Las paletas realizaron la descarga, enviando un sacudón eléctrico al corazón. El pecho del hombre saltó del colchón como un gato sobre una parrilla.
– ¡Continúa en fibrilación ventricular!
– Un miligramo de epinefrina intravenosa, luego haremos otra descarga de cien -dijo Catherine.
El glóbulo de epinefrina se deslizó a través de la línea central.
– ¡Atrás!
Una nueva descarga de las paletas, un nuevo salto del pecho.
En el monitor, la línea de electrocardiograma se elevó bruscamente, y luego volvió a una temblequeante raya. Los últimos estertores de un corazón agonizante.
Catherine observó al paciente y pensó: «¿Cómo puedo revivir esta montaña de huesos marchitos?»
– ¿Quiere… seguir insistiendo? -preguntó un residente, jadeando mientras comprimía. Una gota de sudor se deslizó brillante por su mejilla.
«No quiero resucitarlo en absoluto», pensó, y estaba a punto de darlo por terminado cuando Angela le susurró al oído:
– El hijo está aquí. Está mirando.
Catherine le lanzó una mirada a Ivan Gwadowski, parado junto a la puerta. Ahora no tenía opción. Por algo menos que este esfuerzo, el hijo se aseguraría de que lo pagara con el infierno.
En el monitor, la línea trazaba la superficie de un mar agitado por la tormenta.
– Vamos una vez más -dijo Catherine-. Doscientos joules esta vez. Que traigan sangre para el código de litio.
Escuchó el reverbero metálico del cajón del equipo de resucitación al abrirse. Aparecieron tubos de sangre y una jeringa.
– ¡No puedo encontrar la vena!
– Utilice la línea central.
– ¡Háganse a un lado!
Todos se alejaron mientras las paletas descargaban.
Catherine observó el monitor, con la esperanza de que la descarga haría reaccionar al corazón. Por el contrario, la línea bajó a unas olitas apenas perceptibles.
Un nuevo glóbulo de epinefrina atravesó la línea central.
El residente, colorado y transpirado, reanudó la compresión sobre el pecho. Un nuevo par de manos tomó la bolsa y comenzó a mandar aire a los pulmones, pero era como tratar de insuflar vida a una vaina seca. Catherine ya podía percibir el cambio de voces a su alrededor, el tono de urgencia aplacado, las palabras secas y automáticas. Ahora era meramente un ejercicio, destinado a una inevitable derrota. Miró alrededor del cuarto, y a más de una docena de personas amontonadas alrededor de la cama, y vio que la decisión a tomar era obvia para todos. Tan sólo esperaban su palabra.
Ella la pronunció.
– Llamemos al encargado del protocolo -dijo-. Once horas trece minutos.
En silencio, todos se alejaron, mirando calladamente el objeto de su derrota, Herman Gwadowski, que yacía enfriándose entre una maraña de cables y sondas. Una enfermera apagó el monitor del electrocardiograma y el osciloscopio quedó en blanco.
– ¿Por qué no le ponen un marcapasos?
Catherine, a punto de firmar la hoja del protocolo, se dio vuelta y vio que el hijo del paciente había ingresado en la habitación.
– No queda nada por hacer -dijo-. Lo siento. No logramos hacer que su corazón volviera a latir.
– ¿No se usan los marcapasos para eso?
– Hicimos todo lo que pudimos.
– Todo lo que hicieron fue darle electricidad.
«¿Todo?» Miró alrededor de la habitación, la evidencia de sus esfuerzos, las jeringas usadas, los frascos de remedios y los envoltorios abiertos. Los despojos médicos que quedaban después de cada batalla. Todos en la habitación miraban, observando cómo manejaría esto Catherine.
Ella dejó caer la planilla sobre la que había estado escribiendo, los labios ya moldeados por palabras de ira. Nunca tuvo oportunidad de pronunciarlas. En cambio se abalanzó hacia la puerta.
En algún lugar del pabellón una mujer estaba gritando.
