Él mezcló dos martínis, y dieron unos sorbos mientras ella armaba una ensalada y colocaba unos bifes sobre la plancha. «Comida masculina», pensó divertida. Carne roja para el nuevo hombre en su vida. El acto de cocinar nunca le había parecido tan placentero como esta noche, con Moore sonriendo mientras le alcanzaba el salero y el pimentero, su cabeza zumbando con el alcohol. Tampoco podía recordar la última vez que la comida le había sabido tan buena. Era como si acabara de emerger de una botella sellada y experimentara la vibración de los sabores y olores por primera vez.
Comieron en la mesa de la cocina y tomaron vino. Su cocina, con los azulejos blancos y los aparadores blancos, de repente pareció iluminarse con nuevos colores. El rubí del vino, la crocante lechuga verde, las servilletas de tela azul cuadriculada. Y Moore sentado frente a ella. Alguna vez había pensado en él como alguien incoloro, como otro de los hombres sin rasgos que pasaban de largo por una calle de la ciudad, meros trazos de pincel sobre una tela plana. Sólo ahora lo veía en su totalidad, con la cálida aspereza de su piel, la red de arrugas risueñas alrededor de sus ojos. Todas las encantadoras imperfecciones de una cara bien curtida.
«Tenemos toda la noche», pensó, y la expectativa de lo que tenían por delante atrajo una sonrisa a sus labios. Se levantó y extendió una mano hacia él.
El doctor Zucker detuvo la cinta de video de la sesión del doctor Polochek y se volvió hacia Moore y Marquette.
– Puede ser un recuerdo falso. Cordell creó una segunda voz que no existe. Vean, ése es el problema con la hipnosis. La memoria es algo fluido. Puede ser alterada y reescrita para encajar con ciertas expectativas. Ella acudió a esa sesión creyendo que Capra tenía un socio. Y en el acto aparece ese recuerdo. Una segunda voz. Otro hombre en la casa. -Zucker sacudió la cabeza-. No es confiable.
– No es sólo su memoria la que sustenta la posibilidad de un segundo individuo -dijo Moore-. Nuestro sospechoso envió pelos que sólo pudieron haber sido recogidos en Savannah.
– Ella dice que el pelo fue recogido en Savannah -señaló Marquette.
– ¿Tú tampoco le crees?
– El teniente señala un punto válido -dijo Zucker-. Esta vez nos enfrentamos a una mujer emocionalmente frágil. Incluso a dos años del ataque, puede no estar del todo estable.
– Es una cirujana.
– Sí, y funciona bien en su lugar de trabajo. Pero está lastimada. Tú lo sabes. El ataque dejó su huella.
Moore se mantuvo en silencio, pensando en el primer día que conoció a Catherine. Lo preciso de sus movimientos, siempre controlados. Una persona distinta de la chica despreocupada que apareció durante la sesión de hipnosis, la joven Catherine calentándose al sol en la cabaña de sus abuelos. Y la noche anterior, esa gozosa y joven Catherine había resurgido entre sus brazos. Había estado allí todo el tiempo, atrapada en esa quebradiza cascara, esperando a que la liberaran.
– ¿Entonces qué hacemos con esta sesión de hipnosis? -preguntó Marquette.
– No digo que ella no lo crea -dijo Zucker-. Que no lo recuerde vividamente. Es como decirle a un niño que hay un elefante en el patio de atrás. Tras un rato, el chico lo cree con tanta intensidad que puede describir la trompa del elefante, los fardos de paja que come. El colmillo roto. La memoria se vuelve realidad. Aun si nunca sucedió.
– No podemos descartar totalmente ese recuerdo -dijo Moore-. Puedo creer que Cordell no sea confiable, pero es ella el centro de interés de nuestro asesino. Lo que comenzó Capra, sus acosos, sus asesinatos, no se ha detenido. La ha perseguido hasta aquí.
– ¿Un imitador? -dijo Marquette.
– O un socio -dijo Moore-. Hay antecedentes.
Zucker asintió.
