Al final no fue la fuerza sino la astucia lo que hizo caer a Troya de rodillas. Al amanecer del último día de Troya, sus soldados despertaron frente a la visión de un gigantesco caballo de madera, abandonado frente a sus puertas.
Cuando pienso en el Caballo de Troya me desconcierta la estupidez de los soldados troyanos. Mientras arrastraban ese animal descomunal dentro de la ciudad, ¿cómo no se les pudo ocurrir que el enemigo estaba encerrado dentro? ¿Por qué lo metieron dentro de las murallas de la ciudad? ¿Por qué pasaron esa noche de juerga, oscureciendo sus mentes en la ebria celebración de la victoria? Me gusta pensar que yo hubiera sido más sabio.
Acaso eran sus murallas inexpugnables las que los hacían descansar en la complacencia. Una vez cerradas las poternas, y con las barricadas seguras, ¿cómo podría atacar el enemigo? Quedaba fuera, más allá de esas murallas.
Nadie se detiene a pensar en la posibilidad de que el enemigo esté del lado de adentro de las poternas. Que esté a un paso.
Pienso en el caballo de madera mientras revuelvo la crema y el azúcar de mi café.
Levanto el teléfono.
– Oficina de cirugía, habla Helen -contesta la recepcionista.
– ¿Podría ver a la doctora Cordell esta tarde? -pregunto.
– ¿Es una emergencia?
– No, en realidad no. Pero tengo un bulto pequeño en la espalda. No me duele, pero quisiera que ella lo revisara.
– Podría darle una cita para dentro de dos semanas.
– ¿No la puedo ver esta tarde? ¿Después de su última consulta?
– Lo siento, señor… ¿Cómo es su nombre, por favor?
– Señor Troya.
– Señor Troya. La doctora Cordell está ocupada hasta las cinco de la tarde, y luego irá a su casa. En dos semanas es lo mejor que puedo ofrecerle.
– No hay problema. Probaré con otro médico.
Colgué. Sé que un rato después de las cinco de la tarde, ella sale de su oficina. Estará cansada; seguramente conducirá directo hasta su casa.
Ahora son las nueve de la mañana. Será un día de espera, de anticipación.
Durante diez años sangrientos, los griegos asediaron Troya. Por diez años, perseveraron, lanzándose contra las murallas enemigas, mientras su suerte ascendía y caía según el favor de los dioses.
Yo sólo esperé dos años para reclamar mi trofeo.
Ha sido tiempo suficiente.
La secretaria del Centro de Estudiantes de la Facultad de Medicina de Emory era una radiante rubia devenida en graciosa matrona sureña al estilo de Doris Day. Winnie Bliss mantenía una jarra de café caliente junto a los casilleros del correo de los estudiantes y un recipiente de vidrio con galletitas de manteca escocesas sobre su escritorio, y Moore pudo imaginarse que un estudiante de medicina tenso encontraría ese cuarto como un bienvenido refugio. Winnie había trabajado en esta oficina por veinte años, y como no tenía hijos propios, había concentrado su instinto maternal en los estudiantes que visitaban esta oficina todos los días para recoger su correo. Ella los alimentaba con galletitas, les pasaba datos sobre departamentos desocupados, y los aconsejaba en ocasión de algún romance fallido o de notas deficientes en los exámenes. Y cada año, para la graduación, derramaba lágrimas porque ciento diez de sus muchachos la abandonaban. Todo esto se lo relató a Moore con el suave acento de Georgia mientras le ofrecía galletitas y le servía café, y Moore le creía en todo. Winnie Bliss era una rosa sin espinas.
– No podía creerlo cuando la policía de Savannah me llamó hace dos años -dijo acomodándose con delicadeza en su silla-. Les dije que debía tratarse de un error. Vi a Andrew acercarse a esta oficina todos los días en busca de su correo, y era el chico más agradable que una imaginara. Amable, y nunca escapó de sus labios una mala palabra. Acostumbro mirar a la gente a los ojos, detective Moore, sólo para que sepan que los estoy viendo en serio. Y vi a un buen muchacho en los ojos de Andrew.
