El departamento de Hoyt estaba en el tercer piso de una escalera de ladrillo. Horas antes, el equipo había registrado el lugar en busca de evidencia, y cuando Moore entró y vio los escasos muebles y los estantes casi vacíos, sintió que estaba parado en un cuarto al que ya le faltaba el alma de su morador. Ya no encontraría nada de aquel o aquello que fuese Warren Hoyt.
El doctor Zucker emergió del dormitorio y le dijo a Moore:
– Algo anda mal aquí.
– ¿Hoyt es nuestro hombre o no?
– No lo sé.
– ¿Qué es lo que tenemos? -Moore miró a Crowe, que los encontró en la puerta.
– Tenemos una concordancia con el talle de los zapatos. Cuarenta y uno, concuerda con las huellas en la escena del crimen de Ortiz. Tenemos varios cabellos de la almohada, cortos, castaño claro. También parece haber concordancia. Además encontramos un largo cabello negro en el piso del baño. La longitud de un cabello que llega hasta el hombro.
Moore frunció el entrecejo.
– ¿Había una mujer aquí?
– Tal vez una amiga.
– U otra víctima -dijo Zucker-. Alguien de quien todavía no hayamos tenido noticias.
– Hablé con la propietaria que vive en el piso de abajo -dijo Crowe-. Dice que vio a Hoyt por última vez esta mañana al volver de su trabajo. No tiene idea de dónde pueda estar ahora. Les apuesto a que adivinan lo que tenía para decir sobre él. «Buen inquilino. Un hombre tranquilo, nunca un problema».
Moore miró a Zucker.
– ¿Qué quisiste decir con eso de que algo anda mal aquí?
– No está el equipo que utiliza para asesinar. No hay herramientas. Su auto está estacionado enfrente y tampoco allí hay equipo o instrumentos. -Zucker señaló el living casi vacío-. Este departamento a duras penas parece habitado. Hay sólo unas pocas cosas en la heladera. En el baño hay jabón, cepillo de dientes y afeitadora. Es como un cuarto de hotel. Un lugar para dormir, nada más. No es donde mantiene vivas sus fantasías.
– Aquí es donde vive -dijo Crowe-. Su correo llega aquí. Su ropa está aquí.
– Pero en este lugar falta lo más importante de todo -dijo Zucker-. Sus trofeos. No hay trofeos aquí.
Una sensación de espanto había calado los huesos de Moore. Zucker tenía razón. El Cirujano había arrancado un trofeo anatómico de cada una de sus víctimas; debía de tenerlos a mano para recordarle sus asesinatos. Para mantenerlo aplacado entre una cacería y otra.
– Hay una parte del cuadro que no vemos -dijo Zucker. Se volvió hacia Moore-. Necesito ver dónde trabajaba Warren Hoyt. Necesito ver el laboratorio.
Barry Frost se sentó frente al teclado de la computadora y escribió el nombre de una paciente: Nina Peyton. Una nueva pantalla apareció llena de datos.
– Este archivo es su lugar de pesca -dijo Frost-. Aquí es donde encuentra a sus víctimas.
Moore observó el monitor, sorprendido por lo que veía. En el resto del laboratorio se escuchaba el zumbido de las máquinas y el sonido del teléfono; los técnicos médicos procesaban sus tubos de ensayo. Aquí, en este mundo aséptico de acero inoxidable y guardapolvos blancos, un mundo dedicado a la ciencia de la curación, el Cirujano acechaba tranquilamente en busca de su presa. Desde este archivo de computadora podía acceder a cada mujer cuya sangre o fluidos corporales habían sido procesados por el Laboratorio Interpath.
– Éste es el principal laboratorio de diagnóstico de la ciudad -dijo Frost-. Cualquier extracción de sangre ordenada por un médico o por alguna clínica de pacientes externos de Boston tiene muchas probabilidades de que venga a parar aquí para ser analizada,
«Justo aquí, a las manos de Warren Hoyt»
– Tenía la dirección de su casa -dijo Moore, revisando los datos de Nina Peyton-. El nombre de su empleador. Su edad y su estado civil…
– Y su diagnóstico -dijo Zucker, que señaló las dos palabras que aparecían en la pantalla: ataque sexual-. Esto es exactamente lo que busca el Cirujano. Es lo que lo excita. Las mujeres emocionalmente perturbadas. Mujeres marcadas por la violencia sexual.
