– Le mostraré el anuario. Allí figuran con los nombres. -Se levantó y se acercó a un estante de libros protegido por puertas vidriadas. Con mucho cuidado retiró un volumen del estante, y pasó ligeramente la mano por la tapa, como para limpiarle el polvo-. Éste es el año en que se graduó Andrew. Tiene fotos de todos sus compañeros, y aclara dónde fueron aceptados para hacer sus residencias. -Hizo una pausa, luego le alcanzó el libro a Moore-. Es mi única copia. Así que por favor, ¿podría mirarla aquí solamente, sin sacarla de la oficina?
– Me sentaré en ese mismo rincón, para no molestarla. Así me tendrá a la vista. ¿Qué le parece?
– ¡No quise decir que no confío en usted!
– Bueno, no debería -dijo él guiñándole un ojo. Ella se sonrojó como una quinceañera.
Llevó el libro a un rincón de la oficina, donde la jarra de café y el plato con galletitas estaban colocados cerca de la reducida zona de espera. Se sentó en un gastado sillón y abrió el anuario estudiantil de la Facultad de Medicina de Emory. Llegó la hora del almuerzo, y una caravana de estudiantes de rostros juveniles con guardapolvos blancos comenzaron a aparecer para revisar su correo. ¿Desde cuándo los niños se convertían en médicos? No podía imaginarse sometiendo su cuerpo maduro al cuidado de esos muchachitos. Observó sus miradas curiosas, y escuchó a Winnie Bliss susurrar:
– Es un detective de homicidios de Boston.
Sí, ese viejo decrépito sentado en el rincón.
Moore se encorvó aún más en la silla y se concentró en las fotografías. Próxima a cada una aparecía el nombre del estudiante, su lugar de nacimiento, y la residencia para la cual él o ella habían sido aceptados. Cuando llegó a la foto de Capra se detuvo. Capra miraba directo a la cámara; era un joven sonriente con una mirada severa que no ocultaba nada. Eso era lo que Moore encontraba más escalofriante; que los depredadores caminan entre las presas sin ser identificados.
Junto a la foto de Capra aparecía el nombre de su programa de residencia. «Cirugía, Centro Médico Riverland, Savannah, Georgia».
Se preguntó quién más de la clase de Capra habría hecho la residencia en Savannah, quién más habría vivido en esa ciudad mientras Capra masacraba mujeres. Recorrió las páginas con rapidez, sobrevolando los listados, y encontró que otros tres estudiantes de medicina habían sido aceptados en los programas del área de Savannah. Dos de ellos eran mujeres; el tercero era un varón asiático.
Otro callejón sin salida.
Se recostó contra el respaldo, desconcertado. El libro quedó abierto sobre sus piernas, y vio que la fotografía del decano de la facultad de Medicina le sonreía. Bajo ella habían impreso el lema de la graduación: Para curar el mundo.
Hoy, ciento ocho jóvenes notables prestan el solemne juramento que corona una larga y dificultosa trayectoria. Este juramento, como médico y terapeuta, no habrá de ser tomado a la ligera, pues está destinado a prevalecer a lo largo de toda una vida…
Moore se incorporó y releyó el discurso del decano.
«Hoy, ciento ocho jóvenes notables…»
Se levantó y volvió al escritorio de Winnie.
– ¿Señora Bliss?
– ¿Sí, detective?
– ¿Usted dijo que en el curso de primer año de Andrew había ciento diez estudiantes?
– Admitimos ciento diez por año.
– Aquí, en el discurso del decano, dice que son ciento ocho graduados ¿Qué sucedió con los otros dos?
Winnie sacudió la cabeza con un gesto de pesar.
– Todavía no logro superar lo que le pasó a esa pobre chica.
– ¿A qué chica?
– Laura Hutchinson. Estaba trabajando en una clínica, en Haití. Era uno de nuestros cursos optativos. Las carreteras allí, bien, me dijeron que son espantosas. El auto cayó en un embalse y se dio vuelta encima de ella.
– Entonces fue un accidente.
