– Nada definitivo. Había unas huellas, pero no coinciden con las de Stucky. Lo raro es que todo parecía muy limpio, salvo por esas huellas: un índice y un pulgar. Es posible que pertenezcan a algún poli novato que tocó lo que no tenía que tocar y al que ahora le da vergüenza admitirlo. Los del registro de huellas dactilares aún no han sacado nada en claro.
Tully se sentó al borde de la mesa, dejó abierta la carpeta sobre un montón de papeles y empezó a encadenar clips.
– ¿El arma no se encontró?
– No. Al parecer, era una cuchilla muy fina, muy cortante y de un solo filo. Puede que fuera incluso un escalpelo, por la facilidad con que sajó y seccionó la carne -Tully advirtió la mueca de disgusto de Maggie-. Lo siento -dijo-. Es lo primero que se me ha venido a la cabeza.
– ¿Había rastros de saliva en el cuerpo, o de semen en la boca?
– No, lo cual difiere del modus operandi habitual de Stucky, lo sé.
– Si es que se trata de Stucky.
Maggie notó que la miraba, pero evitó sus ojos y siguió examinando el informe de la autopsia. ¿Por qué de pronto Stucky se retiraba antes de eyacular, o se corría fuera? Sin duda, no se habría tomado la molestia de usar un condón. Después de que descubrieran su identidad, Albert Stucky había seguido haciendo lo que quería con pasmosa insolencia. Y ello normalmente significaba exhibir su potencia sexual violando a sus víctimas varias veces y obligándolas a menudo a practicar el sexo oral. Maggie deseó poder echarle un vistazo al cuerpo de la chica. Después de tanto tiempo, sabía ya cómo descubrir los signos, a veces casi imperceptibles, que telegrafiaban las pautas de comportamiento de Stucky. Pero, por desgracia, leyó al final de la hoja que el cadáver ya le había sido devuelto a la familia. Aunque detuviera el procedimiento, todas las pruebas habrían desaparecido, lavadas por algún bienintencionado empleado de funeraria.
– Encontramos un teléfono móvil en el contenedor -dijo el agente Tully
– Pero estaba limpio, ¿no?
– Sí. Sin embargo, el registro de llamadas demuestra que alguien llamó a la pizzería desde ese número esa misma noche.
Maggie se detuvo y alzó la mirada hacia el agente Tully. Dios mío, ¿podía ser tan fácil?
– ¿Así es como la secuestró? Simplemente, ¿pidió una pizza?
– Eso pensamos -le explicó él-. Acabamos de encontrar la lista de reparto en el coche de la chica. Estamos comprobando las direcciones y los números de teléfono de la lista. Cuando Cunningham nos dijo que ahora vivía usted en Newburgh Heights, buscamos su dirección. La encontramos enseguida. Por lo demás, todas las direcciones eran de casas particulares. Pero la mayoría de la gente con la que hemos hablado hasta el momento estaba en casa y recibió su pizza. Sólo quedan unos cuantos con los que no he podido contactar por teléfono. Había pensado pasarme por Newburgh Heights a echar un vistazo.
Le dio dos fotocopias de lo que parecían fragmentos de una hoja arrancada de un cuaderno de espiral. La fotocopiadora había sacado los bordes dentados y rotos del papel. Había casi una docena de direcciones en ambas listas. La suya estaba de las primeras en la lista clasificada como #1. Maggie se apoyó contra la pared. El cansancio de la noche anterior empezaba a pasarle factura. Se había pasado casi toda la noche paseando de ventana en ventana, mirando y aguardando. Sólo había dormido en el viaje de regreso desde Kansas City, pero ¿cómo podía alguien descansar entre zarándeos a treinta y ocho mil pies de altura? Ya ni siquiera recordaba cuánto tiempo hacía de eso.
– ¿Dónde se encontró el coche?
– En el aparcamiento del aeropuerto. También encontramos aparcada a su lado una furgoneta de una compañía telefónica cuyo robo fue denunciado hace un par de semanas.
– ¿Algún rastro de Jessica dentro del coche? -preguntó mientras comprobaba la lista de direcciones.
