Tess Gerritsen - El cirujano

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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisión de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La única clave de que dispone la policía es la doctora Catherine Cordell, víctima hace dos años de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior frío y elegante, y una bien ganada reputación como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada está a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisión, los detalles de la propia agonía de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persiguiéndola y acercarse cada vez más…

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Cerró la carpeta y se dirigió al laboratorio.

Erin Volchko estaba sentada frente a un prisma de rayos gamma, recorriendo una serie de microfichas. Cuando Rizzoli entró en el laboratorio, Erin levantó una fotografía y la desafió:

– ¡Deprisa! ¿Qué es?

Rizzoli frunció el entrecejo ante la imagen en blanco y negro de una franja escamosa.

– Es feo.

– Sí, ¿pero qué es?

– Probablemente algo grueso. Una pata de cucaracha.

– Es el pelo de un venado. Genial, ¿no? No parece un pelo humano.

– Hablando de pelos humanos. -Rizzoli le mostró el informe que acababa de leer-. ¿Puedes decirme algo más acerca de esto?

– ¿Del departamento de Warren Hoyt?

– Sí.

– Los pelos cortos sobre la almohada de Hoyt muestran Trichorrhexis invaginata. Parece ser el asesino que buscan.

– No, el otro pelo. El pelo negro que encontraron en el piso del baño.

– Déjame mostrarte la foto. -Erin buscó un grupo de microfichas. Las barajó como naipes, y sacó una del montón-. Éste es el pelo hallado en el baño. ¿Puedes ver los códigos numéricos que aparecen?

Rizzoli miró la hoja, y leyó la prolija caligrafía de Erin. A00-B00-C05-D33.

– Sí, lo que sea que signifique.

– Los dos primeros códigos, A00 y B00, indican que el pelo era lacio y negro. Bajo el microscopio compuesto, puedes ver los detalles adicionales. -Le alcanzó a Rizzoli la foto-. Mira el cabello. Está del lado grueso. Observa que la silueta de cruce es prácticamente redondeada.

– ¿O sea?

– Es una característica que nos ayuda a distinguir entre razas. Un cabello de un individuo africano, por ejemplo, es casi chato, como una cinta. Ahora mira la pigmentación, y notarás que es muy densa. ¿Ves la gruesa cutícula? Todo esto apunta a la misma conclusión. -Erin la miró-. Este cabello es característico de la ascendencia oriental.

– ¿Qué quieres decir con oriental?

– China o japonesa. El subcontinente indio. Posiblemente indio americano.

– ¿Eso puede confirmarse? ¿Hay suficiente raíz como para hacer un examen de ADN?

– Por desgracia no. Parece haber sido cortado, no cayó en forma natural. No hay tejido folicular en este cabello. Pero estoy segura de que este pelo proviene de alguien no europeo ni tampoco africano.

«Una mujer asiática», pensó Rizzoli mientras volvía a la Unidad de Homicidios. ¿Cómo llegaba esto al caso? En el corredor de paredes de vidrio que conducía al ala norte se detuvo, con los ojos cansados entrecerrados ante la luz del sol mientras miraba el vecindario de Roxbury. ¿Habría una víctima cuyo cuerpo todavía no habían encontrado? ¿Hoyt había cortado su pelo como un recuerdo, del mismo modo en que lo había hecho con Cordell?

Se dio vuelta y se sorprendió al ver a Moore pasar justo a su lado, camino al ala sur. Nunca se habría dado por aludido si ella no lo hubiera llamado.

Se detuvo, y de mala gana se volvió para mirarla a la cara.

– Ese largo cabello del piso del baño de Hoyt -dijo-. El laboratorio sostiene que es de una persona oriental. Puede haber una víctima que nos esté faltando.

– Ya discutimos esa posibilidad.

– ¿Cuándo?

– Esta mañana, en la reunión.

– Maldición, Moore. No me dejen fuera del circuito.

Su frío silencio sirvió para amplificar la histeria de su explosión.

– Yo también quiero atraparlo -dijo. Lenta, inexorablemente, se le acercó hasta quedar exactamente frente a su cara-. Quiero atraparlo tanto como tú. Déjame volver.

– No es mi decisión. Depende de Marquette. -Se dio vuelta para retirarse.

– ¿Moore?

Se detuvo impaciente.

