Tess Gerritsen - El cirujano

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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisión de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La única clave de que dispone la policía es la doctora Catherine Cordell, víctima hace dos años de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior frío y elegante, y una bien ganada reputación como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada está a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisión, los detalles de la propia agonía de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persiguiéndola y acercarse cada vez más…

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Ella recobró en el acto la lucidez. Pronto su corazón golpeaba como un animal que quería escapar de su pecho. Absorbió el aire húmedo y viciado, el aire frío del sótano, que olía a tierra y a piedra enmohecida. Su respiración se producía en lapsos cada vez más rápidos a medida que los pasos bajaban por las escaleras y luego él estaba allí, parado junto a ella. La luz de la bombilla producía sombras en su cara, convirtiéndola en una calavera sonriente con las órbitas vacías.

– ¿Quieres un trago, verdad? -dijo. Una voz tan tranquila. Una voz tan sana.

No podía hablar a causa de la tela adhesiva en la boca, pero él pudo adivinar la respuesta en sus ojos febriles.

– Mira lo que tengo, Catherine. -Levantó un vaso y ella escuchó el delicioso entrechocar de los cubos de hielo y vio las brillantes gotas de agua que transpiraba la fría superficie del vidrio-. ¿No querrías un sorbito?

Ella asintió, sin mirarlo a los ojos, sino mirando el vaso. La sed la estaba volviendo loca, pero lograba adelantarse con el pensamiento, proyectándose más allá de ese primer sorbo glorioso de agua. Planificando sus movimientos, sopesando sus posibilidades.

Él hizo girar el agua, y el hielo sonó como una campana contra el vidrio.

– Sólo si te portas bien.

«Lo haré», le prometieron sus ojos.

La tela adhesiva le produjo dolor cuando él se la arrancó. Su cuerpo estaba totalmente pasivo, y dejó que él colocara una pajita en su boca. Ella tomó un sorbo desesperado, pero era apenas un chorrito contra el fuego devorador de su sed. Volvió a sorber, e inmediatamente comenzó a toser, mientras el agua preciosa se derramaba por las comisuras de su boca.

– No puedo… no puedo tomar acostada -dijo entrecortadamente-. Por favor, déjame sentarme.

Él depositó el vaso y la estudió, cada ojo un abismo negro sin fin. Vio a una mujer a punto de desmayarse. Una mujer que debía ser revivida si quería obtener el verdadero placer con su terror.

Comenzó a cortar la tela que le ataba la muñeca derecha al barral de la cama.

El corazón de Catherine latía con fuerza, y ella pensó que él seguramente lo notaría latir contra el esternón. La atadura derecha quedó liberada, y su mano yacía muerta. No se movió, no tensó un solo músculo.

Hubo un silencio infinito. «Vamos. Corta la atadura de la muñeca izquierda. ¡Córtala!»

Demasiado tarde advirtió que había estado conteniendo la respiración, y que él lo había notado. Desesperada oyó el chillido de una nueva tela adhesiva que se desprendía del rollo.

«Es ahora o nunca».

Manoteó ciegamente la bandeja de instrumentos, y el vaso de agua salió volando. Los cubos de hielo chocaron contra el piso. Sus dedos se cerraron sobre el acero. ¡El escalpelo!

En el momento en que él se acercaba, ella sacudió el escalpelo y sintió que el filo cortaba la carne.

Él se apartó de un salto, aullando, agarrándose la mano.

Ella se movió para uno y otro lado, y cortó la tela que ataba su muñeca izquierda. ¡Otra mano libre!

Se incorporó rápido en la cama, y su visión se desdibujó abruptamente. Un día sin agua la había dejado débil, y ahora luchaba por enfocar la vista para dirigir la hoja hacia la tela adhesiva que sujetaba su tobillo derecho. Efectuó un tajo a ciegas y el dolor le pellizcó la piel. Una patada fuerte y su tobillo quedaría liberado.

Se concentró en la última atadura.

El pesado retractor le golpeó la sien, un golpe tan brutal que vio claros resplandores de luz.

El segundo golpe alcanzó su mejilla, y sintió el crujido del hueso.

Nunca recordaría el momento en que dejó caer el escalpelo.

