– Es el tubo endotraqueal -dijo Catherine-. La está asustando.
– ¿Le doy un Valium?
Moore, desde la puerta, dijo:
– La necesitamos consciente. Si está sedada no podrá darnos ninguna respuesta.
– No podrá hablar contigo de todos modos. No con el tubo endotraqueal. -Catherine miró a Stephanie-. ¿Qué indicaban los últimos gases sanguíneos? ¿Podemos extubarla?
Stephanie recorrió rápidamente con la vista las hojas de su planilla.
– Están en el límite. P0 2en sesenta y cinco PC0 2en treinta y dos. El respirador está al cuarenta por ciento de oxígeno.
Catherine frunció el entrecejo, sin que le gustara ninguna de las opciones. Quería a Nina despierta y capaz de hablar tanto como la policía, pero estaban manejando varios aspectos al mismo tiempo. La sensación de un tubo ocupando la garganta puede producirle pánico a cualquiera, y Nina estaba tan agitada que sus muñecas atadas ya comenzaban a marcarse con hematomas. Pero quitar el tubo también acarreaba riesgos. Tras la cirugía se habían acumulado fluidos en sus pulmones, y aún respirando cuarenta por ciento de oxígeno -el doble del aire del cuarto- la saturación de oxígeno en la sangre era apenas adecuada. Por eso Catherine había decidido dejarla entubada. Si quitaban el tubo, perderían un margen de seguridad. Si lo dejaban, la paciente continuaría en pánico y lastimándose. Si la sedaban, las preguntas de Moore no obtendrían respuesta.
Catherine miró a Stephanie.
– Voy a extubar.
– ¿Está segura?
– Si se verifica algún deterioro, volveré a intubarla. -«Más fácil de decirlo que de hacerlo», fue lo que leyó en los ojos de Stephanie. Tras varios días con el tubo en la garganta, los tejidos laríngeos a veces se hinchaban, volviendo dificultosa una reintubación. Una traqueotomía de emergencia sería la única opción.
Catherine rodeó la cama por la cabecera y le acarició la cara con gentileza.
– Nina, soy la doctora Cordell. Voy a quitar el tubo. ¿Eso es lo que quieres?
La paciente asintió, con un gesto que parecía tan terminante como desesperado.
– Necesito que te quedes muy quieta, ¿entendido? Así no dañaré tus cuerdas vocales. -Catherine levantó la vista-. ¿Está lista la máscara?
Stephanie levantó la máscara plástica de oxígeno.
Catherine apretó el hombro de Nina para darle coraje. Despegó la cinta adhesiva que sostenía el tubo en su lugar, y dejó escapar aire desde el inflador.
– Respira hondo y exhala -dijo Catherine. Observó la expansión del pecho, y mientras Nina exhalaba aire, Catherine deslizó el tubo fuera.
Emergió salpicado de mucosa mientras Nina tosía y jadeaba. Catherine le acarició el pelo, murmurando palabras de aliento mientras Stephanie le aplicaba la máscara de oxígeno.
– Lo estás haciendo muy bien -dijo Catherine.
Pero los bips del monitor cardíaco continuaban aumentando. La mirada asustada de Nina se detuvo en Catherine, como si ella fuera su salvavidas, y no se atrevía a perderla de vista. Al mirar los ojos de la paciente, Catherine sintió un perturbador ramalazo de familiaridad. «Ésta era yo hace dos años. Despertando en un hospital de Savannah. Saliendo de una pesadilla para entrar en otra…»
Miró las correas que sostenían las muñecas y los tobillos de Nina, y recordó lo aterrador que era estar atada. La manera en que había sido atada por Andrew Capra.
– Quítele las correas -dijo.
– Pero puede arrancarse las sondas.
– Tan sólo quíteselas.
Stephanie se ruborizó ante la orden. Sin decir palabra aflojó las correas. Ella no entendía; nadie más que Catherine podía entender, pero incluso dos años después de Savannah, no soportaba las camas con correas ajustadas. Cuando la última atadura fue liberada, vio que los labios de Nina se movían en un mensaje silencioso.
«Gracias».
El sonido del electrocardiograma fue disminuyendo gradualmente. Con el ritmo regular de esos latidos como fondo, ambas mujeres se miraban a los ojos. Si Catherine había reconocido una parte de sí en los ojos de Nina, Nina también parecía reconocerse en los de Catherine. La callada fraternidad de las víctimas.
