J. Robb - Una muerte extasiada

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Tres hombres aparecen muertos con una sonrisa en los labios. Los presuntos suicidas no tienen nada en común, ni aparentes motivos para querer quitarse la vida, La teniente Eve Dallas pone en tela de juicio la tesis del suicidio y las autopsias le dan la razón. En los cerebros de las tres víctimas se detectan pequeñas quemaduras. En su investigación, Eve se adentra en el inquietante mundo de la realidad virtual donde los mismos mecanismos concebidos para despertar el deseo pueden inducir a la mente a su propia destrucción.

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– Era un amigo generoso -añadió Leanore doblando sus manos perfectamente arregladas sobre el borde del escritorio-. Todos estamos conmocionados, teniente.

Costaba imaginar alguna conmoción en la pulida superficie de aquel bufete. Los numerosos rascacielos de Nueva York se alzaban destellantes a espaldas de Leanore, dando la sensación de que dominaba la ciudad. Un rosa pálido y un gris suave se sumaban al colorido elegante y apagado de una oficina tan meticulosamente decorada como la mujer que la ocupaba.

– ¿Se le ocurre alguna razón por la que Fitzhugh quisiera quitarse la vida?

– Absolutamente ninguna. -Leanore mantuvo las manos firmes a la altura de los ojos-. Amaba la vida. Su vida, su trabajo. Disfrutaba de cada minuto del día como no he conocido a nadie. No tengo ni idea de por qué decidió ponerle fin.

– ¿Cuándo lo vio o habló con él por última vez?

Vaciló. Eve casi vio los engranajes en funcionamiento tras esos ojos de pobladas pestañas.

– Si le soy sincera, lo vi un rato anoche. Pasé por su casa para dejarle un expediente y discutir un caso. La discusión es, por supuesto, confidencial. -Curvó sus brillantes labios-. Pero puedo decir que se mostró tan entusiasta como siempre, y aguardaba impaciente batirse en duelo con usted en la sala de tribunales.

– ¿En duelo?

– Así es como llamaba Fitz a la contrainterrogación de los expertos y testigos policías. -La abogada esbozó una sonrisa-. Para él era una competición de ingenio y coraje. Un juego de profesionales para un jugador innato como él. No creo que nada le proporcionara tanta satisfacción como acudir a los tribunales.

– ¿A qué hora pasó anoche a dejar el expediente?

– A eso de las diez. Sí, creo que eran las diez. Había trabajado hasta tarde y me detuve al regresar a casa.

– ¿Era corriente que pasara a verlo de vuelta a casa, señorita Bastwick?

– No era raro. Después de todo éramos socios profesionales y nuestros casos a veces estaban relacionados.

– ¿Eso era todo? ¿Sólo socios?

– ¿Cree, teniente, que porque un hombre y una mujer son físicamente atractivos y tienen una relación amistosa no pueden trabajar juntos sin que haya conflicto sexual?

– Yo no creo nada. ¿Cuánto tiempo se quedó… discutiendo su caso?

– Veinte minutos, media hora. No lo controlé. Estaba bien cuando lo dejé, eso sí se lo digo.

– ¿Había algo que le preocupara particularmente?

– Le tenía un poco preocupado el asunto Salvatori… y otros. Nada fuera de lo corriente. Era un hombre seguro de sí mismo.

– ¿Y fuera del trabajo, en su vida privada?

– Era reservado.

– Pero usted conoce a Arthur Foxx.

– Por supuesto. En el bufete nos preocupamos por conocer y tratar al menos superficialmente a las parejas de los socios y colaboradores. Arthur y Fitz estaban muy unidos.

– ¿No… discutían?

Leanore arqueó una ceja.

– ¿Cómo voy a saberlo?

Seguro que sí, pensó Eve.

– Usted y el señor Fitzhugh eran socios, tenían una estrecha relación profesional y al parecer personal. De vez en cuando debía de hablar de su vida en pareja con usted.

– Él y Arthur eran muy felices. -Leanore reveló la primera señal de irritación al golpear con suavidad una uña de color coral contra el borde del cristal-. Incluso las parejas felices discuten de vez en cuando. Imagino que usted discute de vez en cuando con su marido.

– Pero mi marido no me ha encontrado recientemente muerta en la bañera -replicó Eve sin alterarse-. ¿Sobre qué discutían Foxx y Fitzhugh?

Leanore resopló. Se levantó, pulsó un código en el AutoChef y obtuvo una humeante taza de café. No ofreció nada a Eve.

