Rizzoli se quedó en el auto por un momento, demasiado cansada para salir. Y demasiado desmoralizada por aquello en lo que se había convertido su prometedora carrera de antaño: sentada sola en esa calle llena de basura, contemplando la inutilidad de subir por esos escalones y golpear la puerta. De hablar con una mujer sorprendida que casualmente tenía pelo oscuro. Pensó en Ed Geiger, otro policía de Boston que también había estacionado su auto en una calle sucia alguna vez, y había decidido, a la edad de cuarenta y nueve años, que en realidad se trataba del fin del camino para él. Rizzoli fue la primera detective en llegar al lugar. Mientras todos los otros policías daban vueltas alrededor del auto con el parabrisas salpicado de sangre, sacudiendo la cabeza y murmurando con pena frases para el pobre Ed, Rizzoli había sentido poca simpatía por ese policía patético que se había volado los sesos.
«Es tan fácil», pensó, de pronto consciente del arma en su cadera. No era el arma de servicio que había tenido que devolverle a Marquette, sino la suya propia, de su casa. Un revólver puede ser tu mejor amigo o tu peor enemigo. A veces las dos cosas a la vez.
Pero ella no era Ed Geiger; ella no era una perdedora que se comería su revólver. Apagó el motor y a regañadientes salió del auto para hacer su trabajo.
Rizzoli había pasado toda su vida en la ciudad, y el silencio de este lugar le resultaba ominoso. Subió los escalones de la galería, y cada crujido de la madera parecía magnificado. Las moscas volaban por encima de su cabeza. Golpeó la puerta, esperó. Hizo el intento de girar el picaporte pero lo encontró trabado. Volvió a golpear, luego llamó, y su voz vibró con sorprendente sonoridad:
– ¿Hola?
Para entonces los mosquitos ya la habían localizado. Se golpeó en la cara, y vio una mancha oscura de sangre en su palma. Al demonio con la vida campestre; al menos en la ciudad, los chupadores de sangre caminan en dos patas y uno puede verlos acercarse.
Volvió a golpear con energía un par de veces más, se abofeteó para matar más mosquitos, y por fin se rindió. No parecía haber nadie en casa.
Rodeó la casa hasta la parte trasera, buscando algún signo de entrada forzada, pero todas las ventanas estaban cerradas, todos los vidrios estaban intactos. Las ventanas eran demasiado altas como para que un intruso se trepara por ellas sin la ayuda de una escalera, y la casa había sido levantada sobre cimientos de piedra.
Se alejó de la casa y supervisó el jardín de atrás. Había un viejo granero y un estanque de granja, verde de moho. Un pato solitario flotaba a la deriva con aspecto deprimido; tal vez había sido rechazado de su bandada. No había signos de nada sospechoso en el jardín, sólo malezas hasta la altura de la rodilla y pasto y mosquitos. Muchos mosquitos.
Unas llantas viejas conducían al granero. Unas rayas de pasto se veían aplastadas por el reciente paso de un automóvil.
El último lugar para chequear.
Recorrió el camino de pasto aplastado hasta el granero y vaciló. No tenía orden de registro, ¿pero quién iba a enterarse? Tan sólo echaría un vistazo para confirmar que no había ningún auto dentro.
Manipuló las manijas y abrió las pesadas puertas.
El sol penetró dentro, realizando un corte a lo largo del lúgubre granero, y unas motas de polvo giraron ante la abrupta intromisión del aire. Ella se quedó petrificada, observando el auto estacionado dentro.
Era un Mercedes amarillo.
Un sudor helado le bajó por la cara. Todo tranquilo, salvo por una mosca que zumbaba en las sombras. Estaba demasiado tranquilo.
No registró el momento en que abrió su funda y sacó el arma. Pero de repente estaba en su mano, mientras se movía hacia el auto. Miró por la ventanilla del conductor, una mirada rápida para confirmar que estaba desocupado. Luego una segunda mirada, más prolongada, registrando el interior. Su mirada recayó sobre un bulto oscuro que yacía en el asiento de adelante. Una peluca.
