– ¿Eso es todo?
– Es lo que necesito en este momento. Alguien en quien confiar y que pueda acompañarme.
Él se hizo a un lado y le sonrió.
– Entonces soy definitivamente el hombre que necesitas.
El quinto piso del estacionamiento del hospital estaba vacío, y el concreto devolvía los ecos de sus pasos como el sonido de fantasmas que les pisaban los talones. De haber estado sola, hubiera tenido que mirar por encima del hombro durante todo el trayecto. Pero Peter estaba junto a ella, y no sentía miedo. Él la acompañó hasta su Mercedes. Permaneció a un costado mientras ella se sentaba al volante. Luego él cerró la puerta y le señaló la traba.
Con un gesto de asentimiento, ella apretó el botón para trabar las puertas y escuchó el clic tranquilizador una vez que todas las puertas estuvieron cerradas.
– Te llamaré más tarde -dijo.
Mientras manejaba hacia la salida, lo vio por el espejo retrovisor, con la mano levantada en un saludo. Luego desapareció de su vista cuando ella bajó por la rampa.
Se encontró sonriendo mientras manejaba de vuelta a su casa en Back Bay.
«Algunos hombres son verdaderamente confiables», le había dicho Moore.
«Sí, pero ¿cuáles?»
«Nunca lo sabes hasta que llega el momento. Será el que esté a tu lado cuando lo necesites».
Bien como amigo o como amante, Peter podría ser unos de esos hombres.
Bajando la velocidad en la avenida Commonwealth, dobló en la calle de su edificio y apretó el control remoto del estacionamiento. La puerta de seguridad se levantó con unas sacudidas y ella entró. Por el espejo retrovisor vio que la puerta se cerraba tras ella. Sólo entonces se dirigió al sector asignado a ella. La precaución era en ella una segunda naturaleza, y éstos eran rituales que nunca dejaba de llevar a cabo. Controló el ascensor antes de entrar. Miró a un lado y a otro del pasillo antes de salir del ascensor. Trabó la puerta con todas las cerraduras apenas entró en su departamento. Seguridad de fortaleza. Sólo entonces podía permitirse que los últimos restos de tensión se desvanecieran.
Parada frente a su ventana sorbía té helado y disfrutaba de la frescura de su departamento mientras miraba hacia abajo a la gente que pasaba por la calle, con el sudor brillando en sus frentes. Sólo había dormido tres horas en las últimas treinta y seis. «Me he ganado este momento de comodidad, -pensó mientras presionaba el vaso lleno de hielo contra su mejilla-. Me he ganado una noche para meterme temprano en la cama y no hacer nada de nada». Y no pensaría en Moore. No se permitiría sentir el dolor. No todavía.
Vació su vaso y acababa de depositarlo sobre la mesada de la cocina cuando sonó su localizador. Una llamada del hospital era lo último que quería tolerar en este momento. Cuando llamó a la operadora del Centro Médico Pilgrim, no pudo disimular la irritación de su tono de voz.
– Habla la doctora Cordell. Sé que acaban de llamarme al localizador, pero esta noche no estoy de guardia. De hecho, voy a desconectar el localizador ahora mismo.
– Lamento molestarla, doctora Cordell, pero recibimos una llamada del hijo de Herman Gwadowski. Insiste en encontrarse con usted esta tarde.
– Es imposible. Ya estoy en casa.
– Sí, le dije que usted se tomaría todo el fin de semana. Pero él dice que es su último día en la ciudad. Quiere verla antes de consultar con un abogado.
«¿Un abogado?»
Catherine se encorvó contra la mesada de la cocina. Dios, no tenía fuerzas para enfrentarse a algo así. No ahora. No cuando se sentía tan cansada que apenas podía pensar con propiedad.
– ¿Doctora Cordell?
– ¿El señor Gwadowski le dijo cuándo quería tener la reunión?
– Dice que la esperará en la cafetería del hospital hasta las seis.