«Un indicio, -pensó Moore-, de lo fácil que somos engañados por el mal».
– Durante los cuatro años que Capra fue estudiante aquí, ¿no recuerda que tuviera alguna amistad cercana? -preguntó Moore.
– ¿Usted quiere decir algo así como una noviecita?
– Estoy más interesado en sus amistades masculinas. Hablé con la ex propietaria de aquí en Atlanta. Dice que había un hombre joven que visitaba a Capra ocasionalmente. Ella piensa que era otro estudiante de medicina.
Ella se levantó y se dirigió al fichero, de donde extrajo una impresión de computadora.
– Éste es el listado del año de Andrew. Había ciento diez estudiantes en su curso de primer año. Cerca de la mitad eran hombres.
– ¿Tenía algún amigo íntimo entre ellos?
Ella recorrió las tres páginas de nombres con la vista y negó con la cabeza.
– Lo siento. De esta lista no recuerdo con exactitud a nadie que fuera particularmente íntimo de él.
– ¿Usted quiere decir que no tenía amigos?
– Digo que no recuerdo a ningún amigo.
– ¿Puedo ver la lista?
Ella se la ofreció. Moore hojeó la página pero no vio ningún nombre que le sonara familiar salvo el de Capra.
– ¿Tiene idea de dónde viven ahora todos estos estudiantes?
– Sí. Actualizo sus direcciones de correo para el boletín de ex alumnos.
– ¿Vive alguno de ellos en el área de Boston?
– Déjeme corroborar. -Con un gesto suave se volvió hacia la computadora, y sus pulcras uñas rosadas apretaron las teclas. La inocencia de Winnie Bliss la hacía verse como una mujer de una época más antigua y galante, y a Moore le pareció anacrónico verla navegar entre sus archivos de computadora con tanta destreza.
– Sólo hay uno en Newton, Massachusetts. ¿Eso es cerca de Boston?
– Sí. -Moore se inclinó hacia delante, con el pulso repentinamente agitado-. ¿Cuál es su nombre?
– Es una mujer. Latisha Green. Una chica muy agradable. Solía traerme unas enormes bolsas de nueces. Por supuesto que era bastante malvado de su parte porque sabía que yo trataba de cuidar mi silueta, pero creo que le gustaba agasajar a la gente con comida. Era su manera de ser.
– ¿Estaba casada? ¿Tenía algún novio?
– Oh, tiene un marido maravilloso. El hombre más grande que vi en mi vida. Un metro noventa y ocho y esa hermosa piel negra.
– Negra -repitió.
– Sí. Hermosa como cuero charolado.
Moore suspiró y volvió a mirar la lista.
– ¿Y no hay nadie más de la clase de Capra que viva cerca de Boston, hasta donde recuerda?
– No de acuerdo con mi lista. -Se volvió hacia él-. Oh, parece desilusionado. -Lo dijo con una nota de sincera preocupación, como si se sintiera personalmente responsable por haberle fallado.
– Hoy no es mi día -admitió.
– Sírvase un caramelo.
– Gracias, pero no.
– ¿Usted también está cuidando la silueta?
– No tengo pasión por los dulces.
– Entonces usted definitivamente no es sureño, detective.
No pudo evitar reírse. Winnie Bliss, con sus grandes ojos y su voz delicada lo había cautivado, tal como cautivaría a cada estudiante, mujer o varón, que entraba en su oficina. Moore levantó la vista hacia la pared detrás de ella, de la que colgaba una serie de fotografías grupales.
– ¿Ésas son las promociones de la facultad de Medicina?
Ella se volvió hacia la pared.
– Mi marido las toma para cada graduación. No es algo fácil juntar a esa cantidad de estudiantes. Es como arrear gatos, como le gusta decir a mi marido. Pero siempre quiero esa foto, y lo obligo a tomarlas. ¿No le parece que son un grupo de gente maravillosa?
– ¿Cuál es la división de Andrew Capra?
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