– Era un amigo generoso -añadió Leanore doblando sus manos perfectamente arregladas sobre el borde del escritorio-. Todos estamos conmocionados, teniente.
Costaba imaginar alguna conmoción en la pulida superficie de aquel bufete. Los numerosos rascacielos de Nueva York se alzaban destellantes a espaldas de Leanore, dando la sensación de que dominaba la ciudad. Un rosa pálido y un gris suave se sumaban al colorido elegante y apagado de una oficina tan meticulosamente decorada como la mujer que la ocupaba.
– ¿Se le ocurre alguna razón por la que Fitzhugh quisiera quitarse la vida?
– Absolutamente ninguna. -Leanore mantuvo las manos firmes a la altura de los ojos-. Amaba la vida. Su vida, su trabajo. Disfrutaba de cada minuto del día como no he conocido a nadie. No tengo ni idea de por qué decidió ponerle fin.
– ¿Cuándo lo vio o habló con él por última vez?
Vaciló. Eve casi vio los engranajes en funcionamiento tras esos ojos de pobladas pestañas.
– Si le soy sincera, lo vi un rato anoche. Pasé por su casa para dejarle un expediente y discutir un caso. La discusión es, por supuesto, confidencial. -Curvó sus brillantes labios-. Pero puedo decir que se mostró tan entusiasta como siempre, y aguardaba impaciente batirse en duelo con usted en la sala de tribunales.
– ¿En duelo?
– Así es como llamaba Fitz a la contrainterrogación de los expertos y testigos policías. -La abogada esbozó una sonrisa-. Para él era una competición de ingenio y coraje. Un juego de profesionales para un jugador innato como él. No creo que nada le proporcionara tanta satisfacción como acudir a los tribunales.
– ¿A qué hora pasó anoche a dejar el expediente?
– A eso de las diez. Sí, creo que eran las diez. Había trabajado hasta tarde y me detuve al regresar a casa.
– ¿Era corriente que pasara a verlo de vuelta a casa, señorita Bastwick?
– No era raro. Después de todo éramos socios profesionales y nuestros casos a veces estaban relacionados.
– ¿Eso era todo? ¿Sólo socios?
– ¿Cree, teniente, que porque un hombre y una mujer son físicamente atractivos y tienen una relación amistosa no pueden trabajar juntos sin que haya conflicto sexual?
– Yo no creo nada. ¿Cuánto tiempo se quedó… discutiendo su caso?
– Veinte minutos, media hora. No lo controlé. Estaba bien cuando lo dejé, eso sí se lo digo.
– ¿Había algo que le preocupara particularmente?
– Le tenía un poco preocupado el asunto Salvatori… y otros. Nada fuera de lo corriente. Era un hombre seguro de sí mismo.
– ¿Y fuera del trabajo, en su vida privada?
– Era reservado.
– Pero usted conoce a Arthur Foxx.
– Por supuesto. En el bufete nos preocupamos por conocer y tratar al menos superficialmente a las parejas de los socios y colaboradores. Arthur y Fitz estaban muy unidos.
– ¿No… discutían?
Leanore arqueó una ceja.
– ¿Cómo voy a saberlo?
Seguro que sí, pensó Eve.
– Usted y el señor Fitzhugh eran socios, tenían una estrecha relación profesional y al parecer personal. De vez en cuando debía de hablar de su vida en pareja con usted.
– Él y Arthur eran muy felices. -Leanore reveló la primera señal de irritación al golpear con suavidad una uña de color coral contra el borde del cristal-. Incluso las parejas felices discuten de vez en cuando. Imagino que usted discute de vez en cuando con su marido.
– Pero mi marido no me ha encontrado recientemente muerta en la bañera -replicó Eve sin alterarse-. ¿Sobre qué discutían Foxx y Fitzhugh?
Leanore resopló. Se levantó, pulsó un código en el AutoChef y obtuvo una humeante taza de café. No ofreció nada a Eve.
– Arthur sufría depresiones periódicas. No es el hombre más seguro de sí mismo. Solía tener celos, lo que exasperaba a Fitz. -Frunció el ceño-. Probablemente sabrá que Fitz estuvo casado antes. Su bisexualidad era algo así como un problema para Arthur, y cuando estaba deprimido solía preocuparse por los hombres y mujeres con que Fitz tenía contacto a través de su trabajo. Raras veces discutían, pero cuando lo hacían, solía ser por los celos de Arthur.
