Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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– No importa, Maggie.

– Puede que tarde un par de horas más -hizo Otra pausa-. Sé que he echado a perder tus planes… tu cena.

– No es culpa tuya, Maggie. Es tu trabajo. Harvey y yo ya hemos cenado. Pero te hemos guardado un poco. Podrás calentarlo en el microondas cuando te apetezca.

Estaba siendo muy comprensivo. ¿Por qué era tan comprensivo? Ella no sabía cómo reaccionar.

– ¿Maggie? ¿Seguro que estás bien?

Había permanecido callada demasiado tiempo.

– Estoy muy cansada. Y lamento haberme perdido la cena.

– Yo también. ¿Quieres que me quede con Harvey hasta que vuelvas?

– No puedo pedirte eso, Nick. Ni siquiera sé a qué hora voy a llegar.

– Siempre llevo un saco de dormir viejo en el maletero. ¿Te importa que me quede aquí esta noche?

Por alguna razón, la idea de que Nick Morrelli durmiera en su enorme casa vacía le produjo una maravillosa sensación de consuelo.

– Puede que no sea buena idea -se apresuró a añadir él, malinterpretando su silencio.

– No, es buena idea. A Harvey le encantará -había vuelto a hacerlo: ocultar sus verdaderas emociones, teniendo cuidado de no revelar nada. Se había convertido en un hábito-. A mí también me gustaría mucho -dijo, sorprendiéndose a sí misma.

– Ten cuidado con el coche cuando vuelvas.

– Sí. Ah, Nick…

– ¿Sí?

– No olvides volver a activar el sistema de alarma después de sacar a Harvey. Y hay una Glock calibre 40 en el cajón de abajo del escritorio. Recuerda cerrar las ventanas. Si necesitas…

– Maggie, estaré bien. Tú piensa en ti y ten cuidado, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Nos veremos cuando vuelvas.

Ella colgó y se apoyó contra la pared, cerró los ojos y sintió que el cansancio y un escalofrío le calaban los huesos. Intentó refrenar el deseo de marcharse en ese preciso instante. De irse a casa y acurrucarse con Nick frente a un buen fuego. Todavía recordaba cómo se había sentido al quedarse dormida en sus brazos, a pesar de que sólo había ocurrido una vez y de que habían transcurrido más de cinco meses. Nick la había reconfortado y había intentado protegerla de sus pesadillas. Y, durante unas pocas horas, lo había conseguido. Pero no había nada que Nick Morrelli pudiera hacer para ayudarla a escapar de Stucky. Últimamente, Albert Stucky parecía estar en todo cuanto tocaba y en cualquier lugar a donde iba.

Volvió a mirar la mesa metálica en la que yacía, abierto, el cuerpo grisáceo de la mujer. El doctor Holmes estaba extrayendo los órganos, uno a uno, pesándolos y midiéndolos como un carnicero que preparara distintos cortes de carne. Maggie se sujetó el pelo tras las orejas, se puso un par de guantes nuevos y se acercó a él.

– No es fácil tener vida propia en este negocio, ¿eh? -él siguió cortando sin levantar la vista.

– Está claro que ésta no es vida para un perro. Nunca estoy en casa. Pobre Harvey.

– Bueno, aun así está mejor con usted. Por lo que tengo entendido, ese Sidney Endicott es un cerdo. No me extrañaría que hubiera asesinado a su mujer y se hubiera deshecho de su cuerpo para que nunca lo encontremos.

– ¿Eso es lo que cree Manx?

– No tengo ni la menor idea. Mire, eche un vistazo al tejido muscular aquí y aquí -el doctor Holmes señaló las incisiones que acababa de practicar.

Maggie sólo miró superficialmente la zona. Se preguntaba si el forense era consciente de que lo que había dicho sobre el señor Endicott había quedado registrado en la grabadora. Pero ¿y si tenía razón? Tal vez Stucky no se hubiera llevado a Rachel Endicott. Tal vez su marido tuviera algo que ver con su desaparición, aunque eso le parecía demasiado fácil. De pronto, se dio cuenta de que el doctor Holmes la estaba mirando fijamente por encima de las lentes bifocales, que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz.

