– ¿Tenemos alguna identificación?
– Ninguna de las enfermeras pudo decir quién era.
– Mierda, estaba en su piso.
– Igual que tanta gente. Todos estaban concentrados en salvar a Hermán Gwadoswski. Todos menos él.
Rizzoli se acercó a la pantalla de video, la mirada congelada sobre la solitaria silueta enmarcada por el pasillo blanco. A pesar de no verle la cara, sintió el escalofrío que le hubiera producido ver los ojos del diablo. «¿Eres el Cirujano?»
– Nadie recuerda haberlo visto -dijo Moore-. Nadie recuerda haber subido con él en el ascensor. Pero ahí está. Un fantasma que aparece y desaparece a voluntad.
– Se retiró a los ocho minutos de comenzada la emergencia -dijo Rizzoli, mirando la hora en la pantalla-. Había dos estudiantes de medicina que pasaron caminando justo delante de él.
– Sí, hablé con ellos. Tenían que asistir a una clase a las once. Por eso dejaron el código antes de tiempo. No notaron que este hombre los siguió hasta las escaleras.
– De modo que no tenemos testigos.
– Sólo la cámara.
Ella todavía estaba concentrada en la hora. A los ocho minutos del código. Trató de armar una coreografía en su mente. Caminar hacia el policía: diez segundos. Decirle que lo siga unos pasos por el corredor, hacia la sala de abastecimiento: treinta segundos. Cortarle la garganta: diez segundos. Salir, cerrar la puerta, entrar en la habitación de Nina Peyton: quince segundos. Despachar a la segunda víctima, salir. Treinta segundos. Eso sumaba dos minutos como máximo. Pero quedaban seis minutos. ¿Para qué utilizó ese tiempo de sobra? ¿Para limpiar? Había una gran cantidad de sangre; bien podría haberse salpicado con ella.
Tuvo tiempo suficiente para trabajar. La asistente de enfermería no descubrió el cuerpo de Nina hasta diez minutos después de que ese hombre, en la pantalla de video, caminara hacia la puerta de la escalera. Para entonces, ya podía estar a más de un kilómetro de distancia, en su auto.
«Una sincronización admirable. Este asesino se mueve con la exactitud de un reloj suizo».
Abruptamente se enderezó en la silla, con esta nueva convicción hormigueando en su interior como una descarga eléctrica.
– Lo sabía. Jesús, Moore, sabía que habría un código azul. -Ella lo miró y vio, por su serena reacción, que él también había llegado a esa conclusión-. ¿El señor Gwadowski recibió alguna visita?
– El hijo. Pero la enfermera estuvo en la habitación todo el tiempo. Y estaba allí cuando el paciente entró en código.
– ¿Qué sucedió inmediatamente antes del código?
– Cambió la bolsa de la vía intravenosa. Enviamos la bolsa para analizar.
Rizzoli volvió a mirar la pantalla de video, donde la imagen del hombre de guardapolvos blanco permanecía congelada.
– Esto no tiene sentido. ¿Por qué iba a asumir un riesgo semejante?
– Fue apenas una lavada de cara, para deshacerse de un cabo suelto: el testigo.
– ¿Pero exactamente de qué fue testigo Nina Peyton? Vio una cara enmascarada. Él sabía que no podría identificarlo. Sabía que prácticamente no representaba peligro. Sin embargo, pasó por todos estos inconvenientes para matarla. Se expuso a la posibilidad de ser capturado. ¿Qué es lo que gana con eso?
– Satisfacción. Finalmente concluyó su asesinato.
– Pero podía haberlo concluido en su casa, Moore. Dejó que Nina Peyton viviera esa noche. Lo que indica que planeaba terminarlo de esta manera.
– ¿En el hospital?
– Sí.
– ¿Con qué propósito?
– No lo sé. Pero me parece interesante que de todos los pacientes de ese pabellón, haya sido Herman Gwadowski el que eligió para divertirse. Un paciente de Catherine Cordell.
