Tess Gerritsen - El cirujano

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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisión de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La única clave de que dispone la policía es la doctora Catherine Cordell, víctima hace dos años de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior frío y elegante, y una bien ganada reputación como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada está a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisión, los detalles de la propia agonía de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persiguiéndola y acercarse cada vez más…

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– El ADN lo asociaba con Nina Peyton. Hace dos meses la atacó sexualmente. Pero no tenemos evidencias que lo conecten con Elena Ortiz o con Diana Sterling. Nada que lo relacione con las vidas de estas mujeres.

– O con la mía.

– ¿Estás segura de no haberlo visto antes?

– De lo único que estoy segura es de no recordarlo.

El sol había calentado el auto a temperatura de horno, y se quedaron con las puertas abiertas, esperando que el interior se templara. Mirando a Moore por sobre el techo del auto, ella notó lo cansado que estaba. Su camisa ya tenía manchones de sudor. Una buena manera de pasar su tarde de sábado, llevando en auto a un testigo a la morgue. En muchos sentidos, los policías y los médicos llevaban vidas similares. Trabajaban largas horas, en empleos en los que no existía el silbato de las cinco de la tarde. Veían a la humanidad en sus horas más oscuras y dolorosas. Presenciaban pesadillas, y aprendían a vivir con esas imágenes.

«¿Y qué imágenes tendrá él?, -se preguntó mientras la llevaba a su casa-. ¿Cuántas caras de víctimas, cuántas escenas de asesinatos estarán almacenadas como fotografías en su cabeza?» Ella era tan sólo un elemento de su caso, y se preguntaba por todas las otras mujeres, vivas o muertas, que habrían llamado su atención.

Detuvo el auto frente a su edificio y apagó el motor. Ella levantó la vista hasta la ventana de su apartamento y pareció reacia a salir del vehículo. A abandonar su compañía. Habían pasado tanto tiempo juntos en los últimos días que se había acostumbrado a apoyarse en su fortaleza y en su bondad. De haberse conocido en circunstancias más felices, tan sólo su aspecto atractivo le hubiera resultado llamativo. Ahora lo que más le importaba no era su atractivo, ni siquiera su inteligencia, sino lo que había en su corazón. Era un hombre en quien podía confiar.

Consideró sus próximas palabras, y hacia dónde podían dirigirla esas palabras. Y decidió que no le importaban un comino las consecuencias.

Dócilmente preguntó:

– ¿Quieres pasar a tomar un trago?

Él no contestó de inmediato, y ella sintió que su cara enrojecía mientras su silencio asumía una significación intolerable. Él luchaba por tomar una decisión; él también entendía lo que estaba sucediendo entre ellos dos, y no sabía bien qué hacer al respecto. Cuando finalmente la miró y dijo «Sí, quisiera pasar», ambos sabían que era algo más que un trago lo que tenían en mente.

Caminaron hasta la puerta de la recepción y él pasó su brazo alrededor de Catherine. Esa mano apoyada casualmente sobre su hombro era algo más que un gesto de protección, pero el calor de su tacto, y la respuesta de ella a éste, la hicieron confundirse al pulsar la clave de seguridad. La anticipación la volvía lenta y torpe. Escaleras arriba, destrabó las cerraduras de la puerta de su departamento con manos temblorosas, y finalmente entraron en la deliciosa atmósfera templada de su casa. Moore sólo se detuvo lo suficiente para cerrar la puerta y girar los cerrojos.

Y luego la tomó en sus brazos.

Había pasado mucho tiempo desde que ella se dejara abrazar. Alguna vez la sola idea de las manos de un hombre sobre su cuerpo la había llenado de pánico. Pero en el abrazo de Moore, el pánico era lo último que se le podía cruzar por la cabeza. Respondió a sus besos con una necesidad que los sorprendió a ambos. Privada de amor por tanto tiempo, había perdido todo sentido de ansia. Únicamente ahora, mientras cada parte de sí volvía a la vida, recordó cómo se sentía el deseo, y sus labios buscaron los de él con la avidez de una mujer hambrienta. Fue ella quien lo arrastró por el pasillo hacia el dormitorio, besándolo por el camino. Fue ella quien le desabrochó la camisa y la hebilla del cinturón. Él supo, supo de alguna manera que no podía ser un agresor que la asustara. Que para esto, para su primera vez, ella debía dirigir los movimientos. Pero no pudo disimular su erección, y ella la sintió mientras bajaba el cierre, mientras sus pantalones caían al piso.

