– Lleva así desde que llegamos -murmuró la agente-. Espero que pueda tranquilizarlo.
Sin decir palabra, Eve entró y dejó que la puerta se cerrara a sus espaldas. El vestíbulo era una intrincada obra de mármol blanco y negro, con columnas salomónicas cubiertas de una especie de parra en flor y, por encima de sus cabezas, una araña de cristal negra de cinco brazos ornamentados.
Al otro lado del pórtico había un zona habitada con los mismos motivos decorativos. Sofás de cuero negro, suelos blancos, mesas de madera de ébano, lámparas blancas. Las cortinas a rayas blancas y negras estaban corridas, pero las luces del techo estaban encendidas y se reflejaban en el suelo.
Había una gran pantalla de recreo apagada. Unas escaleras de un blanco resplandeciente ascendían hasta un segundo piso, el cual estaba rodeado por una balaustrada blanca a la manera de un atrio. Y del alto techo colgaban exuberantes helechos en macetas de loza.
Pero ya podías nadar en la abundancia, la muerte no respetaba a nadie. Era un club que no hacía distinciones de clase.
Los sollozos la condujeron a un pequeño estudio con las paredes forradas de libros antiguos y lleno de butacas del color de un buen burdeos.
Arrellanado en una de ellas se hallaba un hombre atractivo, con el rostro bronceado y desencajado por las lágrimas. Tenía el cabello dorado, brillante como una moneda nueva, y se lo mesaba. Llevaba una bata de seda blanca manchada de sangre seca. Iba descalzo y tenía las manos llenas de anillos que lanzaban destellos al temblar. En la rodilla izquierda exhibía un tatuaje de un cisne negro.
Eve le enseñó su placa al agente uniformado que se hallaba sentado junto a él. A continuación le señaló el techo y ladeó la cabeza interrogante.
El agente asintió.
Eve volvió a salir. Quería ver el cadáver y registrar el lugar de los hechos antes de vérselas con el testigo.
Había varias habitaciones en el segundo piso. Sin embargo, le resultó muy fácil abrirse camino. Se limitó a seguir el reguero de sangre. Entró en el dormitorio, donde los verdes y azules pálidos predominaban de tal modo que era como flotar en el agua. La cama era un rectángulo de sábanas de raso azul con montones de almohadas. También había allí las típicas estatuas clásicas de desnudos. En las paredes había cajones empotrados, lo que daba a la habitación un aspecto despejado y, en opinión de Eve, poco habitado. La alfombra azul océano era tan blanda que se te hundían los pies en ella, y estaba manchada de sangre.
Siguió el reguero hasta el cuarto de baño principal. La muerte ya no le impactaba, pero seguía consternándola, y sabía que siempre sería así. Pero había vivido demasiado cerca de ella para dejarse impresionar, ni siquiera por ésta.
La sangre había brotado a borbotones, salpicando y corriendo por los brillantes azulejos de color marfil y verdemar. Había caído contra el cristal y encharcado el suelo de espejo al manar de la herida abierta en la muñeca de la lánguida mano que colgaba del borde de la enorme bañera con un lado de cristal.
El agua de la bañera tenía un color rojo oscuro y desagradable, y el acre olor de la sangre flotaba en el aire. Se oía música de fondo, algún instrumento de cuerda, tal vez un arpa. A ambos lados de la larga bañera ovalada ardían unas gruesas velas blancas.
El cuerpo que yacía en la turbia agua rojiza tenía la cabeza recostada contra un almohadón de ribete dorado, y los ojos clavados en la cola de un cisne que colgaba del techo también de espejo. Sonreía, como si le hubiera parecido divertido observarse morir.
La joven no se dejó impresionar, pero suspiró mientras se cubría los pies y las manos con plástico, ponía en marcha la grabadora y se llevaba el equipo al cuarto de baño para examinar el cadáver.
Lo había reconocido. Desnudo, casi desangrado y sonriendo a su propio reflejo estaba el renombrado abogado defensor S. T. Fitzhugh.
– Salvatori se llevará un gran chasco contigo, abogado -murmuró mientras ponía manos a la obra.