Moore advirtió el timbre de excitación en la voz de Zucker. Era el juego que fascinaba a Zucker, la competencia de talentos. Por fin podía conocer los movimientos de su oponente, y podía apreciar el genio que se escondía tras ellos.
– Aquí estaba él -dijo Zucker-. Manipulando la sangre de todas ellas. Enterado de sus secretos más vergonzosos. -Se incorporó y echó una ojeada al laboratorio, como si lo viera por primera vez-. ¿Alguna vez se detuvo a pensar en todo lo que un laboratorio puede saber acerca de uno? -dijo-. Toda la información personal que uno da cuando extiende el brazo y deja que le claven una aguja en las venas. Nuestra sangre revela nuestros secretos más íntimos. ¿Estás muriendo de leucemia o de sida? ¿Fumaste un cigarrillo o tomaste un vaso de vino en las últimas horas? ¿Tomas Prozac porque estás deprimido, o Viagra porque no se te levanta? Él detentaba la información sobre la esencia misma de estas mujeres. Podía estudiar su sangre, tocarla, olerla. Y nadie se enteraba. Nadie supo que una parte de su propio cuerpo estaba en manos de un extraño.
– Las víctimas nunca lo conocieron -dijo Moore-. Nunca se lo cruzaron.
– Pero el Cirujano las conocía a ellas. Y en los términos más íntimos. -Los ojos de Zucker estaban encendidos por un aura febril-. El Cirujano no caza como cualquier asesino serial que haya conocido. Es único. Permanece oculto a la vista, porque elige a su presa sin que nadie lo vea. -Miró con incertidumbre las hileras de tubos sobre el mostrador-. Este laboratorio es su coto de caza. Así es como las encuentra. Por su sangre. Por su miedo.
Cuando Moore salió del centro médico, el aire de la noche parecía más fresco, más vivificante de lo que había sido las últimas semanas. A lo largo de la ciudad de Boston, muy pocas ventanas permanecerían abiertas; muy pocas mujeres quedarían a merced de un ataque.
«Pero esta noche el Cirujano no saldrá a cazar. Esta noche disfrutará de su última presa».
De pronto Moore se detuvo junto a su auto y se quedó allí, paralizado por la desesperación. Ahora mismo, tal vez, Warren Hoyt estaría manipulando el escalpelo. Ahora mismo…
Unos pasos se acercaron. Reunió la fuerza para levantar la cabeza, para ver al hombre parado a unos pocos pasos en las sombras.
– La atrapó, ¿no es verdad? -dijo Peter Falco.
Moore asintió.
– Dios, oh, Dios. -Falco elevó los ojos hacia el cielo nocturno con angustia. -La acompañé hasta su auto. Ella estaba justo a mi lado, y la dejé ir a su casa. La dejé ir sola…
– Estamos haciendo todo lo posible para encontrarla. -Era una frase trillada. Aun mientras la pronunciaba, Moore advirtió el vacío de sus propias palabras. Es lo que se dice cuando las cosas se han vuelto sombrías, cuando se sabe que los mejores esfuerzos seguramente terminarán en nada.
– ¿Y qué es lo que usted está haciendo?
– Sabemos quién es.
– Pero no saben a dónde la llevó.
– Llevará algo de tiempo rastrearlo.
– Dígame lo que puedo hacer. Lo que sea.
Moore luchó por mantener la calma en su voz, por ocultar sus propios temores, su propio pánico.
– Sé lo difícil que es mantenerse a un lado y dejar que los otros hagan el trabajo. Pero así es como hemos sido entrenados para hacer las cosas.
– Ah, sí, ustedes, los profesionales. ¿Entonces qué mierda es lo que salió mal?
Moore no tenía respuesta.
Consternado, Falco se acercó a Moore hasta quedar de pie bajo el foco del estacionamiento. La luz caía sobre su cara, arrasada por la preocupación.
– No sé qué habrá pasado entre ustedes dos -dijo-. Pero sí sé que ella confiaba en usted. Espero en nombre de Dios que eso signifique algo para usted. Espero que ella no sea tan sólo un caso más. Otro nombre para agregar a la lista.
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