– Gracias. -Catherine colgó, mirando como hipnotizada los mosaicos blancos del piso. ¡Qué meticulosa era ella con la limpieza de esos mosaicos! Pero no importaba lo duro que los fregara, o lo mucho que organizara cada aspecto de su vida, no podía anticiparse a los Ivan Gwadowski del mundo. Tomó su cartera y las llaves del auto, y una vez más abandonó el santuario de su departamento.
En el ascensor miró el reloj y se sintió alarmada al ver que eran ya las cinco y cuarenta y cinco. No llegaría a tiempo al hospital, y el señor Gwadowski asumiría que ella lo había dejado plantado. En el momento en que se deslizó dentro del Mercedes, tomó el teléfono del auto y llamó a la operadora del Pilgrim.
– Habla de nuevo la doctora Cordell. Necesito ubicar al señor Gwadowski para hacerle saber que llegaré tarde. ¿Sabe desde qué extensión estaba hablando?
– Déjeme revisar el registro de llamadas… Aquí está. No era una extensión del hospital.
– ¿Un celular, entonces?
Se produjo una pausa.
– Bueno, esto es extraño.
– ¿Qué sucede?
– Estaba hablando del número que usted está utilizando ahora.
Catherine se quedó quieta, con el miedo recorriendo su médula como un viento frío. «Mi auto. La llamada fue hecha desde mi auto».
– ¿Doctora Cordell?
Entonces lo vio por el espejo retrovisor, alzándose como una cobra. Ella tomó aire para gritar, y su garganta se quemó con los vapores del cloroformo.
El auricular cayó de su mano.
Jerry Sleeper lo esperaba en la acera, fuera del sector del aeropuerto donde se recogía el equipaje. Moore arrojó su maleta con ruedas en el asiento de atrás y se metió en el auto, cerrando la puerta con un golpe fuerte.
– ¿La encontraste? -fue lo primero que preguntó Moore.
– Todavía no -dijo Sleeper mientras se alejaba del cordón-. Su Mercedes desapareció, y no hay evidencias de ningún forcejeo en su departamento. Sea lo que fuese lo que sucedió, fue rápido, y dentro o cerca del vehículo. Peter Falco fue el último en verla, alrededor de las cinco y cuarto, en el estacionamiento del hospital. Cerca de media hora más tarde, la operadora del Pilgrim la llamó al localizador y habló con ella por teléfono. Cordell la llamó de vuelta desde su auto. La conversación se cortó en forma abrupta. La operadora alega que fue el hijo de Herman Gwadowski el que hizo la llamada original al localizador.
– ¿Está confirmado?
– Ivan Gwadowski estaba en un avión rumbo a California a las doce del mediodía. Él no hizo esa llamada.
No necesitaban aclarar quién había hecho la llamada al localizador. Ambos lo sabían. Moore, agitado, clavó los ojos en la hilera de luces de la calle, que se sucedían como una abigarrada y densa cinta de abalorios rojos contra el cielo negro de la noche.
«La tiene desde las seis de la tarde. ¿Qué le habrá hecho en estas cuatro horas?»
– Quiero ver dónde vive Warren Hoyt -dijo Moore.
– Vamos en dirección a su casa ahora. Sabemos que terminó su horario en el Laboratorio Interpath cerca de las siete de esta mañana. A las diez de la mañana llamó a su supervisor para decir que había tenido una emergencia familiar y que no estaría de vuelta en el laboratorio al menos por una semana. Nadie lo ha visto desde entonces. Ni en su departamento ni en el laboratorio.
– ¿Y la emergencia familiar?
– No tiene familia. Su única tía murió en febrero.
La hilera de luces de la calle se difuminó en un manchón rojo. Moore pestañeó, y dio vuelta la cara para que Sleeper no viera sus lágrimas.
Warren Hoyt vivía en el North End, un arcaico laberinto de calles estrechas y edificios de ladrillo rojo que constituía uno de los barrios más antiguos de Boston. Se lo consideraba una zona segura de la ciudad, gracias a los ojos atentos de la población italiana local, que poseía allí diversos negocios. Aquí, sobre una calle en la que tanto los turistas como los habitantes caminaban con poco miedo al crimen, había vivido un monstruo.
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