Tess Gerritsen - El cirujano

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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisión de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La única clave de que dispone la policía es la doctora Catherine Cordell, víctima hace dos años de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior frío y elegante, y una bien ganada reputación como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada está a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisión, los detalles de la propia agonía de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persiguiéndola y acercarse cada vez más…

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«Me vio andando por el pasto, cruzando hacia el granero. Me vio abrir esas puertas. Supo que encontré el Mercedes. Supo que su hora había llegado. De modo que terminó con todo. Y salió corriendo».

La heladera lanzó unos estertores y quedó en silencio. Podía sentir sus propios latidos, golpeando como un tambor de ejecución.

Fue al volverse que captó la puerta del sótano. El único lugar que no había revisado.

Abrió la puerta y vio que la oscuridad acechaba allí abajo. Oh, maldición, odiaba esto, caminar desde la luz, descender esos pasos hasta lo que sabía que sería una escena de horror. No quería hacerlo, pero sabía que Cordell tenía que estar allí abajo.

Rizzoli revolvió su bolsillo en busca de su linternita. Guiada por su exiguo foco, descendió un peldaño, luego otro. El aire se sentía más frío, más húmedo.

Reconoció el olor de la sangre.

Algo le rozó la cara y ella saltó hacia atrás, espantada. Luego soltó un suspiro de alivio al notar que se trataba de la cadena para encender la luz, colgando encima de las escaleras. Levantó el brazo y tiró de la cadena. No sucedió nada.

Tendría que conformarse con la linternita.

Apuntó la luz hacia los escalones de nuevo, alumbrando su camino mientras descendía, sosteniendo el arma cerca de su cuerpo. Tras el calor bochornoso de arriba, el aire de allí abajo parecía casi congelado, y enfriaba la transpiración de su piel.

Llegó al final de las escaleras, y sus zapatos se movieron sobre tierra compacta. Estaba aún más frío allí abajo, y el olor de la sangre era más fuerte. El aire estaba viciado y mohoso. Y el silencio. Todo estaba tan silencioso; silencioso como la muerte. El sonido más alto era el de su propia respiración, entrando y saliendo de sus pulmones a toda prisa.

Movió la linterna describiendo un arco, y casi gritó cuando el haz de luz le devolvió un resplandor. Se quedó apuntando con el arma, el corazón desbocado, y vio qué era lo que había reflejado la luz.

Jarros de vidrio. Altos jarros de farmacia, alineados sobre un estante. No necesitó ver los objetos que flotaban dentro para saber lo que contenían esos jarros.

«Sus recuerdos».

Había seis jarros, cada uno etiquetado con un nombre. Más víctimas de las que hubieran imaginado.

El último estaba vacío, pero el nombre ya estaba escrito en la etiqueta; el recipiente estaba listo y a la espera de su premio. El mejor premio de todos.

Catherine Cordell.

Rizzoli giró sobre sus piernas, zigzagueando con la linterna alrededor del sótano, recorriendo columnas de concreto y piedras de los cimientos, y se detuvo abruptamente en un rincón lejano del lugar. Había algo negro que salpicaba la pared.

Sangre.

Movió la linterna, y vio directamente sobre el cuerpo de Cordell; tenía las muñecas y los tobillos atados con tela adhesiva a la cama. La sangre brillaba, fresca y húmeda, sobre su flanco. En uno de los blancos muslos había una única huella carmesí, donde el Cirujano había apretado su mano enguantada sobre la carne, como si quisiera dejar su marca. La bandeja de instrumentos quirúrgicos yacía junto a la cama; las herramientas surtidas de un torturador.

«Oh, Dios. Estuve tan cerca de salvarte…»

Enferma de disgusto, movió la luz hasta el pecho empapado de sangre de Cordell, hasta detenerse en el cuello. No había ninguna herida abierta, no había coup de grace.

La luz repentinamente fluctuó. No, no era la luz; ¡el pecho de Cordell se había movido!

«Todavía respira».

Rizzoli arrancó la tela adhesiva de la boca de Cordell y sintió su cálido aliento contra la mano. Vio que Cordell parpadeaba.

«¡Sí!»

Sintió un arrebato de triunfo, pero al mismo tiempo la sensación molesta de que algo andaba terriblemente mal. No había tiempo para detenerse a pensarlo. Tenía que sacar a Cordell de allí.

