Es de esta manera como conozco al señor Gwadowski.
No será una amistad muy larga.
Angela Robbins era una enfermera responsable y estaba irritada porque la dosis de antibióticos de las diez para el señor Gwadowski no había llegado todavía. Se acercó al empleado del pabellón Cinco Oeste y dijo:
– Todavía estoy esperando los medicamentos intravenosos del señor Gwadowski. ¿Puede volver a llamar a Farmacia?
– ¿Revisó la planilla de Farmacia? Llegó a las nueve.
– No había nada en ella para Gwadowski. Necesita su dosis intravenosa de Zosyn ahora mismo.
– Oh, acabo de recordarlo. -El empleado se levantó y se acercó a unos casilleros en el extremo opuesto del mostrador-. Lo trajo hace un rato un asistente de Cuatro Oeste.
– ¿Cuatro Oeste?
– Enviaron la bolsa al piso equivocado. -El empleado corroboró la etiqueta-. Gwadowski, 521A.
– Exacto -dijo Angela, tomando la pequeña bolsa.
En su camino de regreso a la habitación, leyó la etiqueta, confirmando el nombre del paciente, la orden del médico, y la dosis de Zosyn que había sido agregada a la bolsa de solución salina. Todo estaba en orden. Hace dieciocho años, cuando Angela había comenzado a trabajar como enfermera novata, cualquier enfermera registrada podía entrar tranquilamente en el pabellón de suministros, tomar una bolsa de fluido intravenoso y agregar los medicamentos necesarios. Un par de errores cometidos por enfermeras apuradas y unas pocas demandas muy publicitadas habían cambiado todo eso. Ahora hasta una sencilla bolsa de solución salina intravenosa con añadido de potasio tenía que venir de la farmacia del hospital. Era una instancia burocrática más, un nuevo eslabón en la complicada maquinaria de la atención sanitaria, y Angela lo lamentaba. Había causado que se demorara una hora la llegada de esta bolsa de solución salina.
Conectó el entubado intravenoso del señor Gwadowski a la nueva bolsa y la colgó de la barra. A lo largo de la operación, el señor Gwadowski permaneció impávido. Estaba en coma desde hacía dos semanas, y ya exudaba el olor de la muerte. Angela había sido enfermera por bastante tiempo como para reconocer ese hedor, semejante al sudor ácido; ése era el preludio al tránsito final. Cada vez que lo detectaba, solía murmurar a las otras enfermeras: «Éste no va a lograrlo». Eso era lo que pensaba ahora, mientras abría el flujo de la sonda y chequeaba los signos vitales del paciente. «Éste no va a lograrlo». Con todo, realizaba sus tareas con el mismo cuidado que le daría a cualquier otro paciente.
Era tiempo de someterlo a un baño de esponja. Acercó una palangana con agua caliente hasta la cama, mojó un lienzo, y comenzó a fregar la cara del señor Gwadowski. Permanecía con la boca abierta, la lengua seca y arrugada. Si tan sólo le permitieran morir. Si tan sólo lo liberaran de este infierno. Pero el hijo no permitiría ni siquiera un cambio en el protocolo, y así el pobre viejo continuaba viviendo, si es que a eso se le podía llamar vida; su corazón continuaba latiendo en esa descompuesta coraza que era su cuerpo.
Abrió la bata que llevaban los pacientes del hospital y corroboró el sitio donde entraba la línea intravenosa central. La marca se veía ligeramente roja, lo que la preocupó. Ya no tenían lugar en el brazo por dónde canalizarlo. Este lugar era ahora la única vía de acceso, y Angela siempre tenía el cuidado de mantener la herida limpia y con tela adhesiva nueva. Tras el baño en la cama, debía cambiarlo de ropa.
Le secó el pecho, deslizando el paño mojado por los surcos de las costillas. Podía inferir que nunca había sido un hombre musculoso, y lo que quedaba de su pecho era apenas un pergamino extendido sobre los huesos.