– Perdone, ¿qué me decía que mirara?

Él señaló de nuevo, y de inmediato Maggie advirtió que había signos de hemorragia en el tejido muscular. Se apoyó contra el mostrador que había tras ella y sintió que la cólera se agitaba de nuevo en su interior.

– Si hay tanta sangre en el tejido muscular, eso significa que…

– Sí, lo sé -lo detuvo ella-. Que todavía estaba viva cuando empezó a rajarla.

Él asintió y retornó a su tarea, atando con rapidez y destreza las arterias que iba cortando, y dejando la suficiente holgura para que el encargado de la funeraria las utilizara más tarde para inyectar los fluidos de embalsamamiento. Luego, el doctor Holmes extrajo cuidadosamente con ambas manos el corazón de la mujer y lo colocó sobre la báscula.

– El corazón parece en buen estado -dijo para la grabadora-. Peso: dos kilos trescientos gramos.

Mientras introducía el órgano en un recipiente lleno de formol, Maggie se obligó a mirar más detenidamente la incisión que Stucky había practicado. Ahora que podía mirar el interior de la cavidad, era fácil seguir su trazo. Su precisión seguía llenándola de asombro. Había extraído el útero y los ovarios de la mujer como si se tratara de una operación quirúrgica. Sobre el mostrador, en el otro extremo de la habitación, esperaba su obra, todavía guardada en el recipiente de plástico que el camionero había tenido la mala fortuna de recoger.

El doctor Holmes advirtió que estaba mirando el recipiente. Al volver del lavabo, lo recogió y lo puso sobre la mesa, junto a los demás instrumentos. Abrió la tapa y empezó a examinar su contenido. El interfono de la pared sonó de pronto, y Maggie se sobresaltó.

– Será el detective Rosen. Dijo que se pasaría por aquí si encontraba algo -el forense se dirigió a la puerta, quitándose los guantes.

– Espere, ¿está seguro? -ella apenas podía creer que fuera a abrir la puerta sin asegurarse primero-. Es muy tarde, ¿no?

– Sí, es tarde -dijo él, deteniéndose y mirando hacia atrás-. Pero, por si no lo había notado, creo que el detective Rosen se siente fuertemente atraído por usted.

– ¿Perdone?

– No, ya me parecía que no lo había notado -él sonrió y, sin pararse a explicar nada más, giró el cerrojo sin vacilar.

Maggie metió la mano en el interior de la bata y asió el revólver, pero el doctor Holmes ya estaba abriendo la puerta.

– Buenas noches, Sam.

– Hola, doctor -el detective Rosen buscó a Maggie con los ojos sin apenas reparar en el cadáver y levantó un par de bolsas de pruebas que parecían contener tierra-. Agente O'Dell, creo que hemos encontrado algo bastante interesante.

Tras el comentario del doctor Holmes, Maggie se preguntó si de verdad habría encontrado algo, o si sólo quería justificar de algún modo su presencia allí. Aquello era ridículo. Tal vez Greg tuviera razón también en eso. Ya no se fiaba de nadie.

Rosen le alargó una de las bolsas Ziploc por encima de la mesa. Esta vez, miró el cuerpo. No parecía impresionado. Maggie adivinó que había visto muchas autopsias, lo cual significaba que no siempre había trabajado en la oficina del sheriff del condado de Stafford.

Ella tomó la bolsa llena de tierra, la inspeccionó y, al reconocer su contenido, levantó la bolsa a la luz. Sí, había partículas plateadas y amarillas que brillaban bajo el fluorescente.

– ¿Dónde encontró esto?

– En el lateral del contenedor, junto a la valla. Hay unos barrotes metálicos, que podrían servir como escalones. Encontramos huellas de zapatos o botas con restos de barro. Seguramente fue así como logró subir y tirar el cuerpo. Esa parte da al otro lado del aparcamiento. Allí, nadie podía verlo.

Rosen parecía excitado por el descubrimiento, y ella se preguntó por qué.

– ¿Ha informado al agente Tully?

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