– Había un poco de barro en el acelerador. Poca cosa más. En el maletero había pelos y rastros de sangre. Eran de ella. El asesino debió de usar el coche de la chica para trasladar el cuerpo. Pero no había signos de violencia dentro del coche, si es eso en lo que está pensando. Tuvo que llevársela a algún sitio donde nadie lo molestara. El problema es que en Newburgh Heights no hay apenas fábricas abandonadas, ni edificios cerrados. Pensé que tal vez le hubiera dado una dirección comercial, sabiendo que las oficinas estarían vacías de noche. Pero en las listas no aparece ningún edificio de oficinas.
De pronto, Maggie reconoció una de las direcciones de la lista. Se irguió, apartándose de la pared. No, no podía ser tan fácil. Leyó de nuevo la dirección.
– Puede que esta vez haya elegido un sitio mucho más lujoso.
– ¿Ha encontrado algo? -el agente Tully se acercó a ella y miró la lista que él mismo sin duda había examinado una y otra vez. Pero, naturalmente, él no podía haber reconocido aquella dirección. ¿Cómo iba a hacerlo?
– Esta dirección -Maggie señaló una a mitad de la página-. Esa casa está en venta. Está vacía.
– ¿Bromea? ¿Está segura? Si no recuerdo mal, el teléfono sigue conectado y tiene contestador.
– Puede que los dueños no hayan querido cortarlo. Sí, estoy segura de que está en venta. La de la agencia inmobiliaria me la enseñó hace un par semanas.
Ya no le importaba el resto del archivo que se había guardado bajo el brazo. Estaba casi en la puerta cuando el agente Tully la detuvo.
– Espere -dijo, recogiendo su arrugada chaqueta del respaldo de la silla. Al hacerlo, tropezó con un par de viejas zapatillas de deporte en las que Maggie no había reparado. Tully se agarró al pico de la mesa para no perder el equilibrio, tiró una de las carpetas y los papeles y las fotografías se esparcieron por el suelo. Tully le indicó con la mano que no necesitaba su ayuda, y Maggie se apoyó en la jamba de la puerta y esperó. Una cosa era que Cunningham la obligara a visitar al doctor Kernan. Pero que la cargara con aquel patán, casi movía a la risa.
Maggie procuró conservar la paciencia mientras Delores Heston, de Heston Inmobiliaria, buscaba la llave. El sol empezaba a hundirse tras la hilera de árboles. Apenas podía creer que hubiera perdido tanto tiempo intentando localizar a Tess McGowan. Y aunque la señora Heston se había mostrado muy amable, Maggie estaba inquieta, impaciente y ansiosa. Sabía que era allí donde Albert Stucky había matado a Jessica Beckwith. Lo intuía. Podía sentirlo. Era tan sencillo, tan fácil, tan propio de Stucky…
La señora Heston sacó otro manojo de llaves y Maggie se removió, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro. La señora Heston pareció advertir su inquietud.
– No sé dónde puede haberse metido Tess. Seguramente habrá decidido tomarse un par de días libres.
Era la misma explicación que le había dado por teléfono, pero Maggie percibió de nuevo su preocupación.
– Tiene que ser una de éstas.
– Pensaba que las tendrían etiquetadas -Maggie intentó contener su irritación. Sabía que la señora Heston les estaba haciendo un favor al dejarles echar un vistazo después de que le dijeran, mintiendo, que estaban investigando unos posibles robos. ¿Desde cuándo intervenía el FBI en robos de poca monta? Afortunadamente, la señora Heston no parecía cuestionarse la verosimilitud de su historia.
– La verdad es que éstas son las llaves sueltas. Tenemos un juego con su etiqueta, pero Tess seguramente olvidó devolverlo ayer, después de enseñar la casa.
– ¿Ayer? ¿Le enseñó a alguien la casa ayer?
La señora Heston se detuvo y le lanzó a Maggie una mirada nerviosa por encima del hombro. Maggie se dio cuenta de que su voz había sonado excesivamente alarmada.
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