– ¿Qué sucedió después? -dijo Moore.
No hubo respuesta.-¿Nina?
– Enfocó la lámpara sobre mi cara. Me la puso frente a los ojos, así que no pude verlo. Todo lo que veía era esa luz brillante. Y me tomó una foto.
– ¿Y luego?
Ella lo miró.
– Luego se fue.
– ¿La dejó sola en la casa?
– No sola. Podía escucharlo caminar de un lado a otro. Y la televisión; toda la noche escuché la televisión.
«El patrón ha cambiado», pensó Moore, que intercambió con Frost una mirada de estupefacción. El Cirujano estaba ahora más confiado. Más atrevido. En lugar de completar su asesinato en el lapso de unas horas, se había retrasado. Toda la noche, y el día siguiente, había dejado a su presa atada a la cama, para contemplar su próximo suplicio. Ignorando los riesgos, había llevado a Nina hasta las últimas consecuencias del terror. Y él había logrado su placer.
Los latidos en el monitor volvieron a acelerarse. Aunque su voz sonaba aplastada y sin vida, bajo esa serena fachada el temor continuaba.
– ¿Qué sucedió luego, Nina? -preguntó.
– En algún momento de la tarde debo de haberme quedado dormida. Cuando desperté, había oscurecido nuevamente. Tenía tanta sed. Era en lo único que podía pensar, en lo mucho que deseaba tomar agua…
– ¿Te dejó sola en algún momento? ¿Hubo algún momento en que estuviste sola en la casa?
– No lo sé. Lo único que podía escuchar era la televisión. Cuando la apagó lo supe. Supe que volvería a mi dormitorio.
– Y cuando lo hizo, ¿encendió la luz?
– Sí.
– ¿Viste su cara?
– Sólo los ojos. Llevaba una máscara. De esas que usan los médicos.
– Pero viste sus ojos.
– Sí.
– ¿Lo reconociste? ¿Habías visto a ese hombre alguna vez en tu vida?
Hubo un largo silencio.
Moore sintió que su propio corazón se agitaba mientras esperaba la respuesta anhelada.
Luego ella respondió, en voz baja:
– No.
Se reclinó en su silla. La tensión en ese cuarto había bajado de golpe. Para esta víctima, el Cirujano era un extraño. Un hombre sin nombre, cuyas razones para elegirla seguirían siendo un misterio.
Disimulando la decepción de su voz, dijo:
– Descríbelo para nosotros, Nina.
Ella respiró hondo y cerró los ojos, como si quisiera evocar el recuerdo.
– Tenía… pelo corto. Cortado muy prolijo…
– ¿De qué color?
– Castaño. Castaño claro.
Correspondía con el cabello encontrado en la herida de Elena Ortiz.
– ¿Entonces era caucásico? -dijo Moore.
– Sí.
– ¿Ojos?
– Un color claro. Azules o grises. Me daba miedo mirarlo directo a los ojos.
– ¿Y la forma de la cara? ¿Era redonda, ovalada?
– Estrecha. -Hizo una pausa-. Común.
– ¿Altura y peso?
– Es difícil…
– Tu mejor suposición.
Ella suspiró.
– Promedio.
Promedio. Común. Un monstruo que se veía como cualquier otro hombre.
Moore se volvió hacia Frost.
– Mostrémosle el álbum seis.
Frost le alcanzó el primer libro de fotografías, llamado «álbum seis» porque tenía seis fotos por página. Moore colocó el álbum sobre una bandeja con ruedas y la acercó hasta la paciente.
Por la siguiente media hora observaron con cada vez menos esperanzas mientras ella pasaba las páginas del álbum sin detenerse. Nadie hablaba; sólo se escuchaba el siseo del oxígeno y el sonido de las páginas al darse vuelta. Eran fotos de conocidos atacantes sexuales, y mientras Nina pasaba una y otra página, a Moore le parecía que no había fin para las caras, que este desfile de imágenes representaba el lado oscuro de todo ser humano, el impulso de un reptil disfrazado por una máscara humana.
Oyó un golpecito en la ventana del cubículo. Al levantar la vista, vio que Jane Rizzoli le hacía señas.
Salió del cubículo para hablar con ella.