– ¿Y tenía motivos para estar celoso?
– Que yo sepa, Fitz le era totalmente fiel. No siempre es una elección fácil, teniente, siendo objeto de la atención pública como era, y dado su estilo de vida. Incluso hoy, hay quienes se sienten… incómodos, por así decirlo, ante las preferencias sexuales menos tradicionales. Pero Fitz no daba a Arthur motivos para estar insatisfecho.
– Y sin embargo lo estaba. Gracias -concluyó Eve levantándose-. Ha sido de gran ayuda.
– Teniente -dijo Leanore cuando Eve y la silenciosa Peabody se encaminaron a la puerta-, si creyera por un instante que Arthur Foxx tuvo algo que ver… -Se interrumpió y respiró hondo-. No; es sencillamente impensable.
– ¿Menos impensable que creer que Fitzhugh se abrió las venas y se dejó morir desangrado? -Eve la miró antes de abandonar la oficina.
Peabody esperó hasta que salieron al pasillo aéreo que rodeaba el edificio para comentar:
– Aún no he decidido si plantabas semillas o escarbabas en busca de gusanos.
– Ambas cosas. -Eve miró por la pared de cristal del pasillo. Vio el edificio de oficinas de Roarke, alzándose alto y de ébano pulido entre los demás. Al menos no tenía nada que ver con ese caso. No tenía por qué preocuparse de desenterrar algo que había hecho él o alguien que él conocía demasiado bien-. Esa mujer conocía tanto a la víctima como al sospechoso. Y Foxx no mencionó que ella hubiera pasado para discutir un asunto entrada la noche.
– Así que Foxx ha pasado de testigo a sospechoso.
Eve observó a un hombre con una túnica entallada pasar por su lado en aerodeslizador hablando malhumorado por telenexo.
– Hasta que no tengamos pruebas concluyentes de que fue un suicidio, Foxx es el principal… cielos, el único sospechoso. Tenía medios: el cuchillo era suyo. Y tuvo oportunidad: estaban solos en el apartamento. Además tenía un móvil: el dinero. Ahora sabemos que sufre depresiones, tiene antecedentes violentos y es celoso.
– ¿Puedo preguntarte algo? -Peabody esperó a que Eve asintiera-. No te gustaba Fitzhugh, ni en el plano profesional ni como persona, ¿verdad?
– No lo soportaba. ¿Y qué más da? -Eve abandonó el pasillo aéreo y salió a la calle donde había tenido la suerte de encontrar aparcamiento. Divisó un carrito aerodeslizante que vendía salchichas de soja y patatas humeantes, y se encaminó a él abriéndose paso a través de la multitud-. ¿Por qué crees que tiene que gustarme el cadáver? Déme un par de salchichas y una ración de patatas. Y dos tubos de Pepsi.
– Para mí todo de régimen -pidió Peabody poniendo los ojos en blanco frente a la larga y esbelta figura de Eve-. Las hay que tenemos que preocuparnos por el peso.
– Aquí tiene, salchicha y Pepsi de régimen. -La dueña del carrito llevaba en el centro del labio superior un deslucido pendiente de la zona del canal de Panamá y un tatuaje del mapa del metro en la pechera. La línea A giraba y desaparecía bajo la gasa suelta que le cubría los senos-. Y aquí salchicha normal, Pepsi y patatas calientes. ¿Pagará en efectivo?
Eve pasó a Peabody la caja de cartón que contenía la comida y se palpó los bolsillos.
– ¿Qué le debo?
La mujer pulsó con una mugrienta uña violeta una tecla de la consola y ésta emitió un pitido.
– Veinticinco.
– Mierda. Ni has respirado que ya han subido de precio. -Entregó unos créditos a la mujer y cogió un par de servilletas de papel.
Retrocedió y se dejó caer en el banco que rodeaba la fuente de delante del edificio de los tribunales. El pordiosero sentado a su lado la miró esperanzado. Eve le mostró la placa, y él sonrió y le mostró la licencia de mendigo que le colgaba del cuello.
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