– Ella viajaba en la parte trasera del auto. No la pudieron sacar hasta diez horas después.
– ¿Y qué hay del otro estudiante? Hay uno más que no se graduó con la promoción.
La mirada de Winnie cayó sobre su escritorio, y pudo notar que no se sentía cómoda al tratar el tema.
– ¿Señora Bliss?
– Sucede cada tanto -dijo ella-, que un estudiante abandona. Tratamos de ayudarlo para que se quedara en el programa, pero ya sabe, algunos tienen problemas con los materiales.
– Entonces este estudiante… ¿cómo se llamaba?
– Warren Hoyt.
– ¿Abandonó?
– Sí, podría decirse que abandonó.
– ¿Fue un problema académico?
– Bueno… -Ella miró alrededor, como si buscara ayuda sin encontrarla-. Tal vez debería hablar con uno de nuestros profesores, el doctor Kahn. Él podrá contestar a sus preguntas.
– ¿Usted no conoce la respuesta?
– Es un asunto… algo privado. El doctor Kahn debería ser el más indicado para responderle.
Moore miró su reloj. Pensaba tomar el avión de regreso a Savannah esa noche, pero no parecía que pudiera lograrlo.
– ¿Dónde puedo encontrar al doctor Kahn?
– En el laboratorio de anatomía.
Podía oler el formol en el corredor. Moore se detuvo frente a la puerta con el letrero anatomía, preparándose para lo que le esperaba. Aunque se consideraba preparado, cuando dio un paso dentro del laboratorio quedó pasmado por unos segundos ante lo que vio. Veintiocho mesas, dispuestas en cuatro hileras, ocupaban la longitud de la sala. Sobre las mesas había cadáveres en diversos estados de disección. A diferencia de los cuerpos que Moore estaba acostumbrado a ver en el laboratorio forense, estos cuerpos parecían artificiales, con la piel como vinilo, y los vasos expuestos embalsamados en brillantes colores rojos o azules. Hoy los estudiantes trabajaban con las cabezas, separando los músculos de la cara. Había cuatro estudiantes por cada cadáver, y la sala retumbaba de voces que leían en voz alta los textos de medicina, planteando preguntas u ofreciendo consejos. De no ser por los mortecinos cuerpos sobre las mesas, estos estudiantes podrían haber sido obreros de una fábrica, trabajando con partes mecánicas.
Una joven levantó la mirada con curiosidad hacia Moore, el extraño de traje que recorría su sala.
– ¿Está buscando a alguien? -preguntó con el escalpelo listo para cortar la mejilla de un cadáver.
– Al doctor Kahn.
– Está en la otra punta de la sala. ¿Ve a ese señor grande de barba blanca?
– Lo veo, gracias.
Siguió atravesando las hileras de mesas, con la mirada inexorablemente atraída hacia cada cadáver por el que pasaba. La mujer con los miembros arruinados como ramas marchitas sobre la superficie de acero. El negro con la piel abierta revelando el grueso músculo de su pierna. Al final de la hilera un grupo de estudiantes escuchaba con atención a una suerte de Papá Noel que señalaba las delicadas fibras del nervio facial.
– ¿Doctor Kahn?
El doctor Kahn alzó la vista, y toda su semejanza con Papá Noel se desvaneció. Este hombre tenía ojos intensos y oscuros, sin un trazo de humor.
– ¿Sí?
– Soy el detective Moore. La señora Bliss, del Centro de Estudiantes, me dijo que podía hablar con usted.
Kahn se enderezó, y Moore de pronto observó a un hombre gigantesco. El escalpelo se veía como un objeto incongruentemente delicado en su amplia palma. Depositó el instrumento y se quitó los guantes. Mientras se daba vuelta para lavarse las manos en la pileta, Moore vio que el pelo blanco del doctor Kahn estaba recogido en una cola de caballo.
– ¿De qué se trata todo esto? -preguntó Kahn mientras buscaba una toalla de papel.
– Tengo un par de preguntas para hacerle acerca de un estudiante que fue alumno suyo hace siete años. Warren Hoyt.
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