Tess Gerritsen - El cirujano

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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisión de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La única clave de que dispone la policía es la doctora Catherine Cordell, víctima hace dos años de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior frío y elegante, y una bien ganada reputación como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada está a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisión, los detalles de la propia agonía de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persiguiéndola y acercarse cada vez más…

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Ahora la lente volvía meciéndose a la casa y se acercaba a la puerta principal con los consabidos saltos de las cámaras manuales. Una vez dentro, el detective Pataki recorría brevemente el primer piso, donde vivía la propietaria, la señora Poole. Moore entrevió unas alfombras descoloridas, muebles oscuros, un cenicero rebasado de colillas. El hábito fatal de una futura criatura chamuscada. La cámara avanzó por unas escaleras estrechas, y a través de una puerta con una enorme cerradura que daba al departamento de Andrew Capra.

Moore sentía claustrofobia con sólo mirar. El segundo piso había sido dividido en dos cuartos chicos, y quienquiera que hubiese hecho ese arreglo debía de tener un acuerdo especial con la fábrica de paneles de madera. Todas y cada una de las paredes estaban cubiertas con paneles oscuros. La cámara avanzaba por un pasillo tan estrecho que ésta parecía abrirse paso dificultosamente a través de un túnel.

– Dormitorio a la derecha -dijo Pataki a la cámara, adelantando la lente por la puerta para captar una breve imagen de dos camas de una plaza prolijamente tendidas, una mesa de luz y una cómoda. Todo los muebles que cabían en esa borrosa cueva.

– Vamos hacia la parte de atrás de la sala -dijo Pataki mientras la cámara saltaba una vez más hacia el túnel. Emergió a un cuarto más amplio donde circulaban otras personas con aspecto sombrío. Moore divisó a Singer junto a un armario. Allí estaba la acción.

La cámara enfocó a Singer.

– Esta puerta estaba cerrada con candado -dijo Singer, apuntando al candado roto-. Tuvimos que hacer saltar las bisagras. Adentro encontramos esto. -Abrió la puerta del armario, y tiró de la cadenita de la luz.

La cámara se desenfocó por unos instantes, y luego volvió a ajustarse abruptamente, de modo que la imagen volvía a llenar la pantalla con sorprendente nitidez. Era una foto en blanco y negro de la cara de una mujer, los ojos muy abiertos y sin vida, el cuello cortado tan profundamente que el cartílago traqueal quedaba al descubierto.

– Creo que es Dora Ciccone -dijo Singer-. Está bien, ahora enfoca esto.

La cámara se movió a la derecha. Otra fotografía, otra mujer.

– Éstas parecen ser fotografías tomadas post mórtem a cada una de las cuatro víctimas. Creo que estamos viendo las imágenes de la muerte de Dora Ciccone, Lisa Fox, Ruth Voorhees y Jennifer Torregrossa.

Era la galería de fotos privada de Andrew Capra. Un retiro en el que podía revivir el placer de sus matanzas. Lo que Moore encontraba más perturbador que las imágenes mismas eran los espacios blancos que quedaban libres en la pared, y el pequeño paquete de tachuelas que descansaba sobre el estante. Había espacio de sobra para más cosas.

La cámara saltó de forma mareante fuera del armario, y volvió nuevamente al cuarto más grande. Pataki recorría lentamente el lugar, capturando con la cámara un sillón, un televisor, un escritorio y un teléfono. Estantes llenos de libros de medicina. La cámara continuaba su recorrida hasta llegar al lugar de la cocina. Enfocó la heladera. Moore se adelantó, con la garganta repentinamente seca. Ya sabía lo que contenía la heladera, pero de todos modos advirtió cómo se aceleraba su pulso, y el estómago se le revolvió de pánico mientras veía a Singer caminar hasta la heladera. Singer se detuvo y miró a la cámara.

– Esto es lo que encontré adentro -dijo, y abrió la puerta.

Diecinueve

Dio una vuelta alrededor de la manzana, y esta vez apenas notó el calor; tantos escalofríos le habían producido las imágenes de la cinta. Se sintió aliviado por el solo hecho de salir de la sala de conferencias, ahora íntimamente asociada con el horror. Savannah misma, con su aire almibarado y su suave luz verde, lo hacían sentir inquieto. La ciudad de Boston tenía ángulos agudos y voces irritantes, donde cada edificio, cada rostro con el entrecejo fruncido aparecía nítida y ásperamente en foco. En Boston sabías que estabas vivo sólo por estar tan irritado. Aquí, nada parecía enfocado. Veía a Savannah como a través de una gasa, una ciudad de sonrisas amables y voces adormiladas, y se preguntó cuál era la oscuridad que yacía oculta a la vista.