Sosteniendo la linterna con los dientes, liberó con celeridad ambas muñecas de Cordell, y la palpó para registrar su pulso. Había pulso, débil pero definitivamente presente.

Con todo, no podía sacudirse la sensación de que algo andaba mal. Incluso cuando comenzó a cortar la tela adhesiva del tobillo derecho de Cordell, incluso cuando alcanzó el tobillo izquierdo, una alarma sonaba dentro de su cabeza. Y pronto supo por qué.

Ese grito. Había escuchado el grito de Cordell desde el granero.

Pero había encontrado la boca de Cordell tapada con tela adhesiva.

«Se la quitó. Quería que gritara. Quería que la escuchara».

«¡Una trampa!»

Instantáneamente su mano fue hacia el revólver, que había dejado sobre la cama. Nunca lo alcanzó.

El arma golpeó contra su sien, un golpe tan duro que la arrojó boca abajo sobre el suelo de tierra apisonada. Luchó por incorporarse sobre sus piernas y sus manos.

El arma volvió silbando contra ella una vez más, aporreándola en un costado. Sintió el crujir de sus costillas, y el aliento escapó en un veloz resoplido. Giró sobre sus espaldas, con un dolor tan terrible que no se atrevía a llenar de aire sus pulmones.

Una luz se encendió, una única bombilla bamboleándose muy alto sobre su cabeza.

Él apareció mirándola desde arriba, su cara un óvalo negro bajo el cono de luz. El Cirujano, olfateando su nueva presa.

Ella giró sobre su costado ileso y trató de levantarse del suelo.

Él pateó su brazo y ella volvió a caer de espaldas, redoblando el dolor de sus costillas rotas. Lanzó un grito de agonía y no pudo moverse. Aun cuando él se acercaba. Aun cuando vio que el arma giraba sobre su cabeza.

Su bota cayó sobre la muñeca de Rizzoli, aplastándola contra el suelo.

Ella gritó.

Él se acercó a la bandeja de instrumentos y tomó uno de los escalpelos.

«No. Dios, no».

Se inclinó hasta quedar en cuclillas, con la bota todavía sosteniendo su muñeca, y levantó el escalpelo. Lo dejó caer en un arco despiadado sobre su mano abierta.

Esta vez fue un chillido, mientras el acero penetraba su carne, y se clavaba en el piso de tierra, dejando su mano ensartada en el piso.

Tomó otro escalpelo de la bandeja. Agarró su mano derecha y la estiró, extendiendo el brazo derecho. Apretó con su bota, asegurando la muñeca. Una vez más levantó el escalpelo. Una vez más lo dejó caer, apuñalando carne y tierra.

Esta vez su grito fue más débil. Fue un grito de derrota.

Él se levantó y se quedó mirándola por unos instantes, en la forma en que un coleccionista admira la flamante y vistosa mariposa que acaba de ensartar en la cartulina.

Volvió a la bandeja de instrumentos y levantó un tercer escalpelo. Con ambos brazos estirados, sus manos estacadas en el piso, Rizzoli sólo podía observar y esperar el acto final. Caminó a su alrededor y se agachó. Tomó un mechón de pelo de la coronilla y lo tiró hacia atrás, con violencia, dejando extendido su cuello. Ella lo miraba a los ojos, y aun así su cara seguía siendo un óvalo oscuro. Un agujero negro que devoraba toda la luz. Podía sentir la carótida golpeando contra su garganta, latiendo con cada golpe de su corazón. La sangre era la vida misma, fluyendo por sus arterias y sus venas. Se preguntó cuánto tiempo permanecería consciente una vez que el filo hubiera cumplido con su tarea. Si la muerte sería un desmayo gradual hacia la oscuridad.

Vio lo inevitable de la situación. Toda su vida había sido una luchadora, toda su vida había enfrentado con pasión la derrota, pero esta vez había sido derrotada. Su garganta aparecía desnuda, el cuello se arqueaba hacia atrás. Vio el resplandor de la hoja del escalpelo y cerró los ojos mientras él la apretaba contra su piel.

«Dios mío, que sea rápido».

Lo escuchó tomando una bocanada de aire preparatoria, sintió que su puño apretaba más su pelo.

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