Cato tembló cuando se dio cuenta de todo lo que aquello implicaba. Bajó de golpe la tapa del arcón y salió apresuradamente del hoyo.
– Busca a los demás y reúnelos en el centro del pueblo lo más rápido posible. Yo voy a ver si encuentro al centurión. ¡Vamos, deprisa!
Cato cruzó a toda prisa por los quebradizos restos de los edificios quemados donde tan sólo quedaban en pie las vigas más resistentes y las ennegrecidas paredes de piedra. Oyó a Macro dar órdenes a gritos y se dirigió al lugar de donde provenía la voz de su centurión. Al salir de entre las paredes de dos de las construcciones más sólidas que rodeaban el centro de Noviomago vio a Macro y a unos cuantos de sus hombres Junto a lo que parecía un pozo cubierto de unos tres metros de diámetro. Lo circundaba un parapeto de piedra que llegaba a la altura de la cintura y todo él estaba cubierto por un tejado cónico de cuero. Curiosamente, los atacantes habían dejado el tejado intacto; al parecer era lo único que no habían tratado de destruir.
– ¡Señor! -Llamó Cato al tiempo que corría hacia ellos. Macro levantó la vista del pozo con una expresión trastornada en su rostro. Al ver a Cato, se irguió y se encaminó hacia él a grandes zancadas.
– ¿Habéis encontrado algo?
– ¡Sí, señor! -Cato no pudo contener su nerviosismo al informar-. Hay un hoyo en el que pusieron el botín cerca de la puerta principal. Deben de tener intención de volver por aquí. ¡Señor, tal vez tengamos la oportunidad de tenderles una trampa!
Macro asintió moviendo la cabeza con aire grave, por lo visto indiferente a la posibilidad de acechar a los atacantes.
– Entiendo -dijo. Las ganas de Cato de seguir hablando de su descubrimiento se apaciguaron ante la extraña falta de vida del rostro de su superior.
– ¿Qué ocurre, señor? Macro tragó saliva. -¿Encontrasteis algún cadáver? -¿Cadáveres? No, señor. Es una cosa muy curiosa. -Sí. -Macro frunció los labios y movió el pulgar señalando el pozo-. Entonces me imagino que deben de estar todos ahí dentro.
Bajo la luz cada vez más débil del atardecer, el centurión Hortensio formó una apagada silueta casi carente de detalles cuando, con las manos apoyadas en la barandilla de piedra, escudriñó el interior del pozo. Macro y sus hombres se quedaron atrás, lo más alejados posible de los espíritus de los muertos que pudieran permanecer ahí. Diomedes estaba sentado solo, con la espalda apoyada en la ennegrecida mampostería de un edificio en ruinas. Tenía la cabeza inclinada, la cara oculta entre los brazos y su cuerpo se sacudía con el dolor.
– Se lo está tomando un poco mal -masculló Fígulo entre dientes.
Cato y Macro se miraron. Ambos habían visto el retorcido montón de cuerpos mutilados que casi llenaba el pozo. Dada la extensión de aquella localidad, debía de haber cientos de ellos. Lo que más había horrorizado a Cato fue que ni un solo ser viviente se había salvado. La maraña de cadáveres incluía hasta los de los perros y ovejas de los aldeanos, así como los de las mujeres y niños. Los atacantes habían querido dejar claro qué suerte correrían aquellos que se pusieran de parte de Roma. Al joven optio le había dado todo vueltas cuando observó el interior del pozo y había sentido un escalofrío de horror y desesperación en el momento en que sus ojos se habían posado en el rostro de un niño, poco más que un bebé, que yacía despatarrado en lo alto del montón. Bajo una mata de enmarañados cabellos rubios del color de la paja había un par de ojos azules abiertos como platos, con una fija mirada de terror.
La boca abierta del niño dejaba al descubierto unos diminutos dientes blancos. Lo habían matado clavándole una lanza en el pecho y el cuerpo de su basto vestido de lana tenía una negra mancha de sangre seca. A la vez que retrocedía, apartándose de aquel pudridero, Cato se había dado la vuelta, se había inclinado y había vomitado.