– Arthur sufría depresiones periódicas. No es el hombre más seguro de sí mismo. Solía tener celos, lo que exasperaba a Fitz. -Frunció el ceño-. Probablemente sabrá que Fitz estuvo casado antes. Su bisexualidad era algo así como un problema para Arthur, y cuando estaba deprimido solía preocuparse por los hombres y mujeres con que Fitz tenía contacto a través de su trabajo. Raras veces discutían, pero cuando lo hacían, solía ser por los celos de Arthur.

– ¿Y tenía motivos para estar celoso?

– Que yo sepa, Fitz le era totalmente fiel. No siempre es una elección fácil, teniente, siendo objeto de la atención pública como era, y dado su estilo de vida. Incluso hoy, hay quienes se sienten… incómodos, por así decirlo, ante las preferencias sexuales menos tradicionales. Pero Fitz no daba a Arthur motivos para estar insatisfecho.

– Y sin embargo lo estaba. Gracias -concluyó Eve levantándose-. Ha sido de gran ayuda.

– Teniente -dijo Leanore cuando Eve y la silenciosa Peabody se encaminaron a la puerta-, si creyera por un instante que Arthur Foxx tuvo algo que ver… -Se interrumpió y respiró hondo-. No; es sencillamente impensable.

– ¿Menos impensable que creer que Fitzhugh se abrió las venas y se dejó morir desangrado? -Eve la miró antes de abandonar la oficina.

Peabody esperó hasta que salieron al pasillo aéreo que rodeaba el edificio para comentar:

– Aún no he decidido si plantabas semillas o escarbabas en busca de gusanos.

– Ambas cosas. -Eve miró por la pared de cristal del pasillo. Vio el edificio de oficinas de Roarke, alzándose alto y de ébano pulido entre los demás. Al menos no tenía nada que ver con ese caso. No tenía por qué preocuparse de desenterrar algo que había hecho él o alguien que él conocía demasiado bien-. Esa mujer conocía tanto a la víctima como al sospechoso. Y Foxx no mencionó que ella hubiera pasado para discutir un asunto entrada la noche.

– Así que Foxx ha pasado de testigo a sospechoso.

Eve observó a un hombre con una túnica entallada pasar por su lado en aerodeslizador hablando malhumorado por telenexo.

– Hasta que no tengamos pruebas concluyentes de que fue un suicidio, Foxx es el principal… cielos, el único sospechoso. Tenía medios: el cuchillo era suyo. Y tuvo oportunidad: estaban solos en el apartamento. Además tenía un móvil: el dinero. Ahora sabemos que sufre depresiones, tiene antecedentes violentos y es celoso.

– ¿Puedo preguntarte algo? -Peabody esperó a que Eve asintiera-. No te gustaba Fitzhugh, ni en el plano profesional ni como persona, ¿verdad?

– No lo soportaba. ¿Y qué más da? -Eve abandonó el pasillo aéreo y salió a la calle donde había tenido la suerte de encontrar aparcamiento. Divisó un carrito aerodeslizante que vendía salchichas de soja y patatas humeantes, y se encaminó a él abriéndose paso a través de la multitud-. ¿Por qué crees que tiene que gustarme el cadáver? Déme un par de salchichas y una ración de patatas. Y dos tubos de Pepsi.

– Para mí todo de régimen -pidió Peabody poniendo los ojos en blanco frente a la larga y esbelta figura de Eve-. Las hay que tenemos que preocuparnos por el peso.

– Aquí tiene, salchicha y Pepsi de régimen. -La dueña del carrito llevaba en el centro del labio superior un deslucido pendiente de la zona del canal de Panamá y un tatuaje del mapa del metro en la pechera. La línea A giraba y desaparecía bajo la gasa suelta que le cubría los senos-. Y aquí salchicha normal, Pepsi y patatas calientes. ¿Pagará en efectivo?

Eve pasó a Peabody la caja de cartón que contenía la comida y se palpó los bolsillos.

– ¿Qué le debo?

La mujer pulsó con una mugrienta uña violeta una tecla de la consola y ésta emitió un pitido.

– Veinticinco.

– Mierda. Ni has respirado que ya han subido de precio. -Entregó unos créditos a la mujer y cogió un par de servilletas de papel.

Retrocedió y se dejó caer en el banco que rodeaba la fuente de delante del edificio de los tribunales. El pordiosero sentado a su lado la miró esperanzado. Eve le mostró la placa, y él sonrió y le mostró la licencia de mendigo que le colgaba del cuello.

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