Maggie cerró rápidamente la puerta y activó el sistema de alarma mientras el teléfono seguía sonando. Cuando acabó, sacó el móvil del bolsillo.
– Maggie O'Dell.
– Vaya, por fin. Tienes que comprarte otro móvil, Maggie. Creo que ése se está quedando sin batería otra vez.
Maggie sintió al instante que su cuello y sus hombros volvían a tensarse. Greg siempre parecía iniciar sus conversaciones con una reprimenda.
– He tenido el teléfono apagado. Estaba de viaje. Te dejé un mensaje -fue directa al grano; no quería que siguiera regañándola por haber estado incomunicada.
– Deberías tener algún tipo de servicio de mensajes -insistió él-. Tú madre llamó hace un par de días. Ni siquiera sabía que te habías mudado. Por el amor de Dios, Maggie, podías al menos llamarla y darle tu número de teléfono.
– La llamé. ¿Se encuentra bien?
– Parecía muy contenta. Me dijo que estaba en Las Vegas.
– ¿En Las Vegas? -su madre nunca salía de Richmond. Y, además, menuda elección. Sí, Las Vegas era el sitio perfecto para una alcohólica con tendencias suicidas.
– Me dijo que estaba con el reverendo Everett. Deberías estar más pendiente de ella, Maggie. Es tu madre.
Maggie se apoyó contra la pared y respiró hondo. Greg nunca había comprendido su relación con su madre. ¿Y cómo iba a hacerlo? Él procedía de una familia que parecía salida de un catálogo publicitario de los años cincuenta.
– Greg, ¿me dejé una caja en el piso?
– No, aquí no hay nada. ¿Te das cuenta de que no habrías perdido nada si hubieras llamado a la United?
Maggie prefirió no hacerle caso.
– ¿Estás seguro? Oye, no me importa si la has abierto, o si la has desordenado.
– Pero ¿tú te estás oyendo? Ya no te fías de nadie. ¿Es que no te das cuenta de lo que te está haciendo ese puto trabajo?
Ella se friccionó el cuello, apretando sus músculos agarrotados. ¿Por qué tenía que ponérselo siempre tan difícil?
– ¿Has mirado en el trastero? -preguntó. Sabía que era imposible que la caja estuviera allí, pero quería darle una última oportunidad para que se desdijera si, en efecto, había abierto la caja.
– En el trastero no hay nada tuyo. ¿Qué había dentro de esa caja? ¿Una de tus preciadas pistolas? ¿Es que no puedes dormir por las noches si no tienes a mano tres o cuatro, o las que tengas?
– Tengo dos, Greg. Todos los agentes suelen tener una de recambio.
– Ya. Pues para mí dos son demasiadas.
– ¿Te importaría llamarme si aparece la caja?
– Aquí no está.
– Bueno, está bien. Adiós.
– Llama a tu madre cuando puedas -dijo él a modo de despedida, y colgó.
Maggie apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Intentó mitigar el dolor de sus sienes, de su cuello, de sus hombros. Sonó el timbre, y asió el revólver casi sin darse cuenta. ¡Dios santo! Tal vez Greg tuviera razón. Vivía en un mundo de paranoia.
A la entrada de la casa, junto a una farola, podía ver una furgoneta con la leyenda Clínica veterinaria Riley impresa en un lateral. Un hombre con una bata blanca y una gorra de béisbol esperaba en el pórtico. Sentado pacientemente a su lado, con un collar y una correa azules, había un labrador blanco. A pesar de que no llevaba el pecho y la escápula aparatosamente vendados, Maggie supo que era el perro al que había ayudado a rescatar en casa de los Endicott. Aun así, volvió a examinar al hombre para asegurarse de que no era un impostor. Finalmente, decidió que era demasiado bajo para ser Stucky.
– Los Endicott viven al final de la calle -dijo nada más abrir la puerta.
– Lo sé -dijo el hombre secamente. Tenía la mandíbula tensa, la cara colorada y la frente sudorosa, como si no hubiera llegado en coche, sino corriendo-. El señor Endicott se niega a hacerse cargo del perro.
– ¿Qué?
– No lo quiere.
