Tess Gerritsen - El cirujano

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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisión de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La única clave de que dispone la policía es la doctora Catherine Cordell, víctima hace dos años de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior frío y elegante, y una bien ganada reputación como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada está a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisión, los detalles de la propia agonía de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persiguiéndola y acercarse cada vez más…

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– No pienso mentir por otro policía. Aunque se trate de un amigo.

– Tratemos de recordar quiénes son aquí los chicos malos. No somos nosotros.

– Si comenzamos a mentir, ¿cómo trazamos la línea entre ellos y nosotros? ¿Dónde termina?

Ella se quitó la bolsa de hielo de la cara y señaló su mejilla. Uno de sus ojos estaba cerrado por la hinchazón y toda la parte izquierda de su cara crecía como un globo lívido. La apariencia brutal de su herida lo impactó.

– Esto es lo que me hizo Pacheco. No precisamente una palmadita amistosa, ¿no? Tú hablas de ellos y nosotros. ¿De qué lado estaba él ? Le hice un favor al mundo al borrarlo del mapa. Nadie va a echar de menos al Cirujano.

– Karl Pacheco no era el Cirujano. Le disparaste al hombre equivocado.

Ella lo miró fijo, con su cara como un espeluznante Picasso medio grotesco, medio normal.

– ¡Tenemos una concordancia de ADN! Fue él quien…

– Quien violó a Nina Peyton, sí. Nada en él concuerda con el Cirujano.

Arrojó el informe de Pelos y Fibras sobre su escritorio.

– ¿Qué es esto?

– El análisis microscópico del pelo de la cabeza de Pacheco. Distinto color, distinto rizado, distinta densidad de cutícula en relación con el cabello encontrado en el borde de la herida de Elena Ortiz. No hay evidencia de pelo con formación en bambú.

Ella permaneció inmóvil, mirando el informe del laboratorio.

– No entiendo.

– Pacheco violó a Nina Peyton. Eso es todo lo que podemos decir con alguna certeza.

– Tanto Sterling como Ortiz fueron violadas…

– No podemos probar que Pacheco lo hizo. Ahora que está muerto, no lo sabremos nunca.

Ella volvió a mirarlo, y el lado sano de su cara se tensó de rabia.

– Tiene que haber sido él. Toma tres mujeres al azar en esta ciudad, ¿y cuáles son las probabilidades de que todas ellas hayan sido violadas? Eso es lo que el Cirujano se ingenió para hacer. Les dio a tres de tres. Si no es él el que las viola, ¿cómo sabe entonces a quién elegir, a quién masacrar? Si no era Pacheco, entonces es un amigo, un socio. Algún maldito buitre que se alimenta de la carroña que Pacheco deja a su paso. -Le devolvió bruscamente el informe-. Tal vez no le disparé al Cirujano. Pero el hombre al que le disparé era escoria. Todos parecen olvidar ese hecho. Pacheco era escoria. ¿No merezco una medalla? -Se levantó y golpeó violentamente la silla contra el escritorio-. Tareas administrativas. Marquette me convirtió en una secretaria ejecutiva de mierda. Muchas gracias.

La miró alejarse en silencio, y no pudo pensar en nada que decirle, nada que pudiera reparar la brecha que se abría entre ambos.

Se dirigió a su propia oficina y se hundió en la silla.

«Soy un dinosaurio, -pensó-, que se mueve pesadamente en un mundo donde los que dicen la verdad son despreciados».

Ahora no podía pensar en Rizzoli. El caso contra Pacheco se había desintegrado, y estaban de vuelta en cero, a la caza de un asesino sin nombre.

Tres mujeres violadas. Seguía volviendo a lo mismo. ¿Cómo hacía el Cirujano para encontrarlas? Sólo Nina Peyton había denunciado su violación a la policía. Elena Ortiz y Diana Sterling no lo hicieron. El suyo era un trauma privado, conocido sólo por los violadores, sus víctimas y los médicos profesionales que las habían tratado. Pero las tres mujeres habían buscado asistencia médica en lugares distintos: Sterling en el consultorio de una ginecóloga en Back Bay. Ortiz en la sala de emergencias del Centro Médico Pilgrim. Nina Peyton en la clínica para mujeres de Forest Hills. No había yuxtaposición de personal ni médicos o enfermeras o recepcionistas que hubieran podido estar en contacto con más de una de esas mujeres.

