Abrió los ojos y miró con atención la bombilla encima de ella y concentró su mente aguda como una hoja de escalpelo en qué hacer a continuación.
Recordaba lo que Moore le había dicho: que el Cirujano se alimentaba con el terror. Que atacaba a mujeres dañadas, a mujeres que habían sido víctimas.
Mujeres ante quienes se sentía superior.
«No me matará hasta que me haya conquistado».
Aspiró una profunda bocanada de aire, comprendiendo ahora qué clase de juego era el que había que jugar.
«Lucha contra el miedo. Asume la furia. Demuéstrale que no importa lo que te haga, tú no puedes ser vencida».
«Ni siquiera en la muerte».
Rizzoli se despertó con un sobresalto, y una punzada de dolor le atravesó el cuello como un cuchillo. «Dios, que no sea otra contractura muscular», pensó mientras levantaba despacio la cabeza y pestañeaba ante la luz que entraba por la ventana de la oficina. Los cubículos de sus compañeros estaban vacíos; era la única sentada frente a su escritorio. Cerca de las seis había apoyado su cabeza en el escritorio totalmente agotada, prometiéndose que sólo haría una siesta breve. Eran ahora las nueve y media. La pila de impresiones de computadora que había utilizado como almohada estaba húmeda de saliva.
Miró el cubículo de Frost, y vio que su abrigo colgaba del respaldo de la silla. Un paquete de roscas se destacaba sobre el escritorio de Crowe. De modo que el resto del equipo había entrado mientras ella dormía, y seguramente la habían visto con la mandíbula floja, babeándose. ¡Qué espectáculo tan entretenido debe de haber resultado!
Se puso de pie y se desperezó, tratando de hacer crujir el cuello, aunque sabía que era inútil. Tendría que limitarse a sobrellevar el día con la cabeza torcida.
– ¡Rizzoli! ¿Terminaste con tu sueño reparador?
Al volverse, vio que uno de los detectives de otro equipo le dirigía una mueca detrás del tabique de vidrio.
– ¿No te parece que sí? -gruñó-. ¿Dónde están todos?
– Tu equipo está en una conferencia desde las ocho.
– ¿Cómo?
– Creo que la reunión acaba de terminar.
– Nadie se molestó en avisarme. -Se dirigió al corredor, con los últimos resabios de sueño barridos por el enojo. Ah, sabía bien lo que estaba sucediendo. Así era como lograban dejarla a una afuera, sin un enfrentamiento directo, sino con una humillación administrada con cuentagotas. Fuera de las reuniones, fuera del circuito. Reducida a la ausencia de pistas.Se abrió paso dentro de la sala de conferencias. El único que quedaba allí era Barry Frost, y recogía sus papeles de la mesa. Levantó la vista, y un débil sonrojo pasó por su cara cuando la vio.
– Gracias por hacerme saber que había una reunión -dijo.
– Te veías tan destruida… Pensé que podía ponerte al tanto de todo esto más tarde.
– ¿Cuándo, la semana que viene?
Frost miró hacia abajo, evitando sus ojos. Habían trabajado juntos como compañeros lo suficiente como para que ella reconociera la culpabilidad en su rostro.
– De modo que me dejan claramente fuera -dijo-. ¿Ésa fue la decisión de Marquette?
Frost negó triste con la cabeza.
– Yo protesté. Le dije que te necesitábamos. Pero él dijo que con lo de los disparos y todo eso…
– ¿Qué es lo que dijo?
A duras penas Frost terminó su frase:
– Que ya no eras útil para la unidad.
«Ya no eras útil». Traducción: su carrera estaba terminada.
Frost abandonó la sala.
Repentinamente mareada por la falta de sueño y de alimento, se dejó caer en una silla y permaneció allí, mirando fijo la mesa vacía. Por un momento tuvo un recuerdo que la transportó a sus nueve años, a la época en que era la hermana despreciada que deseaba desesperadamente que la aceptaran como uno de los muchachos. Pero los muchachos la habían rechazado, como siempre lo hacían. Sabía que la muerte de Pacheco no era la verdadera razón para que la aislaran. Un disparo equivocado no había arruinado la carrera de otros policías. Pero cuando eres una mujer y mejor que cualquiera, y tienes la sangre como para hacérselo saber, un solo error como el de Pacheco bastaba.
