Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Tully siguió a Manx y ambos comenzaron a bajar los estrechos escalones. Sólo una bombilla pelada iluminaba desde el techo sus pasos. Pero Tully no necesitaba ver nada para saber que habían encontrado el lugar del crimen. No más allá del tercer o el cuarto escalón, comenzó a sentir el olor de la sangre, y supo que su corazón no estaba preparado para lo que había más abajo.

Capítulo 58

Apenas podía creer que hubiera escapado. ¿Cómo había podido abrir la puerta tan fácilmente? Debería sentirse desilusionado, en vez de eufórico. Pero ni siquiera el cansancio podía privarlo de la excitación que le producía una buena cacería.

Las gafas de visión nocturna apenas significaban diferencia alguna. Sí, mejoraban su visión, pero no había nada que ver. ¿Dónde se habría metido aquella zorrita? No debería haberla dejado tanto tiempo sola, pero se había distraído con aquella morena tan guapa. Se había mostrado tan considerada con él… Igual que con la agente O'Dell. Lo había ayudado a elegir una botella de buen vino sin prisa alguna, sin importarle que fuera la hora de cerrar. En realidad, ya le había dado la vuelta al cartel de «abierto» y se disponía a cerrar la puerta cuando él entró apresuradamente. Sí, se había mostrado sumamente amable, insistiendo en que probara aquel vino italiano, blanco y seco, para su cena especial, sin darse cuenta entre tanto de que ella misma sería el plato fuerte de aquella cena.

Pero aquel pequeño rodeo le había costado su tiempo. Debería haberse llevado su premio y abandonado el cuerpo en la cava de la licorería. Al menos, así, no le habrían dolido los músculos. Le costaba trabajo enfocar los ojos. Las líneas rojas aparecían cada vez con mayor frecuencia, ¿o era que las gafas de infrarrojos fallaban? Le repugnaba la idea de depender de otros. Pero haría lo que fuera necesario para conseguir su meta, para culminar su juego.

Vagó por los bosques ennegrecidos, irritado porque sus pies tropezaban con las raíces de los árboles y resbalaban por el barro. Se había caído una vez, pero no volvería a hacerlo. Estaba seguro de que ella no se había alejado mucho del cobertizo. Nunca lo hacían. A veces, incluso volvían, temerosas de la oscuridad o intentando refugiarse del frío o de la lluvia. Zorras estúpidas, tan crédulas, tan ingenuas. Normalmente seguían el mismo camino, esperando que la senda gastada las condujera a la libertad. Sin pensar nunca que, por el contrario, las llevaría a una nueva trampa.

Sin embargo, tenía que reconocerlo: Tess McGowan se había escondido bastante bien. Aun así, no duraría mucho tiempo. Él conocía aquellos bosques como la palma de su mano. No podía escapar, a no ser que estuviera dispuesta a nadar. Era extraño, pensó mientras ajustaba el visor de las gafas de visión nocturna, que ninguna de ellas lo hubiera intentado. Pero, claro, no muchas habían tenido la ocasión. Tess tenía suerte de que se hubiera entretenido. Y más suerte aún por haber escapado del cobertizo. Debería enfadarse con ella, pero su talento lo excitaba. Le encantaban los desafíos. Más dulce aún sería doblegarla y poseerla… en cuerpo y alma.

Mientras subía por la pendiente, deseó no encontrarla con el cuello roto en el fondo de algún barranco. Sería una lástima. Esperaba que ella compensara la decepción que había supuesto Rachel, la cual no había estado en absoluto a la altura de sus expectativas. Se había mostrado atrevida mientras había creído que él no era más que un obrero al que podía provocar y mangonear. Parecía tener energía y vigor, y sin embargo había gimoteado como una niña indefensa cuando la estaba follando y había abandonado la lucha tan fácilmente que casi resultaba patético. Y, para colmo, había durado menos de media hora cuando la soltó en el bosque. Qué vergüenza.

Se agarró a las trepadoras y se impulsó hasta la cima del promontorio. Desde allí arriba se veía hasta muy lejos. Pero no advirtió nada. Las gafas de infrarrojos no detectaban ninguna masa de calor. ¿Dónde demonios se había metido?