El localizador de Moore sonó. Mientras respondía a la llamada, Rizzoli volvió a concentrar su atención en la pantalla. Apretó reproducir, y observó al hombre de guardapolvos blanco acercarse a la puerta. Adelantó la cadera para golpear la hoja de la puerta, y pasó por ella. Ni una sola vez permitió que su cara se hiciera visible ante la cámara. Ella apretó rebobinar, y observó nuevamente la secuencia. Esta vez, mientras su cadera rotaba levemente, lo vio: el bulto bajo su uniforme blanco. Estaba del lado derecho, a la altura de su cintura. ¿Qué escondía allí? ¿Una muda de ropa? ¿Su equipo de asesinato?
Escuchó a Moore decir por teléfono:
– ¡No toques nada! Déjalo todo como está. Voy en camino.
Mientras apagaba, Rizzoli le preguntó:
– ¿Quién era?
– Catherine -dijo Moore-. Nuestro muchacho acaba de enviarle otro mensaje.
– Llegó con el correo interno del departamento -dijo Catherine-. En cuanto vi el sobre, supe que era de él.
Rizzoli observó a Moore colocarse un par de guantes. «Precaución inútil, -pensó-, ya que el Cirujano nunca deja huellas ni evidencia». Era un gran sobre marrón con una cuerda y un botón como cierre. Sobre la línea del extremo superior habían escrito en tinta azul: «Para Catherine Cordell. Salutaciones de cumpleaños de A. C».
«Andrew Capra», pensó Rizzoli.
– ¿No lo abriste? -preguntó Moore.
– No. Lo dejé allí, sobre mi escritorio. Y te llamé.
– Buena chica.
Rizzoli pensó que su respuesta era condescendiente, pero estaba claro que Catherine, que le dedicó una sonrisa tensa, no lo había tomado en ese sentido. Algo sucedía entre Moore y Catherine. Una mirada, una corriente tibia, que Rizzoli registraba con una dolorosa punzada de celos. «Estos dos han ido más lejos de lo que imaginaba».
– Parece vacío -dijo él. Con las manos enguantadas liberó el hilo del cierre. Rizzoli deslizó una hoja blanca sobre la abertura para atrapar su contenido. Él dobló la solapa y dio vuelta el sobre.
Unos sedosos cabellos castaño rojizo cayeron y se amontonaron en un brillante montón sobre la hoja de papel.
Un escalofrío recorrió la columna de Rizzoli.
– Parece pelo humano.
– Oh, Dios. Oh, Dios…
Rizzoli se dio vuelta y vio que Catherine retrocedía horrorizada. Rizzoli observó el pelo de Catherine, luego volvió a mirar los mechones que habían caído del sobre. «Es su pelo. Es el pelo de Cordell».
– Catherine. -Moore hablaba despacio, tratando de transmitirle su serenidad. -Es muy probable que no sea tuyo.
Ella le dirigió una mirada de pánico.
– ¿Y si lo es? ¿Cómo pudo…?
– ¿Tienes un cepillo en tu casillero de cirugía? ¿En tu oficina?
– Moore -dijo Rizzoli-. Mira estos cabellos. No fueron extraídos de un cepillo. Las raíces han sido cortadas. -Se volvió hacia Catherine-. ¿Quién le cortó el pelo por última vez, doctora Cordell?
Lentamente, Catherine se acercó a la superficie del escritorio y miró los mechones como si se tratara de una serpiente venenosa.
– Sé cuándo lo hizo -dijo con calma-. Lo recuerdo.
– ¿Cuándo?
– Fue esa noche… -Miró a Rizzoli con una expresión de estupor-. En Savannah.
Rizzoli colgó el teléfono y miró a Moore.
– El detective Singer lo confirmó. Le cortaron un mechón de pelo.
– ¿Por qué eso no apareció en el informe de Singer?
– Cordell no lo notó hasta el segundo día de hospitalización, cuando se miró al espejo. Como Capra estaba muerto, y no se había encontrado pelo en la escena del crimen, Singer asumió que el pelo había sido cortado por el personal del hospital. Tal vez durante el tratamiento de emergencia. La cara de Cordell estaba bastante hinchada, ¿recuerdas? Los médicos de emergencias deben de haberle cortado el pelo para despejar parte del cuero cabelludo.
– ¿Singer confirmó si fue alguien del hospital el que le cortó el pelo?
Rizzoli dejó a un lado su lápiz y suspiró.
Читать дальше