Ya había recogido una muestra del agua mezclada con sangre, hecho un primer cálculo de la hora de la muerte, cubierto las manos del difunto y filmado la escena cuando Peabody apareció sin aliento en el umbral.
– Lo siento, teniente. He tenido problemas para llegar.
– No te preocupes. -Le entregó el cuchillo de empuñadura de marfil que había envuelto en plástico transparente-. Al parecer lo hizo con esto. Creo que es antiguo, una pieza de coleccionista. Lo analizaremos en busca de huellas.
Peabody lo guardó en la bolsa de pruebas y entornó los ojos.
– ¿No es…?
– Fitzhugh, sí.
– ¿Por qué se mataría?
– Aún no hemos establecido que lo hiciera. Nunca asumas nada, oficial -la aleccionó Eve-. Es la primera norma. Llama al equipo de recogida de pruebas. Podemos dejar el cadáver en manos del forense, de momento he terminado con él. -Retrocedió con las manos enguantadas goteando sangre-. Quiero que tomes declaración a los dos agentes que respondieron a la llamada mientras yo hablo con Foxx.
Echó un vistazo al cadáver y meneó la cabeza.
– Así es como te miraba en el tribunal cuando creía tenerte atrapado. Hijo de perra. -Sin apartar los ojos del cadáver, sacó una toallita para limpiarse la sangre, luego la guardó también en una bolsa-. Dile al forense que quiero el examen toxicológico ya.
Dejó a Peabody y siguió el reguero de sangre hasta el piso de abajo. Foxx había pasado a gimotear, casi atragantándose. El agente uniformado pareció ridículamente aliviado cuando Eve reapareció.
– Espera al forense y a mi ayudante fuera. Y da tu informe a la oficial Peabody. Hablaré ahora con el señor Foxx.
– Sí, teniente. -Y con un alivio casi impropio, el agente abandonó la habitación.
– Señor Foxx, soy la teniente Dallas. Mi más sentido pésame. -Eve pulsó el botón que corría las cortinas dejando entrar en la habitación una luz tenue-. Convendría que me explicara qué ha ocurrido aquí.
– Está muerto. -La voz de Foxx era ligeramente melodiosa y con acento. Encantadora-. Fitz está muerto. No sé cómo ha podido ocurrir. No sé cómo podré seguir viviendo.
Todos seguimos adelante, pensó Eve. No tenemos más remedio. Se sentó y puso la grabadora en la mesa.
– Señor Foxx, nos ayudaría a ambos que hablara conmigo ahora. Voy a informarle de sus derechos. Es sólo una formalidad.
Recitó el Miranda revisado mientras él dejaba de sollozar y clavaba en ella sus ojos hinchados e inyectados en sangre.
– ¿Cree que lo maté yo?
– Señor Foxx…
– Lo quería. Llevábamos doce años juntos. Era toda mi vida.
Pero conservas tu vida, pensó ella. Sólo que no lo has pensado.
– Entonces querrá ayudarme a hacer mi trabajo. Dígame qué ha ocurrido.
– Últimamente tenía problemas de insomnio. No le gusta tomar tranquilizantes. Suele leer, escuchar música, relajarse con un programa de realidad virtual o uno de sus juegos, lo que sea. El caso en que estaba trabajando lo tenía preocupado.
– El de Salvatori.
– Sí, creo que sí. -Foxx se secó los ojos con una húmeda y ensangrentada manga-. No hablamos de sus casos en profundidad. Está lo que se llama el secreto profesional, y yo no soy abogado, sino nutriólogo. Así es cómo nos conocimos. Fitz acudió a mí hace doce años para que le ayudara con su dieta. Nos hicimos amigos, luego amantes, y después simplemente seguimos juntos.
Ella precisaba toda esa información, pero de momento sólo le interesaban los hechos que conducían a ese último baño.
– ¿Dice que tenía problemas de insomnio?
– Así es. A menudo sufre de insomnio. Se entrega demasiado a sus clientes. Y éstos se aprovechan de su inteligencia. Estoy acostumbrado a que despierte en mitad de la noche y vaya a otra habitación a programar un juego o a dormitar delante de la pantalla de la televisión. A veces toma un baño caliente. -Foxx palideció-. Oh, Dios.
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