Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Tocó el suelo con la punta del pie. Estaba más frío de lo que esperaba, pero dejó el pie allí, obligando a su cuerpo a acostumbrarse al cambio de temperatura antes de intentar levantarse. El aire era frío y húmedo.

Entonces empezó a oír un repiqueteo en el tejado. El sonido de la lluvia siempre la había reconfortado. Pero ahora se preguntó ansiosamente si la podredumbre del tejado dejaría entrar el agua, y sintió un nuevo escalofrío. Sabía que el cubo del rincón no estaba allí para las goteras, sino para que ella lo usara. Era evidente que aquel hombre pretendía retenerla allí algún tiempo. Aquella idea reavivó su miedo.

Se levantó trabajosamente del camastro y permaneció con ambos pies sobre el frío suelo de madera, doblándose por la cintura y sujetándose a la cama. De nuevo se mordió el labio, ignorando el sabor a sangre, luchando por contener el vómito, esperando que la habitación dejara de darle vueltas.

Su pulso se aceleró. Dentro de su cabeza oía un zumbido parecido al del viento en el interior de un túnel. Procuró concentrarse en el percutir de la lluvia. Tal vez pudiera encontrar un cierto consuelo, una cierta cordura en la cadencia familiar de la lluvia. El súbito estallido de un trueno la asustó como un disparo, y se giró hacia la puerta como si esperara verlo allí. Cuando el corazón se le apaciguó en el pecho, estuvo a punto de echarse a reír. Sólo era un trueno. Un trueno, nada más.

Probó lentamente la firmeza de sus pies, intentando contener las náuseas e ignorar el dolor del costado y el pánico que amenazaba con asfixiarla. Sólo entonces se dio cuenta de que respiraba con dificultad. Un nudo obstruía su garganta y amenazaba con deshacerse en un grito. Le costó gran esfuerzo impedirlo.

Su cuerpo empezó a temblar. Agarró la manta de lana, se la echó sobre los hombros y ató dos picos a la altura de su cuello para dejar las manos libres. Miró bajo el camastro, esperando encontrar algo, cualquier cosa que la ayudara a escapar, o al menos sus zapatos. No había nada, ni siquiera bolas de pelusa o polvo. Lo cual significaba que aquel individuo había preparado aquel lugar para ella, hacía poco tiempo. Si no se hubiera llevado sus zapatos y sus calcetines… Entonces recordó que llevaba pantys debajo de los pantalones.

¡Oh, Dios! Así que la había desnudado. No debía pensar en ello. Tenía que concentrarse en otras cosas. Dejar de recordar. Dejar de sentir el dolor y el abotargamiento de las zonas de su cuerpo que pudieran recordarle lo que él le había hecho. No, no podía, no quería recordar. Ahora no. Tenía que concentrarse en salir de allí.

Escuchó de nuevo la lluvia. Aguardó nuevamente a que su ritmo la calmara y acompasara el ritmo de sus ásperos jadeos.

Cuando pudo caminar sin sentir la inminencia de una náusea, avanzó lentamente hacia la puerta. El picaporte era tan sólo una aldaba cubierta de herrumbre. Una vez más, miró a su alrededor para ver si se le había pasado por alto algo que pudiera usar para abrir la puerta. Hasta los rincones parecían limpios y recién fregados. Entonces vio un clavo oxidado metido en una rendija del suelo. Lo sacó con las uñas y comenzó a examinar la cerradura. La puerta estaba, en efecto, cerrada con llave, pero ¿estaría también atrancada por fuera?

Procuró calmar el temblor de sus dedos e insertó el clavo en el ojo de la cerradura, deslizándolo adelante y atrás, moviéndolo hábilmente en círculos. Otro talento heredado de su azaroso pasado. Pero de eso hacía años, y había perdido la práctica. La cerradura oxidada chirrió, protestando. Oh, Dios santo, ojalá… Algo cedió con un leve chasquido metálico.

Tess agarró la aldaba y tiró de ella. La puerta estuvo a punto de golpearla al abrirse bruscamente. Apenas había tenido que hacer fuerza. No estaba atrancada. Esperó, mirando fijamente el hueco despejado. Aquello era demasiado fácil. ¿Sería un milagro, o una trampa?