Cuando regresó a su escritorio, encontró el cubículo desierto. El abrigo de Frost ya no estaba; tampoco el paquete con roscas de Crowe. Ella también, por lo visto, debería largarse. De hecho, debía limitarse a limpiar su escritorio ahora, ya que allí no había futuro para ella.
Abrió el cajón del escritorio para sacar la cartera, y se detuvo. Una foto de la autopsia de Elena Ortiz le llamó la atención de entre una maraña de papeles. «Yo también soy su víctima», pensó. Fuera cual fuese el resentimiento que abrigara contra sus colegas, no perdía de vista el hecho de que el Cirujano era el responsable de su caída. El Cirujano era quien la había humillado.
Cerró con violencia el cajón. «No todavía. No estoy preparada para darme por vencida».
Miró el escritorio de Frost y vio una pila de papeles que había juntado en la mesa de conferencias. Miró alrededor para asegurarse de que nadie la veía. Los únicos detectives que había estaban en un cubículo en el otro extremo del cuarto.
Tomó los papeles de Frost, se los llevó a su escritorio y se sentó a leer.
Eran los expedientes financieros de Warren Hoyt. A esto había sido reducido el caso: una carrera por los papeles. Sigan el dinero, encontrarán a Hoyt. Vio cuentas de tarjetas de crédito, cheques, depósitos y extracciones. Una buena cantidad de cifras elevadas. Los padres de Hoyt le habían dejado mucho dinero, y él se permitía viajar todos los inviernos al Caribe y a México. No encontró evidencia de otra vivienda, ni cheques por pago de alquiler, ni pagos mensuales fijos.
Por supuesto que no. Él no era estúpido. Si mantenía una guarida, la pagaría en efectivo.
Efectivo. No siempre puedes predecir cuándo te quedarás sin efectivo. Las extracciones de cajeros automáticos eran por lo general transacciones improvisadas o espontáneas.
Recorrió los expedientes bancarios, en busca de toda transacción con cajeros automáticos, y las anotó en una hoja de papel aparte. La mayoría eran extracciones de efectivo de lugares cercanos a la casa de Hoyt o al centro médico; la zona de su campo normal de actividad. Era lo inusual lo que ella buscaba, la transacción que no encajara en el patrón.
Encontró dos de ellas. Una era de un banco en Nashua, New Hampshire, el 26 de junio. La otra era de un cajero automático en el almacén de Hobbs, en Lithia, Massachusetts, el 13 de mayo.
Retrocedió, preguntándose si Moore ya estaría rastreando esas dos transacciones. Con tantos otros detalles para tener en cuenta, y todas las entrevistas con los compañeros de Hoyt en el laboratorio, un par de extracciones de cajeros probablemente habrían quedado postergadas en la lista de prioridades.
Oyó unos pasos y levantó la vista sobresaltada ante el pánico de que la descubrieran revisando los papeles de Frost, pero era sólo un empleado del laboratorio que había entrado en la oficina. El empleado le ofreció una sonrisa a Rizzoli, dejó una carpeta sobre el escritorio de Moore y volvió a desaparecer.
Tras unos momentos, Rizzoli se levantó de su silla y se dirigió al escritorio de Moore para echar una hojeada a la carpeta. La primera página era un informe de Pelos y Fibras, un análisis de los cabellos de color castaño claro que habían sido encontrados sobre la almohada de Warren Hoyt.
«Trichorrhexis invaginata, compatible con el cabello encontrado en el borde de la herida de la víctima Elena Ortiz». ¡Bingo! Era la confirmación de que Hoyt era el que buscaban.
Revisó la segunda página. También se trataba de un informe de Pelos y Fibras, esta vez de un cabello hallado en el baño de Hoyt. Éste no concordaba. No encajaba con nada.
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