– Las sociedades de asesinos no son para nada inusuales. Pensamos en los asesinos seriales como lobos solitarios, pero cerca de un cuarto de los asesinatos seriales se llevan a cabo entre socios. Henry Lee Lucas tenía uno. Kenneth Bianchi tenía el suyo. Eso les facilita mucho las cosas. El secuestro, el control. La cacería cooperativa; en suma, lo que asegura el éxito de la empresa.
– Los lobos cazan en manada -dijo Moore-. Tal vez Capra lo hizo así.
Marquette tomó el control remoto de la reproductora de video, apretó rebobinar, y luego reproducir. Sobre la pantalla de televisión, Catherine aparecía sentada con los ojos cerrados y los brazos colgando.
¿Quién dice esas palabras, Catherine? ¿Quién dice «es mi turno, Capra»?
No lo sé. No conozco su voz.
Marquette apretó pausa y la cara de Catherine quedó congelada sobre la pantalla. Miró a Moore.
– Hace más de dos años que fue atacada en Savannah. Si él era socio de Capra, ¿por qué esperó tanto para volver por ella? ¿Por qué está sucediendo ahora?
Moore asintió.
– Me pregunto lo mismo. Creo que sé la respuesta. -Abrió la carpeta que había llevado para la reunión y sacó una hoja arrancada del Boston Globe-. Esto apareció diecisiete días antes del asesinato de Elena Ortiz. Es un artículo acerca de mujeres cirujanas en Boston. Un tercio de él está dedicado a Cordell. A su éxito. A sus logros. Además hay una foto suya en colores. -Le alcanzó la hoja a Zucker.
– Esto es interesante -dijo Zucker-. ¿Qué es lo que ve cuando mira esta foto, detective Moore?
– Una mujer atractiva.
– ¿Y además de eso? ¿Qué le dicen su postura, su expresión?
– Me hablan de confianza. -Moore hizo una pausa-. Y de distancia.
– Eso es lo que yo también veo. Una mujer en la cima de su juego. Una mujer intocable. Los brazos cruzados, el mentón en alto. Fuera del alcance de la mayoría de los mortales.
– ¿Adónde quiere llegar con eso? -preguntó Marquette.
– Piensen en lo que produce eso en nuestro asesino. Mujeres dañadas, contaminadas por la violación. Mujeres simbólicamente destruidas. Y aquí aparece Catherine Cordell, la mujer que mató a su socio, Andrew Capra. Ella no parece lastimada. No se ve como una víctima. No, en esta foto aparece como una conquistadora. ¿Qué piensan que habrá sentido cuando vio esta foto? -Zucker miró a Moore.
– Enojo.
– No sólo enojo, detective. Furia desatada, descontrolada. Cuando dejó Savannah, la siguió hasta Boston, pero no puede acceder a su casa porque ella está protegida. De modo que se toma su tiempo, matando otros blancos. Probablemente se imagina a Cordell como una mujer traumada. Una criatura sobrehumana a la espera de ser cosechada como víctima. Entonces un día abre el diario, y se encuentra cara a cara no con la víctima, sino con esta puta conquistadora. -Zucker le devolvió el artículo a Moore-. Nuestro muchacho está tratando de bajarle los humos. Y utiliza el terror para eso.
– ¿Y cuál sería su meta final? -dijo Marquette.
– Reducirla a un nivel en el que pueda volver a manejarla. Sólo ataca a mujeres que actúan como víctimas. Mujeres que han sido tan humilladas y lastimadas que no le representan una amenaza. Y si de hecho Andrew Capra fue su socio, entonces nuestro asesino tiene una motivación más: venganza por lo que ella destruyó.
Marquette dijo:
– ¿Entonces a dónde vamos con esta teoría del socio oculto?
– Si Capra tenía un socio -dijo Moore-, entonces esto nos lleva de vuelta a Savannah. Aquí estamos con las manos vacías. Hasta ahora hemos realizado cerca de mil entrevistas, sin que apareciera ningún sospechoso viable. Creo que es momento de echar un vistazo a todos los que estuvieron asociados con Andrew Capra. Ver si alguno de esos nombres reaparece aquí en Boston. Frost ya está en el teléfono con el detective Singer, el que dirigió el caso en Savannah. Puede volar hasta allí y supervisar la evidencia.
– ¿Por qué Frost?
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