– No hay cirujano en el que confíe más.
– ¿Entonces qué es lo que sucede? Llego al trabajo por la mañana y me encuentro con que alguien entró por la fuerza en la oficina. Y tú no me quieres hablar de eso. Te pregunto por la paciente de la cama doce, y tampoco me quieres hablar de eso.
– La policía me pidió que no hablara.
– La policía parece estar manejando tu vida últimamente. ¿Por qué?
– No estoy en condiciones de discutirlo.
– No soy sólo tu colega, Catherine. Pensé que era tu amigo. -Dio un paso hacia ella. Era un hombre que se imponía físicamente, y el mero hecho de acercarse le hizo sentir una repentina claustrofobia-. Puedo ver que estás asustada. Cierras tu oficina con llave. Se ve que no has dormido en días. No puedo quedarme a mirar y no hacer nada.
Catherine arrancó la placa de Nina Peyton y la deslizó en un sobre.
– No tiene nada que ver contigo.
– Sí tiene que ver si te afecta a ti.
Su postura defensiva se convirtió instantáneamente en enojo.
– Vamos a aclarar un par de cosas aquí, Peter. Sí, trabajamos juntos y te respeto como cirujano. Me gusta tenerte como compañero. Pero no compartimos nuestras vidas. Y por cierto no compartimos nuestros secretos.
– ¿Por qué no? -dijo en voz baja-. ¿Qué es lo que tienes miedo de contarme?
Ella lo miró fijo, crispada por la gentileza de su voz. En ese momento, lo que más quería era sacarse ese peso de encima, decirle lo que le había sucedido en Savannah con todos sus vergonzosos detalles.
Pero conocía las consecuencias de semejante confesión. Entendía que ser violada era llevar para siempre una mancha, ser para siempre una víctima.
No podía tolerar la conmiseración. No de parte de Peter, el único hombre cuyo respeto significaba todo para ella.
– ¿Catherine? -exclamó.
A través de las lágrimas pudo distinguir su brazo extendido Y como una mujer que se ahoga y que elige el mar negro en lugar del rescate, no lo tomó
En cambio se dio vuelta y salió de la habitación.
La NN femenino se ha mudado.
Tengo en mi mano un tubo de su sangre, y me decepciona que esté fría al tacto. Ha estado guardada por demasiado tiempo en el anaquel del flebotomista, y el calor corporal que este tubo poseyó alguna vez se ha irradiado a través del vidrio y se disipó en el aire. La sangre fría es algo muerto, sin poder y sin alma, y no me conmueve. Es en la etiqueta donde me concentro, un rectángulo blanco pegado al tubo de vidrio, impresa con el nombre de la paciente, su número de habitación y él número del hospital. Aunque el nombre dice «NN femenino», yo sé en realidad a quién pertenece esta sangre. Ya no está más en la unidad de terapia intensiva quirúrgica. Fue trasladada a la habitación 538 del pabellón quirúrgico.
Devuelvo el tubo al anaquel, donde descansa junto a otras dos docenas de tubos, sellados con tapas de goma azules y púrpuras y rojas y verdes; cada una indica un procedimiento distinto a realizar. Las tapas púrpura son para conteos de sangre; las azules, para pruebas de coagulación; las rojas para química y electrolitos. En algunos tubos de tapas rojas la sangre ya se congeló en columnas de gelatina oscura. Reviso entre la pila de órdenes de laboratorio y encuentro la ficha de la NN femenino. Esta mañana la doctora Cordell dejó indicados dos análisis: un conteo de sangre completo y electrolitos serosos. Reviso más concienzudamente las órdenes de laboratorio de anoche, y encuentro una copia en carbónico de otro pedido a nombre de la doctora Cordell.
«Estatuto de gases de sangre arterial, post extubación.
Dos litros de oxígeno por sonda nasogástrica».
Nina Peyton ha sido extubada. Respira por sus propios medios, inhalando aire sin asistencia mecánica, sin un tubo en su garganta.
Estoy sentado inmóvil en mi trabajo, pensando no en Nina Peyton, sino en Catherine Cordell. Ella piensa que ha ganado esta partida. Piensa que es la salvadora de Nina Peyton. Es tiempo de ponerla en su lugar. Es tiempo de que aprenda lo que es la humildad.
