Tess Gerritsen - El cirujano

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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisión de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La única clave de que dispone la policía es la doctora Catherine Cordell, víctima hace dos años de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior frío y elegante, y una bien ganada reputación como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada está a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisión, los detalles de la propia agonía de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persiguiéndola y acercarse cada vez más…

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– Y yo estoy tratando de mantenerte con vida. Necesito saber la verdad.

– ¡Ya te he dicho la verdad! Ahora creo que es momento de que te retires. -Se cruzó hasta la puerta, la abrió de par en par, y le lanzó una mirada de dolor.

Peter Falco estaba parado fuera, la mano lista para golpear.

– ¿Estás bien, Catherine? -preguntó Peter.

– Todo está perfecto -contestó secamente.

Peter afiló su mirada sobre Moore.

– ¿Qué es esto? ¿Acoso policial?

– Le estaba haciendo un par de preguntas a la doctora Cordell. Eso es todo.

– No sonaba así desde el pasillo. -Peter miró a Catherine-. ¿Quieres que le muestre la salida?

– Puedo enfrentar esto sola.

– No tienes obligación de contestar más preguntas.

– Estoy bien al tanto de eso, gracias.

– Está bien. Pero si me necesitas, estaré afuera. -Peter le lanzó una última mirada de advertencia a Moore, luego se volvió y regresó a su oficina. Al final del pasillo, Helen y la empleada que concertaba los turnos miraban sorprendidas a Catherine. Algo aturdida, Catherine volvió a cerrar la puerta. Por un momento permaneció de espaldas a Moore. Luego enderezó la columna, y se volvió hacia él. Las preguntas seguirían allí en el caso de contestarle ahora o más tarde.

– No te he escamoteado nada -dijo ella-. Si no logro contarte todo lo que sucedió esa noche es porque no lo recuerdo.

– Entonces tu declaración a la policía de Savannah no es completamente cierta.

– Todavía estaba hospitalizada cuando declaré. El detective Singer me habló de lo que había sucedido, ayudándome a reunir las piezas. Le dije lo que consideré que era correcto en ese momento.

– Y ahora no estás tan segura.

Ella sacudió la cabeza.

– Es difícil determinar cuáles son los recuerdos verdaderos. Es mucho lo que no puedo recordar a causa de la droga que me dio Capra. El Rohypnol. De tanto en tanto me asalta un recuerdo. Algo que puede o no haber sido real.

– ¿Y todavía te asaltan esos recuerdos?

– Tuve uno anoche. Fue el primero en meses. Pensé que lo había superado. Pensé que se habían ido para siempre.

Caminó hasta la ventana y miró fuera. El panorama se veía oscurecido por la sombra de la torre de concreto. Su oficina daba al hospital, y podían verse, hilera tras hilera, las ventanas de las habitaciones de los enfermos. Un vistazo al mundo privado de los agonizantes y los moribundos.

– Dos años parece mucho tiempo -dijo-. Tiempo suficiente para olvidar. Pero en realidad, dos años no es nada. Nada. Después de esa noche, no pude regresar a mi casa, no pude pisar el lugar donde había sucedido todo. Mi padre tuvo que empacar mis cosas y llevarme a otra parte. Allí estaba, la jefa de residentes, acostumbrada a la visión de sangre y tripas. Pero tan sólo la idea de caminar por el pasillo y abrir la puerta de mi dormitorio hacía que quedara empapada de sudor frío. Mi padre trató de entender, pero él es un duro militar. No acepta la debilidad. Piensa en ella como en otra herida de guerra, una herida que cierra. Y después hay que seguir viviendo. Me dijo que lo madurara y que lo superara. -Sacudió la cabeza y se rió-. Que lo superara. Suena tan fácil. No tiene idea de lo difícil que me resultaba salir a la calle cada mañana. Caminar hasta el auto. Estar tan expuesta. Al poco tiempo dejé de hablarle, porque sabía que le disgustaba mi debilidad. Hace meses que no lo llamo…

»Me llevó dos años poder controlar finalmente mi temor. Llevar una vida razonablemente normal en la que no sienta que alguien va a saltar desde cada arbusto. Recuperé mi vida. -Se pasó la mano por los ojos, enjugándose rápida y furiosamente las lágrimas. Su voz se convirtió en un susurro-. Y ahora he vuelto a perderla.

