, rodeada por un halo de esa luz, invitando a pasar al colega que conocía del hospital, sin sospechar jamás los horrores que tenía preparados para ella.

«Y la segunda voz, el segundo hombre, ¿cuándo apareció?»

Moore se quedó allí por largo tiempo, estudiando la casa, observando las ventanas y los arbustos. Bajó del auto y caminó por la vereda, para recorrer los costados de la casa. La ligustrina era frondosa y densa, y no pudo ver a través de ella el patio de atrás. En la acera de enfrente se encendió la luz de una galería. Se volvió y vio a una fornida mujer parada en la ventana, mirándolo fijo. Se llevaba el auricular del teléfono a la oreja.

Volvió a su auto y se alejó. Había otra dirección que quería ver. Estaba cerca de la universidad estatal, un par de kilómetros al sur. Se preguntó cuántas veces Catherine habría hecho el mismo camino, y si esa pequeña pizzería a la izquierda, o aquella lavandería a la derecha eran lugares que frecuentaba. Dondequiera que mirase, le parecía ver su cara, y eso lo perturbaba. Significaba que les permitía a sus emociones mezclarse con la investigación, y a nadie beneficiaría con eso.

Llegó a la calle que estaba buscando. Tras unas pocas cuadras, se detuvo en lo que debería haber sido el domicilio. Lo que encontró fue simplemente un terreno baldío, lleno de malezas. Esperaba encontrar allí un edificio, perteneciente a la señora Stella Poole, una viuda de cincuenta y ocho años. Tres años atrás, la señora Poole había alquilado su apartamento del primer piso a un residente de cirugía llamado Andrew Capra, un joven tranquilo que siempre pagaba en fecha su alquiler.

Bajó de su auto y se detuvo en la acera por donde Andrew Capra seguramente había caminado. Paseó la vista a un lado y a otro de la calle del barrio de Andrew Capra. Estaba a unas pocas cuadras de la universidad estatal, y asumió que muchas de las casas de esa calle serían alquiladas a estudiantes; inquilinos a corto plazo que posiblemente desconocían la historia de su infame vecino.

El viento sacudió un aire espeso, y no le gustaron los olores que traía. Era el olor húmedo de la descomposición. Levantó la vista hacia un árbol frente al viejo patio de Andrew Capra, y vio un manojo de musgo que caía desde una rama. Sintió un escalofrío y pensó: «extraña planta», recordando una grotesca celebración de Halloween en su infancia en la que un vecino, creyendo que sería algo divertido asustar a los pequeños que pedían golosinas, ató una soga alrededor del cuello de un espantapájaros y lo colgó de un árbol. El padre de Moore se puso lívido cuando vio eso. Inmediatamente se abalanzó hacia la puerta del vecino e ignorando sus protestas cortó la soga y bajó al espantapájaros.

Moore sintió ahora el mismo impulso de trepar al árbol y arrancar ese musgo que se balanceaba.

En lugar de eso volvió a su auto y manejó de vuelta al hotel.

El detective Mark Singer colocó una caja de cartón sobre la mesa y se sacudió el polvo de las manos con un aplauso.

– Ésta es la última. Nos llevó todo el fin de semana ubicarlas, pero están todas aquí.

Moore consideró la docena de cajas de evidencia alineadas sobre ia mesa y dijo:

– Debería traer una bolsa de dormir y mudarme aquí.

Singer se rió.

– Seguramente, si es que espera estudiar cada pedazo de papel que hay dentro de esas cajas. Nada sale del edificio, ¿entendido? La fotocopiadora está al final del pasillo, sólo ingrese su nombre y el organismo donde trabaja. El baño está por allá. La mayor parte del tiempo encontrará roscas y café en el cuarto de la brigada. Si toma alguna rosca, el muchacho seguramente valorará que le deslice un par de monedas en el tarro. -Aunque se lo decía con una sonrisa, Moore entendió el mensaje subyacente en ese lento arrastrar sureño de palabras: «Tenemos nuestras reglas básicas, y hasta ustedes, los buenos muchachos de Boston, tienen que respetarlas».

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