Capítulo 40

Viernes, 3 de abril

Tully conducía con una mano en el volante mientras con la otra luchaba a brazo partido con la tapa de plástico del vaso del café. ¿Por qué en los sitios de comida rápida cerraban todos los envases con un precinto a prueba de niños? Introdujo los dedos en la perforación triangular, que se negaba a cooperar, rajó el plástico y se salpicó el regazo de café caliente.

– ¡Maldita sea! -exclamó mientras se desviaba hacia el arcén y pisaba el freno, derramando más café sobre la tapicería del asiento. Agarró unas servilletas de papel para absorber el líquido, pero la mancha marrón había calado ya en la tapicería de color claro. De pronto, como si se diera cuenta demasiado tarde, miró por el retrovisor y vio aliviado que no tenía a nadie detrás.

Puso el coche en punto muerto, y soltó el pedal del freno. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía agarrotado el cuerpo por la tensión. Se recostó en el asiento y, al pasarse la mano por la quijada, sintió los cortes que se había hecho al afeitarse. Sólo había pasado un día, y ya empezaba a sentirse al borde del abismo íntimo de la agente O'Dell, encaramado a su filo mientras las rocas se desmigajaban bajo sus pies.

Tal vez había sido un error pedirle al director adjunto Cunningham la ayuda de la agente O'Dell. La noche anterior quizá demostrara que, sencillamente, Maggie O'Dell era incapaz de soportar la presión. Pero el mensaje telefónico que le había dejado esa mañana pidiéndole que se reuniera con ella en la casa de Archer Drive había hecho comprender a Tully que se enfrentaba a una tarea mucho más ardua.

En la casa no habían encontrado nada que justificara una investigación minuciosa. Sin embargo, O'Dell le había dicho que tenía permiso escrito de la señora Heston y de los propietarios para seguir adelante. Tully se preguntaba si los habría sacado de la cama. ¿Cómo, si no, había conseguido su permiso escrito entre la noche anterior y esa mañana? ¿Y cómo diablos iba a hacerle entender a O'Dell que se estaba comportando de manera irracional y paranoica y que posiblemente estaban perdiendo un tiempo precioso?

Después de lo sucedido la noche anterior, Tully sabía que el daño sufrido por O'Dell era tan profundo que sería imposible controlarlo y que tal vez intentar refrenarla sólo empeoraría las cosas. Pero no quería hablar con Cunningham. No podía. Aún no. Tenía que hacerse con la situación. Debía apaciguar a O'Dell para que pudieran seguir adelante.

Se bebió lo que quedaba del café y miró su reloj. Esa mañana el maldito chisme atrasaba, según el reloj digital del coche. No eran aún las siete. O'Dell le había dejado el mensaje en el contestador sobre las seis, mientras él estaba en la ducha. Tully se preguntaba si se habría acostado esa noche.

Dejó el recipiente del café en una de las abrazaderas del coche, se masajeó el cuello agarrotado y arrancó. Sólo le quedaban tres manzanas por recorrer. Cuando dobló la esquina de la calle, su tensión se convirtió en cólera. A la entrada de la casa estaban aparcados el Toyota rojo de O'Dell y una furgoneta azul de las que solían usar los analistas forenses. O'Dell no había perdido el tiempo, ni se había molestado en esperar su autorización. ¿Qué sentido tenía dirigir una investigación si nadie te hacía ni puto caso? Tenía que pararle los pies inmediatamente.

Mientras caminaba hacia la puerta principal, las farolas de la acera empezaron a parpadear, intentando decidir si quedarse encendidas o apagarse. Hacía falta que lloviera. Cada vez que parecía que iba a caer un chaparrón, las nubes descargaban en la costa, o frente al litoral, sin llegar a adentrarse en tierra. Pero esa mañana densos nubarrones ocultaban el amanecer. A lo lejos se oía un retumbar amortiguado. El tiempo parecía acompañar el humor de Tully, que se descubrió cerrando los puños al acercarse a la puerta. Detestaba el enfrentamiento. Si no lograba que su propia hija lo obedeciera, ¿cómo diablos esperaba que lo hiciera la agente O'Dell?

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