Metió los dedos bajo las gafas para frotarse los ojos. Tal vez necesitara dormir más que castigar a Tess McGowan con una buena follada. El acostumbrado letargo empezaba a apoderarse de su cuerpo. No quería sufrir otra decepción, si la encontraba y no era capaz de… follársela. Ni siquiera quería pensar en ello.

No, empezaría otra vez por la mañana, cuando hubiera recobrado energías y pudiera disfrutar de una buena cacería. Sí, empezaría temprano. Se echó la cuerda al hombro, recogió la ballesta y emprendió el camino de vuelta. Tal vez abriera esa encantadora botella de vino italiano cuyas delicias Hannah le había prometido.

Capítulo 59

Maggie estaba aturdida. Le costaba gran trabajo mantener los ojos abiertos. No se dio cuenta hasta que paró frente a la casa de que estaba funcionando con el piloto automático. No recordaba haber salido de la interestatal, ni haber zigzagueado por la Autopista 6, con sus curvas cerradas y sus hondas y abruptas cunetas. Era un milagro que hubiera encontrado el camino de vuelta entre la oscuridad y la neblina que enturbiaba su mente.

Nick le había dejado encendida la luz del pórtico. Su Jeep seguía donde lo había aparcado esa tarde. Maggie detuvo el coche junto a él y, al ver sus laterales polvorientos y sus enormes y rugosos neumáticos, se apoderó repentinamente de ella una oleada de alivio. Ahora se alegraba de que el detective Rosen la hubiera convencido de esperar hasta la mañana siguiente. ¿Cómo había podido pensar en salir a la caza de Stucky por negros y desconocidos bosques en plena noche? Sin embargo, una hora antes aquélla le había parecido una idea sensata. Quería escenificar un ataque por sorpresa, olvidando momentáneamente que el último lo había ganado Stucky. ¿Por qué Albert Stucky lograba desbaratar su sensatez con tanta facilidad, de un plumazo, o, mejor dicho, de una pasada de su cuchillo?

Sabía que el doctor Holmes tenía razón, aunque era probable que nunca pudieran confirmarlo. Sabía que posiblemente la dependienta de la licorería le había suplicado a Stucky que la dejara vivir. Maggie imaginaba sus súplicas: surgían sin previo aviso en su cabeza, y no parecía poder acallarlas.

Hannah suplicaba y, al darse cuenta de que Stucky no le hacía caso, le rogaba por la vida de su bebé nonato. Él se habría reído de ella. Para él, aquello no tenía importancia alguna. Pero ella habría seguido llorando y suplicando. ¿Era por eso por lo que había empezado a cortar mientras todavía estaba viva? ¿Había intentado mostrarle el feto no nacido? Habría sido un nuevo reto a sumar a su repertorio de horrores. Parecía inconcebible y grotesco, pero Maggie sabía que para Stucky no lo era.

Intentó ahuyentar aquellas imágenes. Abrió la puerta y procuró no hacer ruido. Desde hacía mucho tiempo, sólo la esperaba una casa oscura y vacía cuando volvía. Nada ni nadie más. Incluso antes de que Greg y ella hubieran empezado a evitarse el uno al otro, sus agendas chocaban con frecuencia. En los años anteriores, se habían convertido apenas en compañeros de piso que se dejaban notas el uno al otro. O, al menos, se las habían dejado al principio. Poco a poco, los únicos signos de que en aquella casa vivían dos personas fueron los cartones de leche vacíos en la nevera y los calcetines y la ropa interior irreconocible en el cuarto de la lavadora.

El sistema de alarma pitó una sola vez antes de que Maggie apretara el código correcto. Al instante, sintió el hocico de Harvey husmeándola desde atrás. Extendió una mano en la oscuridad y sintió su lengua.

El vestíbulo permanecía a oscuras, pero el cuarto de estar estaba bañado en luz de luna. Nick no había echado las persianas, y Maggie se alegró de ello. Le gustaba aquel fulgor azulado que le daba a la habitación un aire mágico. Vio a Nick tumbado en el suelo, su cuerpo largo cubierto sólo a medias por el saco de dormir. Tenía el pecho desnudo, y la visión de su piel, de sus brazos musculosos, de su tripa dura, le produjo a Maggie un cosquilleo en el estómago justo cuando pensaba que estaba demasiado cansada para sentir algo más.

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