Cuando regresó al cuarto de la brigada, encontró a Singer escribiendo en una computadora portátil.

– Espéreme un minuto -dijo Singer mientras apretaba el botón del control ortográfico. Que Dios no permitiera ninguna palabra mal escrita en sus informes. Satisfecho, miró a Moore-. ¿Sí?

– ¿Encontró la libreta de direcciones de Capra alguna vez?

– ¿Qué libreta de direcciones?

– La mayoría de las personas tienen una agenda cerca del teléfono. Yo no vi ninguna en el video de su departamento, y tampoco la encontré en la lista de bienes que hizo usted

– Está hablando de dos años atrás. Si no estaba en nuestra lista, entonces na tenía ninguna.

– O fue sustraída de su departamento antes de que usted llegara allí.

– ¿Qué intenta averiguar? Pensé que había venido a estudiar la técnica de Capra, no a resolver el caso de nuevo.

– Me interesan los amigos de Capra. Todo el que lo conociera bien.

– Diablos, nadie lo conocía. Entrevistamos a los médicos y las enfermeras con quienes trabajaba. A la propietaria de su departamento, a los vecinos. Me fui manejando hasta Atlanta para hablar con su tía. Su único pariente vivo.

– Sí, leí las entrevistas.

– Entonces sabrá que los engañó a todos. Sigo escuchando los mismos comentarios: «¡Qué médico tan compasivo! Un muchacho tan educado». -Singer lanzó un bufido.

– No tenían idea de quién era Capra en realidad.

Singer giró nuevamente hacia su computadora portátil.

– Diablos, nadie llega a saber nunca quiénes son los monstruos.

Era el momento de ver la última cinta. Moore la había cortado justo en el final, porque no se había sentido preparado para enfrentarse con las imágenes. Se las había arreglado para observar las primeras con distanciamiento, tomando notas y estudiando los dormitorios de Lisa Fox, Jennifer Torregrossa y Ruth Voorhees. Había visto, una y otra vez, el patrón de manchas de sangre, los nudos de la cuerda de nailon alrededor de las muñecas de las víctimas, el barniz de la muerte en sus ojos. Podía mirar las cintas con un mínimo de emoción porque no conocía a estas mujeres, no tenía el eco de sus voces en la memoria. Estaba concentrado no en las víctimas, sino en la malévola presencia que había pasado por sus habitaciones. Sacó la cinta de la escena del crimen de Voorhees y la dejó sobre la mesa. De mala gana tomó la cinta que quedaba. En la etiqueta se leía la fecha, el número de caso, y las palabras: Casa de Catherine Cordell.

Pensó en pasarla de largo y esperar a la mañana siguiente, cuando estuviera más descansado. Eran ahora las nueve de la noche, y había estado en ese cuarto todo el día. Sostuvo la cinta, sopesando qué hacer.

Pasó un momento hasta que advirtió que Singer estaba de pie en el umbral, observándolo.

– Caramba, todavía aquí -dijo Singer.

– Tengo mucho que ver todavía.

– ¿Ya vio todas las cintas?

– Todas excepto ésta.

Singer echó una mirada a la etiqueta.

– Cordell.

– Sí.

– Adelante, véala. Tal vez yo pueda completar algunos detalles.

Moore la insertó en la ranura y apretó reproducir.

Se veía el frente de la casa de Catherine. Era de noche. La luz de la galería estaba encendida, y otro tanto las luces de adentro. En el audio escuchó al camarógrafo dar la fecha y la hora -dos de la mañana- y su nombre. Una vez más se trataba de Spiro Pataki, que por lo visto parecía ser el camarógrafo favorito de todos. Moore escuchó mucho ruido de fondo, voces y el aullido declinante de una sirena. Pataki llevó a cabo su recorrido habitual del lugar, y Moore vio una lúgubre reunión de vecinos curiosos que miraban la escena del crimen, sus rostros iluminados por las luces de varios patrulleros de policía estacionados en la calle. Esto lo sorprendió, considerando la hora de la noche en que había sido filmado. Debe de haber representado una considerable molestia despertar a tantos vecinos. Pataki se volvió hacia la casa y se acercó a la puerta principal.

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