– ¿Pudo identificar a alguien? -preguntó.
– No lo vamos a atrapar. Llevaba un barbijo.
Rizzoli frunció el entrecejo.
– ¿Un barbijo?
– Es parte de su ritual. Parte de lo que lo excita. Juega al doctor en sus fantasías. Le dijo que le iba a cortar el órgano contaminado. Sabía que ella era víctima de una violación. ¿Y qué le cortó? Fue directo a la matriz.
Rizzoli se asomó al cubículo.
– Se me ocurre otra razón por la que llevaba el barbijo -dijo en voz baja.
– ¿Por qué?
– Porque no quería que viera su cara. No quería que ella lo identificara.
– Pero eso significaría…
– Es lo que vengo diciendo desde hace rato. -Rizzoli se dio vuelta y miró a Moore-. El Cirujano tenía toda la intención de que Nina Peyton sobreviviera.
«Qué poco vemos en verdad dentro del corazón humano», pensó Catherine mientras estudiaba las radiografías de pecho de Nina Peyton. De pie en una semipenumbra, observaba la lámina sujeta a la caja de luz, estudiando las sombras que arrojaban los huesos y los órganos. La caja torácica, el diafragma y, por encima, el corazón. No el asiento del alma, sino meramente una bomba muscular, tan carente de cualquier propósito místico como los pulmones o los ríñones. Aun así, Catherine, tan arraigada a la ciencia, no podía dejar de mirar el corazón de Nina Peyton sin sentirse conmovida por su simbolismo.
Era el corazón de una sobreviviente.
Escuchó voces en el cuarto de al lado. Era Peter, pidiendo una serie de placas al empleado del archivo. Poco después pasó a la sala de lectura, y se detuvo al verla parada contra la caja de luz.
– ¿Todavía estás aquí? -dijo.
– Igual que tú.
– Pero esta noche soy yo el que está de guardia. ¿Por qué no te vas a tu casa?
Catherine se volvió hacia la radiografía del pecho de Nina Peyton.
– Primero quiero estar segura de que esta paciente se mantiene estable.
Se detuvo a un paso de ella, tan alto, tan imponente, que ella tuvo que reprimir el impulso de dar un paso atrás. Él pasó la vista por la placa.
– Fuera de cierta atelectasis, no veo allí mucho de qué preocuparse. -Detuvo su mirada en el nombre «NN femenino» en un extremo de la placa-. ¿Ésta es la mujer de la cama doce? ¿La que tiene a todos los policías dando vuelta alrededor?
– Sí.
– Veo que la has extubado.
– Hace un par de horas -dijo de mala gana. No tenía deseos de hablar de Nina Peyton ni de revelar lo involucrada que estaba personalmente en el caso. Pero Peter seguía haciendo preguntas.
– ¿Los gases sanguíneos están bien?
– Son adecuados.
– ¿Y por lo demás está estable?
– Sí.
– ¿Entonces por qué no te vas a casa? Te cubriré.
– Quisiera controlar a mi paciente yo misma.
Colocó su mano sobre el hombro de Catherine.
– ¿Desde cuándo no confías en tu propio colega?
Ella se puso rígida apenas la tocó. Él lo sintió y retiró su mano.
Tras un silencio, Peter se alejó y comenzó a colgar sus placas en la caja, calzándolas bruscamente en su lugar. Había llevado una serie de tomografías computadas de abdomen, y las placas ocupaban una fila entera. Cuando terminó de colgarlas, se quedó muy quieto, los ojos ocultos tras las imágenes de rayos X que se reflejaban en sus lentes.
– No soy el enemigo, Catherine -dijo suavemente, sin mirarla, con los ojos sobre la caja de luz-. Me gustaría que me creyeras. No puedo dejar de pensar que debe de haber algo que hice, algo que dije, para que las cosas cambiaran entre nosotros. -Finalmente la miró-. Solíamos apoyarnos uno al otro. Como colegas, al menos. ¡Maldición! El otro día prácticamente nos tomamos de la mano sobre el pecho de ese hombre. Y ahora ni siquiera me dejas ayudarte con una paciente. ¿No me conoces lo suficiente, a esta altura, como para confiar en mí?
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