Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Durante un rato, el recuerdo sirvió para alejarla del hedor a podredumbre y la viscosidad del barro. Tess pensó que tal vez incluso podría dormir. Luego, de pronto, advirtió que todo estaba en silencio. Contuvo el aliento y escuchó. Cuando al fin lo entendió, aquella certeza la inundó como agua gélida inyectada en sus venas. El pánico la arrasó de golpe, estrujando su corazón. Su respiración se fragmentó en frenéticos jadeos, en violentas boqueadas. Su cuerpo empezó a temblar incontrolablemente, y abrazándose con fuerza, comenzó a balancearse adelante y atrás.

– Oh, Dios mío. Oh Dios, no -balbucía una y otra vez, como una demente.

Cuando consiguió que su cuerpo permaneciera inmóvil un instante, escuchó de nuevo, aguzando el oído más allá del latido de su corazón, deseando que la verdad fuera incierta. Era absurdo. El silencio no mentía.

Sabía que Rachel estaba muerta.

Tess se acurrucó en el húmedo rincón y se permitió hacer algo que no había hecho desde niña. Lloró a pleno pulmón, liberando años de sollozos contenidos, dejando que sacudieran su cuerpo por entero en convulsiones histéricas sobre las que no tenía control alguno. Su llanto hendía la muda oscuridad. Al principio, no reconoció aquel sonido como algo que procediera de ella, que brotara de un pozo profundo en su interior. Pero no había modo de detenerlo, de ponerle coto. Y, así, se rindió a él.

Capítulo 56

Maggie observaba desde el otro lado de la mesa de acero mientras el doctor Holmes abría el pecho de la mujer, trazando con precisión una «Y» que se curvaba bajo sus pechos. Aunque se había puesto bata y guantes, procuraba estarse quieta. Esperaba el permiso del doctor y sólo intervenía cuando éste se lo pedía, intentando contener su impaciencia cuando las cosas se prolongaban demasiado. Se recordaba a sí misma que debería estar agradecida porque el forense hubiera accedido a practicar la autopsia un sábado por la noche, en vez de esperar al lunes por la mañana.

El doctor Holmes le había permitido encargarse de las tareas menores: raspar la parte interior de las uñas, tomar las medidas exteriores y después las muestras de cabello, saliva y fluidos corporales. A Maggie no se le iba de la cabeza que Hannah no había entregado su vida sin resistencia. Tenía el cuerpo cubierto de contusiones, algunas de las cuales, como las que presentaban sus caderas y muslos, sugerían que se había caído por unas escaleras durante la lucha.

Ahora, mientras observaba al doctor Holmes, Maggie se descubrió imaginando paso a paso su muerte brutal, a partir de los reveladores signos que telegrafiaba su cuerpo. Hannah había arañado y clavado las uñas igual que Jessica, sólo que ella había logrado conservar restos de Stucky bajo las uñas. ¿Por qué no había sido su muerte sencilla y rápida? ¿Por qué Stucky no había podido atarla, violarla y degollarla como había hecho con Rita y Jessica? ¿Acaso no estaba preparado para aquel desafío?

Maggie deseó arremangarse. El delantal de plástico la hacía sudar. Dios, qué calor hacía allí. ¿Por qué era tan mala la ventilación?

La morgue del condado era mayor de lo que esperaba. Tenía las paredes pintadas de un gris oscuro y apestaba a Lysol. Las encimeras no eran de acero inoxidable, sino de fórmica de un feo color amarillento. Los fluorescentes del techo, colgados sobre la mesa, casi les rozaban la cabeza cuando se erguían. El doctor Holmes no era mucho más alto que ella, pero Maggie advirtió que se había acostumbrado a la colocación de los fluorescentes y que agachaba la cabeza automáticamente cada vez que se colocaba bajo ellos.