«¿De dónde proviene la mayoría de las pelucas? De Oriente».
La mujer de pelo negro.
Recordó el video de seguridad del hospital el día en que Nina Peyton fue asesinada. En ninguna de las cintas aparecía Warren Hoyt llegando al ala Cinco Oeste.
«Porque entró en la guardia de cirugía como una mujer, y salió como un hombre.»
Un grito.
Ella giró para enfrentar la casa, con el corazón latiendo a toda velocidad.
«¿Cordell?»
Con la velocidad de una bala estaba fuera del granero, corriendo al límite de sus fuerzas entre la maleza, enfilando hacia la puerta trasera de la casa.
Cerrada.
Con los pulmones exhalando pesados bramidos, retrocedió, considerando la puerta, el marco. Abrir puertas a las patadas tiene más que ver con la adrenalina que con la fuerza muscular. Como policía novata, y en calidad de única mujer de su equipo, Rizzoli había sido la única en recibir la orden de tirar a patadas la puerta de un sospechoso. Era una prueba, y los otros policías creían, y tal vez esperaban, que fallara. Mientras aguardaban el momento de la humillación, Rizzoli había reunido todo su resentimiento, toda su furia, en esa puerta. Con sólo dos patadas, la abrió haciendo saltar las astillas, y avanzó como un demonio de Tasmania.
La misma adrenalina rugía dentro de ella mientras apuntaba con el arma y lanzaba tres disparos. Sacudió su taco contra la puerta. La madera crujió. Volvió a patear. Esta vez se abrió de par en par y ella se introdujo, avanzando en cuclillas, la mirada y el arma recorriendo simultáneamente el cuarto. Una cocina. Las sombras lo cubrían ya casi todo, pero había luz suficiente como para ver que no había nadie más allí. Vajilla sucia en la pileta. La heladera zumbaba y gorgoteaba.
«¿Está él aquí? ¿Estará en el próximo cuarto, esperándome?»
Cristo, debería haber llevado el chaleco. Pero no se había imaginado esto.
El sudor resbalaba entre sus pechos, empapando su corpiño deportivo. Ubicó un teléfono en la pared. Se dirigió a él y levantó el auricular. No tenía tono. Ya no había esperanzas de llamar por refuerzos.
Lo dejó colgando y se colocó a un costado de la puerta. Miró hacia el cuarto de al lado y vio una sala, un sillón mugriento, unas pocas sillas.
¿Dónde estaba Hoyt? ¿Dónde?
Avanzó hacia la sala. A mitad de camino, lanzó un gritito de espanto cuando sonó su localizador. Mierda. Lo apagó, y siguió atravesando la sala.
En la recepción se detuvo, mirando atónita.
La puerta principal estaba abierta de par en par.
«Salió de la casa».
Salió a la galería. Mientras los mosquitos revoloteaban sobre su cabeza, revisó el jardín de adelante, mirando la carretera sucia, donde había dejado su auto, luego la maleza alta y la franja del bosque cercano con su borde desparejo de retoños que avanzaban. Demasiados lugares ahí afuera donde esconderse. Mientras había estado armando todo ese escándalo como un toro estúpido en la puerta de atrás, él se había deslizado por la puerta de adelante y había huido al bosque.
«Cordell está en la casa. Encuéntrala».
Volvió a la casa y subió apresuradamente las escaleras. Hacía calor en los cuartos de arriba, y faltaba el aire, y ella transpiraba a mares mientras revisaba atolondradamente los tres dormitorios, el baño, los armarios. Nada de Cordell.
Dios, estaba sofocándose ahí arriba.
Volvió a bajar las escaleras, y el silencio de la casa hizo que los pelos de la nuca se le erizaran. Como una revelación fulminante, supo que Cordell estaba muerta. Que lo que había escuchado desde el granero debía de haber sido un grito mortal, el último sonido proferido por una garganta moribunda.
Volvió a la cocina. A través de la ventana por encima de la pileta, tenía una visión sin obstáculos del granero.
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