– ¿Eso le ha dicho? -le resultaba difícil de creer, después de lo que había pasado el pobre animal.
– Bueno, sus palabras exactas fueron que el dichoso perro era de su mujer. Disculpe mi lenguaje; sólo intento repetir lo que él me dijo, pero permítame decirle que él no usó precisamente el término «dichoso». En fin, dijo que el dichoso perro era de su mujer y que si se había largado sin él, que él tampoco lo quería.
Maggie miró al perro, que parecía acobardado, ya fuera porque el hombre había alzado la voz, o porque sabía que estaban hablando de él.
– No sé qué espera que haga yo. No creo que pueda convencer al señor Endicott. Ni siquiera lo conozco.
– Su nombre y su dirección aparecen en el impreso que firmó cuando nos llevaron al perro. El detective Manx nos ha dicho que se lo traigamos a usted.
– Conque sí, ¿eh? -de modo que se trataba de una última y pequeña venganza de Manx. Menuda cara-. ¿Y si me niego a quedármelo? ¿Qué hará con él?
– Tengo órdenes del señor Endicott de llevarlo a la perrera.
Maggie miró de nuevo al perro. El animal levantó hacia ella sus ojos marrones, tristes y patéticos. Maldición. ¿Qué sabía ella de cuidar a un perro? No pasaba en casa el tiempo suficiente para ocuparse de él. No podía quedárselo. Su madre nunca le había dejado tener perro de pequeña. Greg era alérgico a perros y gatos, o eso le había dicho una vez que ella llevó a casa un cachorro abandonado que se encontró mientras corría. Alérgico o no, Maggie sabía que no habría tolerado que un cuadrúpedo se subiera a sus preciosos sofas de cuero. De pronto, se dio cuenta de que, aunque sólo fuera por eso, tal vez debiera quedarse con el perro.
– ¿Cómo se llama? -preguntó, agarrando la correa del perro.
– Harvey.
Boston, Massachusetts
Jueves, 2 de abril
Will Finley apenas podía estarse quieto. Llevaba toda la mañana con los nervios de punta. Mientras deambulaba por los pasillos del juzgado, se pasó una mano temblorosa por la cara. Demasiada cafeína. Ése era su problema. Eso, y la falta de sueño. Aunque el hecho de que Tess McGowan no le hubiera devuelto ninguna de sus llamadas tampoco contribuía a tranquilizarlo. Ya era jueves. Desde el lunes, le había dejado varios mensajes en casa y en la oficina. O, al menos, en lo que, según creía, era su oficina. Se había llevado una de las tarjetas de visita de Tess de la mesa antigua de su dormitorio. De otro modo, no habría sabido ni su número de teléfono, ni su apellido. Hasta había intentando dejarle un mensaje en el bar de Louie, pero el dueño le había dicho que «dejara en paz a Tess y se fuera a tomar por culo».
Así pues, ¿por qué no podía dejarla en paz? ¿Por qué no lograba quitársela de la cabeza? Nunca antes se había obsesionado por una mujer. ¿Por qué precisamente por Tess? Hasta Melissa había notado su inquietud, aunque se dio por satisfecha cuando le explicó que se debía al estrés del nuevo trabajo y a los preparativos de la boda.
Había evitado acostarse con Melissa desde su noche con Tess, lo cual aumentaba su nerviosismo. Sólo habían pasado tres noches, pero aun así temía que Melissa se hubiera dado cuenta, sobre todo la noche anterior, cuando le insinuó que podía quedarse a dormir en su casa. Él la había puesto prácticamente de patitas en la calle con el pretexto de que tenía que estar descansado para el juicio que lo esperaba a la mañana siguiente. ¿Qué le pasaba? ¿Temía acaso que Melissa descubriera su traición si la tocaba de manera distinta? ¿O, simplemente, no quería borrar los recuerdos de su noche con Tess? Porque había rebobinado una y otra vez aquella noche en su cabeza, tan reiteradamente que podía revivirla a voluntad.
Mierda, estaba bien jodido.
Al doblar la esquina en dirección a Registro, se tropezó con Nick Morrelli y el contenido de su carpeta se esparció por el suelo. Se puso de rodillas antes de que Nick se diera cuenta de quién era.
Читать дальше