En un instante Catherine salió de la habitación, con las enfermeras tras ella. A toda carrera dobló la curva y localizó a una asistente parada en el corredor, sollozando y apuntando hacia la habitación de Nina. La silla fuera de la habitación estaba vacía.
«Allí debería haber un policía. ¿Dónde está?»
Catherine abrió la puerta de un empujón y se quedó helada.
La sangre fue lo primero que vio; luminosas cintas que bajaban en arroyos por la pared. Luego miró a la paciente, despatarrada boca abajo en el piso. Nina había caído a medio camino entre la pared y la puerta, como si se las hubiera arreglado para tambalearse un par de pasos antes de caer. Sus vías intravenosas estaban desconectadas y un río de solución salina brotaba por el tubo abierto y caía al piso, donde se acumulaba un charco próximo a una acumulación de sangre mucho mayor.
«Estuvo aquí. El Cirujano estuvo aquí».
Aunque la fuerza de su instinto le gritaba que se alejara, que volara de allí, se obligó a dar un paso adelante, a caer de rodillas junto a Nina. La sangre empapaba sus pantalones de hospital, y todavía estaba caliente. Dio vuelta el cuerpo boca arriba.
Con una sola mirada a la cara blanca, a los ojos fijos, supo que Nina ya había muerto. «Apenas unos minutos atrás escuché tu corazón latiendo».
Emergiendo lentamente de su estupor, Catherine levantó la vista y vio un círculo de caras asustadas.
– El policía -exclamó-. ¿Dónde está el policía?
– No lo sabemos.
Se incorporó con dificultad, y todos se hicieron a un lado para dejarla pasar. Ignorando el hecho de que estaba rastreando una línea de sangre, salió fuera de la habitación, la mirada perdiéndose frenética a un lado y otro del corredor.
– ¡Oh, Dios mío! -gritó una enfermera.
En el extremo del corredor, una oscura línea avanzaba lentamente por el piso. Sangre. Brotaba por debajo de la puerta de la sala de abastecimiento.
Rizzoli contemplaba la grabación de la escena del crimen hecha en la habitación del hospital de Nina Peyton. La sangre arterial había brotado en un diseño celebratorio de ondulantes estrías. Continuaba su camino por el corredor hasta la sala de abastecimiento, donde había sido encontrado el cuerpo del policía. También ese umbral cruzaba el campo de grabación de la cinta. Allí dentro había un bosque de barras para vías intravenosas, estantes con papagayos y palanganas y cajas de guantes, todo atravesado por zigzagueantes líneas de sangre. Uno de los suyos había muerto en ese cuarto, y para cada integrante del Departamento de Policía de Boston, la cacería del Cirujano era ahora algo profunda e intensamente personal.
Ella se volvió hacia el oficial parado cerca.
– ¿Dónde está el detective Moore?
– Abajo, en la administración. Están buscando las grabaciones de seguridad del hospital.
Rizzoli miró a un lado y a otro del corredor, pero no logró ubicar ninguna cámara. No tendrían videos de este pasillo.
Se deslizó escaleras abajo hacia la sala de conferencias, donde Moore y dos enfermeras controlaban las grabaciones de seguridad. Nadie la miró pasar; todos estaban concentrados en el monitor de televisión, donde pasaban la cinta.
Pertenecía a la cámara frente a los ascensores del sector Cinco Oeste. En el video, la puerta del ascensor se abrió. Moore congeló la imagen.
– Allí -dijo-. Éste es el primer grupo en salir del ascensor después de que se pidió el código. Conté once pasajeros, y todos salieron apurados.
– Es lo previsible con un código azul -dijo la enfermera de guardia-. El anuncio se transmite por todo el sistema de parlantes del hospital. Se asume que todo el que esté disponible debe presentarse.
– Mire bien estas caras -dijo Moore-. ¿Los reconoce a todos? ¿Hay alguien allí que no debería estar?
– No puedo ver todas las caras. Salen del ascensor como en bloque.
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