Temblaba por el esfuerzo de no llorar, abrazándose, los dedos enterrados entre sus brazos como si luchara por controlarse. Moore se levantó de la silla y se acercó a ella. Se quedó de pie detrás, preguntándose qué pasaría si la tocaba. ¿Se haría a un lado? ¿El mero contacto con la mano de un hombre le resultaría repulsivo? La observaba impotente mientras ella se replegaba sobre sí misma, y se le ocurrió que caería abatida ante sus propios ojos.

Le tocó gentilmente un hombro. Ella no se sobresaltó, no se alejó. La hizo girar hacia él, rodeándola con los brazos, y la empujó contra su pecho. La profundidad de su dolor lo impactó. Podía sentir su cuerpo entero vibrando de dolor, del mismo modo en que una tormenta sacude un puente derruido. Aunque ella no emitía sonido alguno, él advirtió la forma temblorosa en que tomaba aire, los sollozos reprimidos. Apretó sus labios contra el pelo de Catherine. No lo podía evitar; las necesidades de Catherine despertaban algo muy profundo dentro de él. Tomó la cara de ella entre sus manos, le besó la frente, las cejas.

Ella estaba muy quieta entre sus brazos, y él pensó: he cruzado la raya. Rápidamente la soltó.

– Lo siento -dijo-. Esto no debería haber ocurrido.

– No. No debería.

– ¿Podrás olvidar lo que hice?

– ¿Tú podrás hacerlo? -le preguntó con dulzura.

– Sí. -Se compuso. Y repitió, con más firmeza, como queriendo convencerse a sí mismo-: Sí.

Ella bajó la vista hacia su mano, y él supo qué era lo que miraba. Su sortija matrimonial.

– Espero por el bien de tu mujer que puedas hacerlo -dijo ella. Su comentario estaba destinado a inspirarle culpa, y lo hizo.

Él miró la sortija, un sencillo aro de oro que había llevado por tanto tiempo que parecía pegado a su carne.

– Se llamaba Mary -dijo él. Sabía lo que Catherine pensaba: que estaba engañando a su mujer. Ahora sentía casi desesperadamente la necesidad de explicarse, de redimirse ante sus ojos-. Sucedió hace dos años. Una hemorragia cerebral. No la mató, no en ese momento. Durante seis meses mantuve la esperanza, creyendo que iba a despertar… -Sacudió la cabeza-. Los doctores lo llamaban estado vegetativo crónico. Dios, odio esa palabra, vegetativo. Como si ella fuera una planta o alguna clase de árbol. Una parodia de la mujer que había sido. Para el momento en que murió, no podía reconocerla. No pude reconocer nada de Mary en ella.

Su mano lo tomó por sorpresa, y esta vez fue él quien se sobresaltó ante su tacto. En silencio se enfrentaron uno al otro bajo la luz gris de la ventana, y él pensó: «Ni los besos, ni los abrazos podrían acercar tanto a dos personas como nosotros lo estamos ahora. El sentimiento más íntimo que pueden compartir dos personas no es el amor ni el deseo, sino el dolor».

El zumbido del intercomunicador rompió el hechizo. Catherine pestañeó, como si de repente recordara dónde se encontraba. Se inclinó sobre el escritorio y apretó el botón del intercomunicador.

– ¿Sí?

– Doctora Cordell, han llamado de la unidad quirúrgica de terapia intensiva. La necesitan allí arriba de inmediato.

Moore vio a través de la mirada de Catherine que el mismo pensamiento se les había ocurrido a ambos: «Algo ha sucedido con Nina Peyton».

– ¿Es acerca de la cama doce? -preguntó Catherine.

– Sí. La paciente acaba de despertar.

Once

Nina Peyton tenía los ojos enormemente abiertos y enloquecidos. Unas correas ajustadas sostenían sus muñecas y sus tobillos a los barrotes de la cama, y los tendones de sus brazos se delineaban como gruesas cuerdas mientras luchaba por liberar sus manos.

– Recobró el conocimiento hace cinco minutos -dijo Stephanie, la enfermera de terapia intensiva quirúrgica-. Primero noté que el ritmo cardíaco aumentaba, y luego vi que tenía los ojos abiertos. Traté de calmarla, pero sigue luchando por liberarse de las correas.

Catherine miró el monitor cardíaco y vio que latía rápido pero sin arritmia. La respiración de Nina también era agitada, interrumpida ocasionalmente por jadeos explosivos que la hacían expulsar flema por el tubo endotraqueal.

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