«Su sociedad comenzó con el primer asesinato. En Atlanta».
Peter Falco tenía sangre hasta los codos. Levantó la vista de la mesa mientras Catherine entraba precipitadamente en la sala de traumatismos. Al margen de las tensiones que se habían generado entre ellos, y a pesar de la incomodidad que sentía en presencia de Peter, todo recelo quedó de lado en forma instantánea. Acababan de asumir su papel de profesionales trabajando en equipo durante el fragor de la batalla.
– ¡Está entrando uno más! -dijo Peter-. Ya van cuatro. Todavía lo están atendiendo en la ambulancia.
La sangre brotó de la incisión. Él tomó unas pinzas de la bandeja y las encajó dentro del abdomen abierto.
– Te asistiré -dijo Catherine, y rompió el sello plástico de una caja de gasa esterilizada.
– No, puedo manejar esto. Kimball te necesita en la sala dos.
Como para subrayar su enunciado, el lamento de una ambulancia se impuso sobre el bullicio de la sala.
– Ése es tuyo -dijo Falco-. Que te diviertas.
Catherine corrió hacia el estacionamiento de las ambulancias. El doctor Kimball y dos enfermeras ya esperaban fuera mientras el vehículo retrocedía con un sonido de aviso. Antes incluso de que Kimball abriera bruscamente la puerta de la ambulancia pudieron escuchar los gritos de un paciente.
Era un hombre joven, con un mapa de tatuajes dibujados en sus brazos y hombros. Lanzaba patadas y maldiciones mientras el equipo bajaba la camilla. Catherine echó una ojeada a la sábana empapada en sangre que cubría sus extremidades inferiores, y supo por qué estaba gritando.
– Le dimos una tonelada de morfina en la escena -dijo el paramédico mientras lo llevaban a Traumatismo Dos-. ¡Es como si no le hubiera hecho nada!
– ¿Cuánto? -dijo Catherine.
– Cuarenta, cuarenta y cinco miligramos por vía endovenosa. Nos detuvimos cuando su presión sanguínea comenzó a bajar de golpe.
– ¡Voy a traspasarlo! -dijo una enfermera-. ¡Uno, dos, tres!
– ¡Por todos los demonios! ¡Eso duele!
– Lo sé, cariño, lo sé.
– ¡No sabes una mierda!
– Te sentirás mejor en un minuto. ¿Cómo te llamas, hijo?
– Rick… Oh, Dios, mi pierna…
– ¿Rick qué?
– ¡Roland!
– ¿Eres alérgico a algo, Rick?
– ¿Qué les pasa a todos ustedes, hijos de puta?
– ¿Tenemos vitales? -lo interrumpió Catherine mientras se colocaba los guantes.
– Presión sanguínea ciento dos sobre sesenta. Pulso en ciento treinta.
– Diez miligramos de morfina por vía endovenosa -dijo Kimball.
– ¡Mierda! ¡Denme cien!
Mientras el resto del equipo se agitaba alrededor con bolsas de sangre y de suero, Catherine quitó la sábana empapada de sangre y retuvo el aliento al ver el torniquete de emergencia atado alrededor de lo que apenas parecía un miembro reconocible.
– Pásenle treinta -dijo.
La extremidad inferior de la pierna derecha se mantenía unida al resto por unas pocas tiras de piel. El miembro casi seccionado era una pulposa masa rojiza, con el pie apuntando prácticamente en sentido opuesto.
Ella tocó los pulgares del pie y los sintió fríos como piedra; por supuesto no había pulso.
– Dijeron que la arteria estaba expuesta -dijo el paramédico-. El primer policía que apareció en la escena le aplicó el torniquete.
– Ese policía le salvó la vida.
– ¡Ahí va la morfina!
Catherine dirigió la luz hacia la herida.
– Parece que el nervio poplíteo y la arteria están cortados. Perdió toda reserva vascular para su pierna. -Miró a Kimball, y ambos entendieron lo que debían hacer.
– Llevémoslo al quirófano -dijo Catherine-. Está lo bastante estable como para que lo muevan. Eso nos permitirá despejar la sala de traumatismos.