Levanto el teléfono y llamo a la cocina del hospital. Me contesta una mujer de tono apurado, con el sonido de bandejas entrechocándose como fondo. Falta poco para la hora de la cena, y no tiene tiempo que perder en conversaciones insustanciales.
– Hablo de Cinco Oeste -miento-. Creo que se pueden haber traspapelado las dietas de dos de nuestros pacientes. ¿Me podría decir qué dieta se le asignó a la habitación 538?
Se produce una pausa y ella escribe en su teclado y llama a información.
– Dieta de líquidos -contesta-. ¿Es correcto?
– Sí, es correcto. Gracias. -Cuelgo.
En el diario de esta mañana se dice que Nina Peyton permanece en estado comatoso y en condiciones críticas. No es verdad. Ella está despierta.
Catherine Cordell le salvó la vida, como sabía que lo haría.
Una flebotomista cruza por mi lugar de trabajo y coloca su bandeja llena de tubos de sangre sobre el mostrador. Nos sonreímos, como todos los días; dos amistosos colegas que necesariamente piensan lo mejor uno del otro. Ella es joven, con pechos firmes y altos, apretados como melones contra su uniforme blanco, y dientes blancos y parejos. Toma una nueva orden de laboratorio, la sacude y sale. Me pregunto si su sangre será salada.
Las máquinas zumban y gorgotean en una perpetua canción de cuna.
Voy a la computadora y abro la lista de pacientes de Cinco Oeste. Hay veinte habitaciones en ese pabellón, que está diseñado en forma de H, con la sala de enfermería ubicada en la barra horizontal de la H. Estudio la lista de pacientes, treinta y tres en total, considerando sus edades y diagnósticos. Me detengo en el nombre número veinte, de la habitación 521.
El señor Hermán Gwadowski, de sesenta y nueve años de edad. Médico a cargo: doctora Catherine Cordell. Diagnóstico: laparotomía de emergencia por traumatismo abdominal múltiple.
La habitación 521 está ubicada en el corredor paralelo al de Nina Peyton. Desde la 521 la habitación de Nina no se ve.
Hago un clic sobre el nombre del señor Gwadowski y accedo a su historia clínica. Está en el hospital desde hace dos semanas y su historia clínica se extiende página tras página en la pantalla. Puedo visualizar sus brazos, las venas como una autopista de pinchazos de aguja y moretones. A juzgar por el nivel de azúcar en la sangre, veo que es diabético. El alto índice de glóbulos blancos señala alguna clase de infección. Noto también que hay cultivos adheridos a una muestra que se le tomó de una herida del pie. La diabetes ha afectado la circulación de sus miembros, y la carne de sus piernas comenzó a necrosar. Veo también un cultivo adherido a una muestra hecha en el área de la línea venosa central.
Me concentro en sus electrolitos. Los niveles de potasio han subido en forma ininterrumpida: 4,5 dos semanas atrás, 4,8 la semana pasada, 5,1 ayer. Es viejo y sus ríñones de diabético luchan por excretar las toxinas cotidianas que se acumulan en su flujo sanguíneo. Tanto toxinas como potasio. No costará mucho colocarlo en el límite.
No conozco al señor Hermán Gwadowski, no al menos personalmente. Voy al anaquel de tubos de sangre que han sido depositados sobre el mostrador y miro las etiquetas. La serie pertenece al sector Cinco Este y Oeste, y hay veinticuatro tubos en las diversas ranuras. Encuentro un tubo de tapa roja de la habitación 521. Es la sangre del señor Gwadowski.
Levanto el tubo y lo giro lentamente para estudiarlo bajo la luz. No se ha coagulado, y el fluido interior se ve oscuro y ligeramente salobre, como si la aguja que pinchó la vena del señor Gwadowski en realidad hubiera dado con un pozo estancado. Destapo el tubo y huelo su contenido. Huelo la urea de un anciano, la dulzura espesa de la infección. Huelo un cuerpo que ya ha comenzado a descomponerse, aun cuando el cerebro continúe negándose a la idea de que el caparazón que lo rodea está muriendo.
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