«Hay más de nosotras de lo que nadie imagina».
– Ya pueden pasar, detectives -dijo la enfermera.
Moore y Frost pasaron al cubículo y encontraron a Catherine sentada al borde de la cama, sosteniendo la mano de Nina.
– Me pidió que me quedara -dijo Catherine.
– Puedo llamar a una mujer policía -dijo Moore.
– No. Quiere que sea yo -dijo Catherine-. No voy a abandonarla.
Miró a Moore con ojos desafiantes, y él advirtió que ésta no era la misma mujer que había sostenido en sus brazos unas pocas horas atrás; se trataba de otro aspecto suyo, orgulloso y protector, y en un asunto como ése no daría el brazo a torcer.
Él asintió y se sentó al borde de la cama. Frost encendió la grabadora, y buscó un lugar despejado a los pies de la cama. Era la suavidad de Frost, más su tranquila urbanidad, por lo que Moore lo había elegido para esta entrevista. Lo último que necesitaba Nina Peyton era enfrentar a un policía agresivo.
Le habían quitado la máscara de oxígeno para reemplazarla por una sonda nasogástrica, y el aire silbaba por el tubo en sus narinas. Su mirada pasó de uno a otro hombre, los ojos alerta a cualquier amenaza, a cualquier gesto brusco. Moore tuvo el cuidado de mantener la voz baja para presentarse y presentar a Barry Frost. La guió por los preliminares, confirmando su nombre, edad y dirección. Esta información ya era conocida, pero al hacerle estas preguntas para la grabación, lograban establecer su estado mental, y así demostrar si estaba en condiciones de atención suficientes como para hacer una declaración. Contestó a las preguntas con una voz chata y ronca, ominosamente privada de emoción. Su distancia lo enervaba; sintió que estaba escuchando a una muerta.
– No lo escuché entrar en mi casa -dijo-. No desperté hasta que estaba parado sobre mi cama. No debería haber dejado las ventanas abiertas. No debería haber tomado esas pastillas…
– ¿Qué pastillas? -preguntó Moore con cuidado.
– Tenía problemas para dormir, a causa de… -Su voz se desvaneció.
– ¿La violación?
Ella apartó la mirada, evitando sus ojos.
– Tenía pesadillas. En la clínica me dieron estas pastillas. Para ayudarme a dormir.
«Y una pesadilla, una pesadilla real, entró directo en tu dormitorio», pensó Moore.
– ¿Pudo verle la cara? -preguntó.
– Estaba oscuro. Podía escuchar su respiración, pero no podía moverme. No podía gritar.
– ¿Ya estaba atada?
– No lo recuerdo haciéndolo. No recuerdo cómo sucedió.
«Cloroformo, -pensó Moore-, para reducirla primero. Antes de que despertara por completo».
– ¿Qué pasó entonces. Nina?
Su respiración se aceleró. En el monitor sobre su cabeza, la línea del corazón comenzó a moverse con más velocidad.
– Se sentó en una silla junto a mi cama. Podía ver su sombra.
– ¿Y qué hizo?
– Él… él me habló.
– ¿Qué dijo?
– Dijo… -Tragó saliva-. Dijo que era sucia. Que estaba contaminada. Dijo que debería estar asqueada de mi propia mugre. Y que él… iba a cortar la parte contaminada y que yo volvería a ser pura de nuevo. -Hizo una pausa. Luego, en un susurro, agregó-: Entonces supe que iba a morir.
Aunque la cara de Catherine se había puesto blanca, la de la víctima continuaba extrañamente compuesta, como si hablara de la pesadilla de otra mujer, no de la suya. Ya no miraba a Moore, sino a algún punto lejano, donde veía de lejos a una mujer atada a la cama. Y en una silla, oculto por la oscuridad, un hombre describía tranquilamente los horrores que tenía pensados para ella. «Para el Cirujano, -pensó Moore-, esto es el preludio. Eso es lo que lo excita. El olor del miedo de una mujer. Se alimenta de él. Se sienta junto a su cama y llena su mente con imágenes de muerte. El sudor brota de su piel, el sudor que exuda el olor agrio del terror. Un perfume exótico por el que se desespera. Lo aspira y se excita.
Читать дальше