– Ahora mismo no hay pruebas sustanciales de que la señorita McGowan haya desaparecido. Y aquí no podemos hacer nada más. Hay que dejarlo por hoy. Tal vez mañana encontremos a la señorita McGowan.
– No la encontraremos. Él se la ha llevado -Maggie se estremeció, pero procuró que Tully no lo notara-. La ha añadido a su colección. Puede que ya esté muerta -se llevó de nuevo la mano a la sobaquera y a continuación se metió las manos en los bolsillos-. O, si no está muerta, tal vez a estas alturas desee estarlo -añadió casi en un susurro.
Tully se frotó los ojos. Se había quitado las gafas hacía horas. O'Dell estaba empezando a asustarlo. No quería pensar que tal vez Albert Stucky estuviera aumentado su colección.
Allá en su mesa, enterrado bajo manuales y documentos, tenía un grueso archivador lleno de casos de mujeres desaparecidas a lo largo y ancho del país. Mujeres que habían desaparecido sin dejar rastro en los cinco meses anteriores, desde la huida de Stucky.
El contenido de aquel archivo no era nada extraño. Ocurría todo el tiempo. Algunas de esas mujeres se iban y no querían que las encontraran. Otras habían sufrido malos tratos por parte de sus maridos o amantes y decidían esfumarse. Pero demasiadas habían desaparecido sin razón aparente, y Tully conocía suficientemente los pasatiempos de Stucky como para rezar porque ninguna de ellas hubiera pasado a formar parte de su nueva colección.
– Mire, agente O'Dell, esta noche no podemos hacer nada más.
– Hay que hacer una prueba de luminol. Podemos decirle a Keith Ganza que venga y se traiga la Lumi-Light para revisar el dormitorio principal.
– Aquí no hay nada. No hay absolutamente ninguna razón para creer que haya ocurrido algo raro en esta casa, agente O'Dell.
– La Lumi-Light podría mostrar alguna huella latente. Y el luminol mostrará cualquier rastro de sangre que quede en las rendijas, cualquier mancha que no se vea a simple vista. Es evidente que lo limpió todo. Pero es imposible librarse de las manchas de sangre, ni siquiera limpiando a conciencia -era casi como si no lo escuchara; como si Tully no estuviera allí, y hablara para sí misma.
– No podemos hacer nada más esta noche. Estoy exhausto. Y usted también debe de estarlo -al ver que ella empezaba a subir las escaleras, la agarró suavemente del brazo-. Agente O'Dell…
Ella se desasió y se giró hacia él con ojos centelleantes. Se quedó allí, quieta y firme, mirándolo como si lo desafiara a un duelo. Luego, sin previo aviso, dio media vuelta y se dirigió a la puerta, apagando las luces a su paso.
Tully siguió su ejemplo antes de que pudiera cambiar de idea. Corrió escaleras arriba, apagó las luces de la planta superior y volvió a bajar. O'Dell estaba en el vestíbulo, activando el sistema de alarma. Tully cerró la puerta de entrada, pero sólo al echar a andar a su lado en dirección al coche notó que Maggie llevaba el revólver en la mano, junto al costado, fuertemente asido.
De pronto, Tully se dio cuenta de que la ansiedad, la ofuscación, la rabia de la que había sido testigo era en realidad miedo. Qué necio había sido al no darse cuenta. La agente especial Maggie O'Dell estaba muerta de miedo. Y no sólo por Tess McGowan, sino también por sí misma.
Tess despertó sobresaltada. Sentía la garganta como papel de lija, tan seca que le dolía al tragar. Le pesaban los párpados como postigos de plomo. El pecho le dolía como si soportara sobre él un gran peso. Pero no había nada sobre ella. Estaba tumbada en lo que parecía un camastro estrecho y desigual. La habitación estaba en penumbra, y tuvo que aguzar la vista. El olor a moho la envolvía. Una ráfaga de viento la obligó a subirse la áspera manta hasta la barbilla.
Recordaba haberse sentido paralizada. Asustada, levantó los brazos y sintió un profundo alivio al no encontrar resistencia. Sin embargo, un instante después la asustó descubrir que sus miembros pesados se movían torpemente. Los sentía desarticulados y flácidos. Pero al menos no estaba atada y podía moverse.