En aquellos momentos, media hora después, sentía frío, cansancio y el profundo dolor de aquellos que habían visto la absoluta escabrosidad de la vida por primera vez. La muerte violenta era algo con lo que había convivido desde que se había incorporado a las águilas. De eso hacía poco más de un año.
Muy poco tiempo, reflexionó. El ejército había conseguido endurecerlo sin que él fuera del todo consciente de ello, pero ante el sangriento trabajo de los Druidas del culto de la Luna Oscura, el horror y la desesperación lo consumían. Y en tanto que su mente trataba de aceptar las acciones de aquellas personas que atentaban de aquel modo contra todos los principios de la civilización, un impulso cada vez más fuerte de descargar su salvaje venganza sobre ellos amenazaba con dominarlo. La imagen del rostro del niño volvió a cruzar por su mente una vez más y, de manera instintiva, su mano se enroscó con fuerza en el pomo de la espada. Ahora esos mismos Druidas tenían en su poder a una familia Romana, sin duda destinada a correr la misma suerte que los habitantes de Noviomago.
Macro notó el movimiento. Por un momento se sintió casi impulsado a poner una mano paternal sobre el hombro de su optio y tratar de consolarlo. Se había acostumbrado a la presencia del optio y solía olvidar que Cato poseía poca experiencia de la absoluta brutalidad de la guerra. Costaba creer que el ratón de biblioteca patoso que había aparecido con los otros reclutas desaliñados un tiempo atrás en Germania y el oficial subalterno lleno de cicatrices que en aquellos momentos estaba a su lado en silencio fueran la misma persona. El muchacho ya había ganado su primera condecoración por su valentía; la abrillantada placa de metal relucía en el correaje del optio. No se podía dudar de su coraje e inteligencia, y si sobrevivía lo suficiente a la dura vida de las legiones, tenía un buen futuro por delante. Pero aún era poco menos que un niño, con una tendencia a la timidez que llegaba al punto de serle dolorosa y que Macro no comprendía. Igual que no comprendía la intensidad de los ocasionales estados de ánimo del muchacho, cuando parecía encogerse en sí mismo y encerrarse en una maraña de insondables hilos de pensamiento.
Macro se encogió de hombros. Sólo con que el chico dejara de pensar tanto, encontraría la vida mucho más fácil. Macro no creía en la introspección, no hacía más que confundir las cosas e impedirle a uno actuar. Era mejor dejársela a esos ociosos intelectuales de Roma. Cuanto antes aceptara eso Cato, más feliz sería.
Fígulo seguía criticando la desvergonzada exteriorización de emociones de Diomedes.
– ¡Malditos griegos! De todo hacen un drama. Tienen demasiadas tragedias y pocas comedias en sus teatros, ése es el problema.
– Este hombre ha perdido a su familia -dijo Macro en voz baja-. Así que hazle un favor antes de que te oiga y cierra tu condenada bocaza.
– Sí, señor. -Fígulo aguardó un momento y luego se alejó paseando tranquilamente, como si buscara otra cosa que distrajera su atención mientras la centuria esperaba recibir órdenes.
El centurión Hortensio ya había visto suficiente y se acercó a Macro con briosas zancadas.
– Vaya carnicería que hay ahí dentro.
– Si, señor.
– Será mejor que tus muchachos lo rellenen de tierra. No tenemos tiempo para darles sepultura como es debido. Además, no sé cómo lo hacen los lugareños.
– Podrías preguntárselo a Diomedes -sugirió Macro-. Él lo sabrá.
Ambos se volvieron para mirar al guía griego. Diomedes había levantado la cabeza y tenía los ojos clavados en el pozo, su rostro estaba crispado y temblaba mientras luchaba para tratar de dominar su dolor.
– No creo que sea buena idea -decidió el centurión Hortensio-. Al menos de momento. Me ocuparé de Diomedes mientras tú te encargas del pozo.
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