Él dirigió sus manos hacia los botones de su blusa y se detuvo, buscando su mirada. La forma en que lo miró, el sonido de su respiración agitada, no le dejaron dudas de que era esto lo que ella quería. La blusa se abrió lentamente, y se deslizó sobre sus hombros. El corpiño cayó al piso en un susurro. Lo hizo con la mayor delicadeza, no arrancándole sus defensas, sino como una liberación bienvenida. Una liberación. Ella cerró los ojos y suspiró de placer mientras él se inclinaba para besarle el pecho. No era un ataque, sino un acto de adoración.

Y así, por primera vez en dos años, Catherine permitió que un hombre le hiciera el amor. No hubo pensamientos sobre Andrew Capra mientras ella y Moore yacían juntos en la cama. No hubo ramalazos de pánico ni los temibles recuerdos retornaron mientras se quitaban lo que les quedaba de ropa, mientras el peso de él la apretaba contra el colchón. Lo que otro hombre le había hecho era un acto tan brutal que no podía conectarse con este momento ni con este cuerpo que la habitaba. La violencia no es sexo, y el sexo no es amor. Amor era lo que ella sentía ahora mientras Moore penetraba en ella, sosteniendo su cara entre las manos, mirándola a los ojos. Había olvidado el placer que puede ofrecer un hombre, y se perdió en el instante, experimentando un gozo tal que le hizo pensar que lo hacía por primera vez.

Estaba oscuro cuando ella despertó en sus brazos. Lo sintió moverse, y lo escuchó preguntarle:

– ¿Qué hora es?

– Ocho y cuarto.

– ¡Dios! -Lanzó una risa de asombro y giró sobre su espalda-. No puedo creer que hayamos dormido toda la tarde. Supongo que me puse al día con el sueño.

– No has estado durmiendo demasiado, por otra parte.

– ¿Quién necesita dormir?

– Hablas como un médico.

– Algo que tenemos en común -dijo, y su mano recorrió lentamente su cuerpo-. Ambos hemos estado privados por mucho tiempo…

Se quedaron inmóviles por un momento. Luego él preguntó en voz baja:

– ¿Cómo estuvo?

– ¿Quieres saber lo buen amante que eres?

– No. Quiero saber cómo te resultó a ti. El hecho de que te tocara.

Ella sonrió.

– Fue bueno.

– ¿No hice nada malo? ¿Te asusté?

– Me has hecho sentir segura. Eso es lo que más necesito. Sentirme segura. Creo que eres el único hombre que ha logrado entender eso. El único hombre en el que siento que puedo confiar.

– Algunos hombres son confiables.

– Sí, pero, ¿quiénes? Nunca lo sé.

– Nunca lo sabes hasta que se presenta la ocasión. Será el que aparezca ante tus narices.

– Entonces creo que nunca lo encontraré. He escuchado decir a otras mujeres que apenas le dices a un hombre lo que te pasó, apenas utilizas la palabra violación, los hombres se alejan. Como si fuésemos productos fallados. Los hombres no quieren oír hablar de eso. Prefieren el silencio a la confesión. Pero el silencio se extiende. Lo abarca todo, hasta que no puedes hablar de nada. Todo en la vida se convierte en un tema tabú.

– Nadie puede vivir de esa manera.

– Es la única forma en que las demás personas pueden tolerar estar cerca de nosotras. Si mantenemos el silencio. Pero incluso aunque no hable de ello, está allí.

Él la besó, y ese acto sencillo fue más íntimo que cualquier acto de amor, porque llegaba tras la confesión.

– ¿Te quedarás conmigo esta noche? -susurró.

Sintió su aliento cálido sobre su pelo.

– Si me dejas invitarte a cenar.

– Oh, me olvidé por completo de la comida.

– Es la diferencia entre hombre y mujer. Un hombre nunca se olvida de comer.

Sonriendo, ella se sentó.

– Tú prepara los tragos, entonces. Yo te alimentaré.

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