Intentó levantarse y al instante sus músculos protestaron. La habitación empezó a dar vueltas. Le dolía la cabeza y de pronto la acometió una náusea tan fuerte e inesperada que tuvo que echarse de nuevo. Estaba acostumbrada a las resacas, pero aquello era mucho peor. Alguna sustancia había sido inoculada en su flujo sanguíneo. Entonces recordó la aguja y al hombre de pelo negro. Cielo santo, ¿dónde la había llevado? ¿Y dónde estaba él?
Escudriñó ansiosamente la pequeña estancia. Las náuseas la obligaban a mantener la cabeza sobre la almohada, pero, girando el cuello de un lado a otro, pudo examinar la habitación. Estaba en el interior de una especie de cobertizo de madera. Una luz débil se filtraba por las rendijas de la madera podrida, proporcionando la única iluminación. Le pareció que afuera estaba nublado, o que era demasiado pronto o demasiado tarde para que luciera el sol. Fuera como fuese, sólo podía intuirlo. No había ventanas, o al menos ya no las había. En una de las paredes había unos maderos clavados sobre un pequeño espacio que tal vez hubiera sido una ventana en otro tiempo. Aparte del camastro, no había nada más en la cabaña, salvo un alto cubo de plástico en un rincón.
Sus ojos buscaron y encontraron lo que parecía una puerta. Era difícil saberlo. La madera se confundía con la del resto del cobertizo. Sólo se distinguía por un par de bisagras herrumbrosas y el hueco de una cerradura. Naturalmente, estaría cerrada, tal vez incluso atrancada por fuera, pero aunque así fuera tenía que probar.
Se sentó lentamente y esperó. De nuevo, la náusea la obligó a reposar la cabeza en la almohada.
– ¡Maldita sea! -gritó, y al instante se arrepintió de ello. ¿Y si él la estaba observando, escuchándola?
Tenía que concentrarse. Podía hacerlo. A fin de cuentas, ¿a cuántas resacas había sobrevivido? Pero el espacio en el que se encontraba aumentaba su vulnerabilidad. ¿Qué pretendía aquel hombre? ¿Qué quería de ella? ¿La habría confundido con otra? Un nuevo temor comenzó a bullir en su estómago. No podía detenerse a pensar en él, ni en sus intenciones. No podía recordar cómo había llegado hasta allí. No debía pensar en ello, o sus pensamientos la paralizarían igual que el contenido de aquella jeringuilla.
Rodó hacia un lado para mitigar la náusea. Sintió una punzada en el costado, y por un instante creyó que se había pinchado con un clavo. Pero allí no había nada, sólo el duro y nudoso colchón del camastro. Introdujo la mano bajo su blusa y notó que la tenía sacada de la cinturilla de los pantalones. Le faltaba un botón, y el resto estaban desabrochados.
– No, basta -susurró, enojada consigo misma.
Debía concentrarse. No podía pensar en lo que aquel hombre podía haberle hecho mientras estaba inconsciente. Tenía que comprobar si estaba bien.
Sus dedos no encontraron ninguna herida abierta, ni sangre fresca, pero aun así estaba casi segura de que tenía una costilla rota o contusionada. Desafortunadamente, sabía por experiencia cómo dolían las costillas rotas. Palpó cuidadosamente con los dedos la zona bajo sus pechos mientras se mordía el labio inferior. A pesar de las punzadas de dolor, adivinó que no tenía ninguna costilla rota, aunque sí varias contusiones. Eso estaba bien. Podía manejarse bien con las costillas magulladas. De haber estado rotas, quizá le habrían perforado el pulmón. Otra cosa que hubiera preferido no saber de primera mano.
Sacó un pie fuera de la manta y lo agitó a ras de suelo. Estaba descalza. ¿Qué había hecho aquel hombre con sus zapatos y sus medias? De nuevo escudriñó la habitación. Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, pero seguía teniendo la visión levemente desenfocada, y las lentillas le raspaban. Pero daba igual. En el cobertizo no había nada que ver.
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