Escuchó pasos, y no le alegró ver al hijo del señor Gwadowski entrar en la habitación. Con una rápida mirada la puso a la defensiva. Así era este hombre; siempre señalaba los errores y descuidos en los demás. Solía hacerlo con su hermana. Una vez Angela los había escuchado discutir, y tuvo que reprimirse para no salir en defensa de la hermana. A fin de cuentas, a Angela no le correspondía decir a este tipo lo que ella pensaba de sus amenazas. Pero tampoco consideraba correcto manifestarse demasiado amistosa con él. De modo que se limitó a mover la cabeza, y continuó con su baño de esponja.
– ¿Cómo está? -preguntó Ivan Gwadowksi.
– No hubo cambios. -Su voz era fría e impersonal. Hubiera deseado que se retirara, que terminara con su pequeña ceremonia de fingida preocupación, y que la dejara hacer tranquila su trabajo. Era lo suficientemente perceptiva como para entender que el amor constituía un aspecto ínfimo de la causa de su presencia allí. Había asumido esta responsabilidad porque era lo que estaba acostumbrado a hacer, y porque no delegaría el control en nadie. Ni siquiera en la Muerte.
– ¿Ha venido a verlo la doctora?
– La doctora Cordell viene todas las mañanas.
– ¿Y qué dice ella del hecho de que siga en coma?
Angela devolvió el paño a la palangana y se irguió para mirarlo.
– No creo que haya mucho que decir, señor Gwadowski.
– ¿Cuánto tiempo estará así?
– El tiempo que usted permita que esté así.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– ¿No sería más humano dejarlo morir?
Ivan Gwadowski la miró fijo.
– Sí, eso facilita la vida de todos, ¿no es así? Y deja libre otra cama de hospital.
– Eso no fue lo que dije.
– Sé cómo funcionan los hospitales hoy en día. El paciente permanece mucho tiempo, y ustedes corren con los gastos.
– Yo sólo hablaba de lo que es mejor para su padre.
– Lo mejor sería que el hospital hiciera su trabajo.
Antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse, Angela se dio vuelta y tomó el paño de la palangana. Lo volvió a sacar con manos temblorosas. «No discutas con él. Sólo haz tu trabajo. Es la clase de hombre que se toma todo a pecho».
Colocó el paño empapado sobre el abdomen del paciente. Sólo entonces advirtió que el anciano no respiraba.
Al instante Angela palpó el cuello en busca del pulso.
– ¿Qué pasa? -preguntó el hijo-. ¿Está bien?
Ella no contestó. Empujándolo, salió corriendo al pasillo.
– ¡Código azul! -gritó-. ¡Código azul para la habitación 521!
Catherine salió a toda velocidad de la habitación de Nina Peyton y rodeó el extremo del corredor, hacia el siguiente pasillo. El personal ya se había reunido en la habitación 521 y se amontonaba en el pasillo, donde un grupo de estudiantes de medicina con los ojos muy abiertos estiraban sus cuellos para ver la acción.
Catherine se abrió paso a empujones dentro de la habitación y exclamó, por encima del caos:
– ¿Qué sucedió?
Angela, la enfermera del señor Gwadowski, dijo:
– ¡Dejó de respirar! No tiene pulso.
Catherine consiguió acercarse hasta la cama y vio que otra enfermera ya le había colocado una máscara sobre la cara y bombeaba oxígeno a sus pulmones. Un residente tenía sus manos sobre el pecho, y con cada compresión contra el esternón, mandaba sangre desde el corazón, forzándola a través de venas y arterias. Alimentando los órganos, alimentando el cerebro.
– ¡Electrodos de electrocardiograma en su lugar! -señaló alguien.
La mirada de Catherine voló hacia el monitor. La línea mostraba una fibrilación ventricular. Las cámaras del corazón ya no se contraían. En cambio los músculos individuales temblaban, y el corazón se había convertido en una bolsa flaccida.
– ¿Las paletas están cargadas? -dijo Catherine.
– Cien joules.
– ¡Adelante!
La enfermera colocó las paletas de desfibrilación sobre el pecho y gritó:
– ¡Todos atrás!
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