– Justo a tiempo -dijo Kimball mientras escuchaba otra sirena de ambulancia aullando cada vez más cerca. Se dio vuelta para salir.
– ¡Espere! -El paciente aferró a Kimball por el brazo-. ¿No es usted el médico? ¡Esta mierda duele! ¡Dígales a estas putas que hagan algo!
Kimball le dirigió una mirada de enojo a Catherine. Y dijo:
– Trátalas bien, amiguito. Estas putas son las responsables del espectáculo.
La amputación no era una opción que Catherine considerara con liviandad. Si un miembro podía salvarse, ella hacía todo lo que estaba en su poder por reinjertarlo. Pero cuando estuvo de pie en el quirófano media hora más tarde, escalpelo en mano, y miró lo que quedaba de la pierna derecha de su paciente, supo que la opción era obvia. La pantorrilla estaba destrozada, y tanto la tibia como el peroné habían quedado reducidos a astillas. A juzgar por su pierna sana, el miembro derecho había sido alguna vez musculoso y bien formado, una pierna largamente acariciada por el sol. El pie desnudo -extrañamente intacto a pesar del ángulo chocante en el que apuntaba- exhibía las rayas de bronceado de una sandalia, y había arena debajo de las uñas del pulgar. No le gustaba este paciente, y tampoco le habían agradado los insultos y las maldiciones proferidos en su dolor contra ella y las otras mujeres del equipo quirúrgico, pero mientras su escalpelo cortaba deslizándose por la piel, conformando una capa posterior de piel, y mientras cosía los extremos agudos de la tibia y el peroné fracturados, trabajó con un sentimiento de tristeza.
La enfermera de cirugía retiró la pierna amputada de la mesa y la envolvió con un paño. Una pierna que alguna vez había disfrutado el calor de la arena en la playa pronto quedaría reducida a cenizas, cremada junto con todos los demás órganos y miembros sacrificados que encontraban su fin en el departamento de patología del hospital.
La operación la dejó deprimida y agotada. Cuando por fin se quitó los guantes y el guardapolvos y salió del quirófano, no estaba de ánimo para ver a Jane Rizzoli esperándola.
Se acercó al lavatorio para quitarse el olor del talco y el látex de las manos.
– Es medianoche, detective. ¿Nunca duerme?
– Probablemente tanto como usted. Tengo algunas preguntas que hacerle.
– Pensé que ya no estaba más en el caso.
– Nunca estaré fuera del caso. No importa lo que digan.
Catherine se secó las manos y se volvió para mirar a Rizzoli.
– ¿No le caigo bien, verdad?
– Si me cae bien o mal no tiene importancia.
– ¿Es algo que le dije? ¿Algo que hice?
– Mire, ¿terminó aquí por esta noche?
– Es a causa de Moore, ¿no es cierto? Es por eso que está resentida conmigo.
Rizzoli apretó sus mandíbulas.
– La vida personal del detective Moore es asunto de él.
– Pero usted no la aprueba.
– Nunca me pidió mi opinión.
– Su opinión es lo bastante clara.
Rizzoli la miró con un desagrado sin disimulos.
– Yo solía admirar a Moore. Creía que era único en su género. Un policía que nunca se pasaba de la raya. Resultó que no era mejor que cualquier otro. Lo que no puedo creer es que la razón por la que lo arruinó todo sea una mujer.
Catherine se quitó el gorro quirúrgico y lo tiró en el cesto de la basura.
– Él sabe que fue un error -dijo, y salió por el costado del quirófano hacia el corredor.
Rizzoli la siguió.
– ¿Desde cuándo?
– Desde que dejó la ciudad sin decir palabra. Supongo que yo fui un lapsus mental temporario para él.
– ¿Es eso lo que él significaba para usted? ¿Un lapsus mental?
Catherine se detuvo en el corredor, pestañeando para disimular las lágrimas. «No lo sé. No sé qué pensar».
– Usted parece ser el centro de todo, doctora Cordell. Está bien en el centro del escenario, con la atención de todo el mundo enfocada en usted. La de Moore. La del Cirujano.
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