Su formación sanitaria y forense le había permitido practicar numerosas autopsias y asistir a muchas otras. Tal vez fuera por el cansancio, o quizá simplemente por el estrés que le producía el caso, pero por alguna razón le costaba trabajo desvincularse del cuerpo que yacía sobre la mesa de acero, frente a ella. Notaba la cara caliente por culpa de la luz que pendía sobre ellos. La habitación sin ventanas amenazaba con asfixiarla, a pesar de que un ventilador empotrado hacía circular el aire enrarecido. Refrenó el deseo de apartarse de la frente húmeda los mechones de pelo. La tensión que agarrotaba su cuello se le había extendido a los hombros, y se difundía poco a poco hacia abajo, oprimiéndole los ríñones.

Desde que había reconocido a la mujer, no podía evitar sentirse responsable de su muerte. Si no le hubiera pedido ayuda para elegir una botella de vino, Hannah seguiría viva. Maggie sabía que aquellos pensamientos eran contraproducentes. Eran exactamente lo que Stucky quería que pensara y sintiera. Sin embargo, no lograba ahuyentarlos. No podía contener la angustia creciente que le mordía las entrañas, la cólera irrefrenable que le susurraba promesas de venganza. No podía controlar el deseo cada vez más intenso de meterle a Albert Stucky una bala entre los ojos. Aquella cólera, aquella sed de venganza, empezaba a asustarla más que cualquier cosa que Albert Stucky pudiera hacerle.

– No lleva mucho tiempo muerta -dijo el doctor Holmes, sacando a Maggie de sus pensamientos-. La temperatura interna indica que murió hace menos de veinticuatro horas.

Maggie ya lo sabía, pero comprendió que el forense no hablaba para ella, sino para la grabadora que había colocada sobre un estante, junto a él.

– No parece haber signos de livor mortis, de modo que sin duda fue asesinada en otro lugar y trasladada en un plazo máximo de dos o tres horas -de nuevo, el forense habló en tono plano, para la grabadora.

Maggie agradecía su naturalidad, su estilo coloquial. Había trabajado con otros forenses cuyos ceremoniosos susurros o fríos métodos clínicos le recordaban constantemente la brutalidad y la violencia que los había puesto ante aquella tarea. Maggie prefería contemplar una autopsia únicamente como una misión de búsqueda de pruebas, considerando que el alma o el espíritu habían abandonado hacía largo tiempo el cuerpo que yacía sobre la fría mesa metálica. Lo mejor para la víctima, llegados a ese punto, era la búsqueda de pruebas que pudieran ayudar a atrapar a quienquiera que había cometido semejante atrocidad. Sin embargo, esta vez, sabía que Hannah podía decirles muy poco que los pusiera sobre pista de Albert Stucky.

– Me han dicho que se ha quedado con el perro.

Maggie tardó un momento en darse cuenta de que el doctor Holmes le estaba hablando a ella y no a la grabadora. Al ver que no contestaba inmediatamente, él alzó la mirada y sonrió.

– Parecía un buen perro. Tiene que ser muy duro, si ha sobrevivido a esa puñalada.

– Sí, lo es.

¿Cómo podía haberse olvidado de Harvey? Ya estaba demostrando no ser una buena dueña para el perro. Greg tenía razón. En su vida no había sitio para nada, ni para nadie.

– Eso me recuerda algo. ¿Puedo usar el teléfono?

– Está en el rincón, en la pared.

Maggie tuvo que pararse a pensar cuál era su nuevo número. Antes de marcar, se quitó los guantes de látex y se limpió la frente con la manga de la bata. Hasta el teléfono olía a Lysol. Apretó los botones y escuchó el pitido de la línea, sintiéndose culpable por haberse olvidado por completo del perro. No podía culpar a Nick si se había enfadado y se había ido. Miró su reloj. Era las diez y cuarto.

– ¿Diga?

– Nick, soy Maggie.

– Eh, ¿estás bien?

Parecía preocupado, pero no enfadado. Tal vez no debía esperar que reaccionara igual que Greg.

– Sí, estoy bien. No eraTess.

– Me alegro. Estaba preocupado por si Will perdía los estribos, si era ella.

– Estoy en el depósito de cadáveres del condado, ayudando en la autopsia -hizo una pausa, esperando alguna señal de enojo-. Lo siento mucho, Nick.

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