Cuando volvió a la superficie de la conciencia, su cara latía y no podía ver con el ojo derecho. Trató de mover sus miembros, y descubrió que sus muñecas y tobillos estaban una vez más atados a los barrales de la cama. Pero esta vez no le había tapado la boca; no la había silenciado.

Él estaba de pie encima de ella. Catherine vio las manchas en su remera. «Su propia sangre», advirtió con un salvaje sentido de satisfacción. Su presa lo había tajeado y le había hecho manar sangre. «No soy tan fácil de conquistar. Él se alimenta con el miedo; no le demostraré un ápice de mi miedo».

Él tomó un escalpelo de la bandeja y se acercó a ella. Aunque su corazón golpeaba contra el pecho, ella permaneció perfectamente quieta, con la mirada puesta en él. Tanteándolo, desafiándolo. Ahora sabía que su muerte era inevitable, y que con esa aceptación llegaría la libertad. La valentía de los condenados. Por dos años ella se había escabullido como un animal herido en un escondrijo. Por dos años, había dejado que el fantasma de Andrew Capra dirigiera su vida. Pero eso se había terminado.

«Adelante, córtame. Pero no ganarás. No me verás morir vencida».

Él tocó el abdomen con el filo. Involuntariamente sus músculos se contrajeron. Él esperaba ver el miedo en su cara.

Ella sólo le mostró una expresión de desafío.

– No puedes hacerlo sin Andrew, ¿verdad? -dijo ella-. Ni siquiera se te para. Andrew era el que acababa. Todo lo que tú podías hacer era observarlo.

Él apretó la hoja, pinchándole la piel. Aun a través de su dolor, aun cuando las primeras gotas de sangre se deslizaron, ella mantuvo su mirada fija en la de él, sin mostrarle temor, negándole toda satisfacción.

– Ni siquiera eres capaz de tener relaciones con una mujer, ¿o sí? No, tu héroe Andrew tenía que hacerlo. Y él también era un perdedor.

El escalpelo vaciló. Se alejó de su piel. Ella lo vio resplandecer bajo la luz mortecina.

«Andrew. La clave es Andrew, el hombre que adora. Su dios».

– Perdedor. Andrew era un perdedor -dijo ella-. ¿Sabes por qué vino a verme esa noche, verdad? Vino a rogarme.

– No. -La palabra fue apenas susurrada.

– Me pidió que no lo echara. Me lo pidió de rodillas. -Ella se rió, un sonido áspero y sorprendente en ese sombrío lugar de muerte-. Fue patético. Ése era tu héroe, tu Andrew. Rogándome para que lo ayudara.

La mano que sostenía el escalpelo se cerró. La hoja volvió a apretar su vientre, y sangre fresca volvió a manar y resbalar por el costado. Reprimió con violencia el instintivo respingo, reprimió el grito. En cambio siguió hablando, con una voz tan fuerte y confiada que parecía ella la que sostenía el escalpelo.

– Me habló de ti. ¿No sabías eso, cierto? Me contó que ni siquiera puedes hablar con una mujer, que eres un cobarde. Él tenía que encontrarlas para ti.

– Mientes.

– Tú no significabas nada para él. Eras sólo un parásito. Un gusano.

– Mientes.

La hoja se hundió en su piel, y aunque luchaba contra ello, un alarido escapó de su garganta. «No ganarás, bastardo. Porque ya no te tengo miedo. Ya no le tengo miedo a nada».

Ella observó con los ojos ardientes, con la mirada desafiante de los condenados, mientras él efectuaba el siguiente corte.

Veinticinco

Rizzoli estaba mirando una fila de tortas surtidas, y se preguntaba cuántas de esas cajas estarían infestadas con insectos. El almacén de Hobbs era esa clase de despensa oscura y rancia regenteada por sus dueños, si es que uno imaginaba a los dueños como un par de vejetes avaros que venden leche podrida a los niños del colegio. Dean Hobbs era un viejo yanqui con ojos de sospecha continua que se detenían a estudiar las monedas del cliente antes de aceptarlas como pago. Con un gruñido le devolvió dos centavos en calidad de vuelta, y luego cerró con un golpe la caja registradora.

– No llevo la cuenta de los que usan esa porquería de cajero automático -le dijo a Rizzoli-. El banco lo puso ahí para comodidad de mis clientes. No tengo nada que ver con él.

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