– No puedo tolerar esto -dijo ella-. Esta pelea entre nosotros.

– No es el momento para discutirlo.

– Mira, lo siento. Estaba desquiciada contigo por lo de Pacheco. Sé que es una excusa estúpida por lo que hice. Por haberle dicho a Marquette acerca de lo que pasaba entre ti y Cordell.

La miró a los ojos.

– ¿Por qué lo hiciste?

– Ya te lo dije. Estaba furiosa.

– No, hay algo más que lo de Pacheco. Es acerca de Catherine, ¿no es verdad? Te disgustó desde el primer día. No podías soportar el hecho…

– ¿De que te estabas enamorando de ella?

Se produjo un largo silencio. Cuando Rizzoli habló, no pudo evitar el sarcasmo en su voz.

– Sabes, Moore, a pesar de tu elevada apreciación sobre las mentes femeninas, de tu admiración por las habilidades de las mujeres, tú también caes en lo mismo que el resto de los hombres. Tetas y culos.

Se puso lívido de furia.

– De modo que la odias por la forma en que se ve. Y te indigna que yo me sienta atraído por eso. ¿Pero sabes qué, Rizzoli? ¿Qué hombre crees que pueda enloquecer por ti, cuando ni siquiera tú misma te gustas?

Ella lo miró con amargura mientras se alejaba. Apenas unas semanas atrás había pensado en Moore como la última persona en la Tierra que diría algo tan cruel. Sus palabras la herían más que si vinieran de cualquier otra persona.

Que lo que había dicho fuera la verdad era algo que se negaba a considerar.

Abajo, al pasar por la recepción, se detuvo frente al monumento a la memoria de los policías caídos del Departamento de Policía de Boston. Los nombres de los muertos estaban tallados en la pared en orden cronológico, comenzando por Ezequiel Hodson en 1854. Un jarrón con flores descansaba sobre el piso de mármol como tributo. Hazte matar en la línea del deber, y eres un héroe. Qué sencillo, qué definitivo. Ella no sabía nada acerca de esos hombres cuyos nombres ahora aparecían inmortalizados. Hasta donde sabía, algunos de ellos podían haber sido policías corruptos, pero la muerte había convertido sus nombres y reputaciones en algo intachable. Permanentes en esa pared, ante ella, casi les tenía envidia.

Caminó hasta su auto. Revolviendo en la guantera encontró un mapa de Nueva Inglaterra. Lo desplegó sobre el asiento y sopesó dos posibilidades: Nashua, en New Hampshire, o Lithia, en la parte oeste de Massachusetts. Warren Hoyt había utilizado cajeros en ambos lugares. Se trataba de una mera adivinanza. Una moneda lanzada al aire.

Encendió el motor. Eran las diez y media; no llegaría a la ciudad de Lithia hasta el mediodía.

Agua. Era lo único en lo que Catherine podía pensar, en ese sabor fresco y limpio recorriendo su boca. Pensó en todas las fuentes de las que había bebido, en los oasis de acero inoxidable de los corredores de hospitales, de los que brotaba agua helada que le salpicaba los labios y el mentón. Pensó en hielo granizado y la forma en que los pacientes postquirúrgicos estiraban sus cuellos y abrían sus labios resecos como pichones de ave para recibir unas pocas y preciosas gotas del precioso elemento.

Y pensó en Nina Peyton, atada en su dormitorio, sabiendo que estaba condenada a morir, aunque todavía capaz de pensar únicamente en la terrible sed que la acometía.

«Así es como nos tortura. Así es como nos quebranta. Quiere que le roguemos por agua, que le roguemos por nuestras vidas. Quiere el control total. Quiere que reconozcamos su poder».

La había dejado toda la noche observando la bombilla desnuda y solitaria sobre su cabeza. En varias ocasiones se había quedado dormida, sólo para despertar con un sobresalto, el estómago retorcido de pánico. Pero el pánico no podía prolongarse por mucho tiempo, y mientras pasaban las horas, y ninguna clase de esfuerzo lograba aflojar las ataduras, su cuerpo parecía retrotraerse a un estado de animación suspendida. Ella merodeaba allí, en la penumbra pesadillesca entre la negación y la realidad, con la mente enfocada con exquisita concentración en su necesidad de agua.

Unos pasos crujieron contra el piso. La puerta se abrió con un chirrido.

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