De algún modo el Cirujano sabía que esas mujeres habían sido dañadas, y le atraía su pánico. Los asesinos sexuales eligen a su presa entre los miembros más vulnerables de la sociedad. Buscan mujeres que puedan controlar, mujeres que puedan degradar, mujeres que no los amenacen. ¿Y quién es más frágil que una mujer que ha sido violada?

Mientras salía, se detuvo para mirar en la pared las fotos de Sterling, Ortiz y Peyton clavadas en ella. Tres mujeres. Tres violaciones.

«Y una cuarta». Catherine había sido violada en Savannah.

Parpadeó cuando la imagen de su cara repentinamente cruzó por su mente, una imagen que no podía evitar añadir a la galería de víctimas en la pared.

«De algún modo, todo se remonta a lo que sucedió esa noche en Savannah. Todo se remonta a Andrew Capra».

Dieciséis

En el corazón de Ciudad de México la sangre humana corrió alguna vez en forma de río. Bajo la fundación de la moderna metrópolis yacen las ruinas del Templo Mayor, el gran sitio azteca que dominaba la antigua Tenochtitlán. Aquí, cientos de miles de desafortunadas víctimas eran sacrificadas a los dioses.

El día que caminé por los parajes de aquel templo, sentí algo de diversión ante el hecho de que cerca se erigiera una catedral, donde los católicos prenden velas y susurran plegarias a un Dios piadoso que está en el cielo. Se arrodillan cerca del lugar mismo donde alguna vez hubo piedras resbaladizas de sangre. Lo visité un domingo, sin saber que los domingos la entrada es gratis, y que el museo del Templo Mayor hormigueaba de niños sus voces produciendo un eco claro en los corredores. No me interesan los niños, ni la agitación y el desorden que producen; si vuelvo allí, recordaré evitar los museos en domingo.

Pero era mi último día en la ciudad, de modo que me adapté a esos irritantes ruidos. Quería ver la excavación, y quería recorrer el Pabellón Dos. El Pabellón de los Rituales y Sacrificios.

Los aztecas creían que la muerte era necesaria para la vida. Para mantener la sagrada energía del mundo, para mantener las catástrofes a distancia y asegurar que el sol continuase saliendo, los dioses debían alimentarse con corazones humanos. Parado en el Pabellón de los Rituales vi, en una vitrina de vidrio, el cuchillo de sacrificio que se había enterrado en la carne. Tenía un nombre: Tecpatl Ixcuahua. El Cuchillo de la Frente Ancha. La hoja estaba hecha de obsidiana, y la empuñadura tenía la forma de un hombre arrodillado.

¿Cómo hace uno para andar por ahí cortando corazones humanos equipado únicamente con un cuchillo de piedra?, me pregunté.

Esa pregunta me consumía mientras caminaba más tarde, esa noche, por la Alameda Central, ignorante de los harapientos callejeros que formaban fila detrás de mí, mendigando monedas. Tras unos momentos advirtieron que no podían seducirme los ojos castaños ni las sonrisas llenas de dientes, y me dejaron solo. Finalmente me fue concedida cierta medida de paz, si tal cosa es posible en la cacofonía de Ciudad de México. Encontré una confitería, me senté en una mesa en la acera sorbiendo un café fuerte, y era el único cliente que había elegido sentarse afuera con el calor. Busco desesperadamente el calor; alivia mi piel quebradiza. Lo busco en la misma forma en que un reptil busca una piedra caliente. Y así, ese día bochornoso, tomé mi café y consideré el pecho humano, preguntándome desconcertado cómo aproximarme mejor al tesoro palpitante que yace dentro.

El ritual propiciatorio de los aztecas fue descrito como rápido, con un mínimo de tortura, y esto plantea un dilema. Sé que es un trabajo duro romper el esternón y separar el hueso que protege al corazón como un escudo. Los cirujanos cardíacos realizan una incisión vertical bajando hasta el centro del pecho, y separan el esternón en dos con un serrucho. Tienen asistentes que los ayudan a abrir las dos mitades óseas, y utilizan una variedad de sofisticados instrumentos para ensanchar el campo, cada herramienta diseñada en reverberante acero inoxidable.

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