Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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Los oficiales volvieron con sus centurias y dieron la voz de atención a sus tropas. En cuanto los soldados estuvieron formalmente alineados, Hortensio gritó la orden para que se dispusieran en línea. La primera centuria dio media vuelta a la derecha y luego giró con soltura sobre sus talones para formar una línea de dos en fondo. Las siguientes centurias hicieron lo mismo y extendieron la línea hacia la izquierda. La centuria de Macro fue la última que se colocó en posición y éste dio el alto en cuanto su indicador del flanco derecho llegó a la altura de la quinta centuria. La cohorte se mantuvo quieta un momento para que los soldados afirmaran la posición y luego se dio la orden de avanzar. Las dobles filas ascendieron ondulantes por la poco empinada ladera hacia el otro lado de la cima. Ante ellos y a lo lejos se extendía el mar, agitado y gris. Más cerca había un gran puerto natural desde el que un ancho canal se adentraba en el terreno donde había estado emplazada la población. Una brisa fría rizaba la superficie del canal. No había barcos anclados, tan sólo un puñado de pequeñas embarcaciones arrimadas a la orilla. Todos los soldados se pusieron tensos al intuir lo que iban a encontrar al otro lado de la colina y, cuando el suelo empezó a descender, los restos de Noviomago aparecieron ante sus ojos.

Los atacantes habían llevado a cabo una destrucción tan concienzuda como les había permitido el tiempo del que disponían. Sólo se veían las meras líneas ennegrecidas de los armazones de madera que aún quedaban en pie allí donde habían estado las chozas y casas de la población. En torno a éstos yacían los restos chamuscados de las paredes y los tejados de paja. Gran parte de la empalizada circundante había sido arrojada a la zanja de debajo. La ausencia de humo indicaba que ya habían pasado unos cuantos días desde que los Durotriges arrasaran el lugar. No se movía nada entre las ruinas, ni siquiera un animal.

Lo único que rompía el silencio eran los desgarrados chillidos de los cuervos que provenían de un bosquecillo cercano. Los exploradores de la caballería se abrieron en abanico a ambos flancos de la cohorte en busca de cualquier señal del enemigo.

El tintineo del equipo de los legionarios parecía sonar anormalmente alto a oídos de Cato mientras bajaba marchando hacia el pueblo. Al tiempo que se concentraba para mantener el paso de los demás, lo cual no era moco de pavo teniendo en cuenta su desgarbado modo de andar, recorrió con la mirada los alrededores de Noviomago, buscando cualquier indicio de una posible trampa. Bajo aquella luz cada vez más apagada, el paisaje del frío invierno se llenó de lúgubres sombras y él agarró más fuerte el asa del escudo.

– ¡Alto! -Hortensio tuvo que forzar la voz para que se oyera claramente por encima del sonido del viento. Se formó la doble línea y los soldados se quedaron quietos un instante antes de que se gritara la segunda orden-. ¡Dejad las mochilas!

Los legionarios depositaron sus cargas en el suelo y avanzaron cinco pasos para alejarse de su equipo de marcha. En su mano derecha sólo sostenían entonces una jabalina y estaban listos para combatir.

– ¡Sexta centuria, marchen! -¡Marchen! -Macro transmitió la orden y sus hombres avanzaron separándose de la línea y se acercaron a la población desde un ángulo oblicuo. Cato notó que el corazón se le aceleraba a medida que se aproximaban a las ennegrecidas ruinas y una débil oleada de energía nerviosa fluyó por su cuerpo mientras se preparaba para un encuentro repentino. Macro hizo detenerse a la centuria al otro lado de la zanja.

– ¡Cato! sí, señor! -Tú llévate las cinco primeras secciones y entra por la puerta principal. Yo con el resto entraré por el lado que da al mar. Nos veremos en el centro del pueblo.

– Sí, señor -respondió Cato, y un súbito escalofrío de miedo le hizo añadir-: Tenga cuidado, señor.

Macro hizo una pausa y lo miró desdeñosamente. -Trataré de no torcerme el tobillo, optio. Este lugar es como una tumba. Lo único que se mueve ahí dentro son los espíritus de los muertos. Y ahora vamos, en marcha.

Cato saludó y se volvió hacia las filas de legionarios. -¡Las cinco primeras secciones! ¡Seguidme! Acto seguido se dirigió a grandes zancadas hacia lo que quedaba de la puerta principal y sus hombres tuvieron que apresurarse para no quedarse atrás. Un sendero lleno de rodadas con una ligera pendiente conducía a las enormes vigas de madera que formaban la puerta principal y el adarve fortificado que antes protegían la entrada. Pero las puertas ya no estaban, las habían arrancado salvajemente de sus goznes de cuerda y las habían hecho pedazos. Cato avanzó con cuidado por encima de los fragmentos astillados. A ambos lados, las zanjas defensivas describían una curva alrededor del bajo terraplén y la empalizada destrozada. Los legionarios lo seguían en silencio, aguzando la vista y el oído ante cualquier señal de peligro en la tensa atmósfera que los envolvía.

Al otro lado de la estropeada puerta se hizo evidente todo el alcance de la destrucción de los Durotriges. Había cacharros hechos añicos desparramados por todas partes, ropa hecha jirones y los restos de lo que habían constituido las posesiones materiales de la gente que vivía allí. Mientras sus hombres se desplegaban a un lado y a otro de él, Cato miró a su alrededor y se sorprendió de no ver ni rastro de ningún cadáver; ni siquiera restos animales. Aparte de pequeños remolinos de cenizas que levantaba la brisa, nada se movía en aquel silencio extraño e inquietante.

– ¡Dispersaos! -ordenó Cato al tiempo que se volvía hacia sus hombres--. Registrad el lugar a conciencia. Buscamos supervivientes. ¡Volved a informarme en cuanto lleguemos al centro de la población!

Con las armas en ristre, los legionarios avanzaron con cuidado por las viviendas destruidas y utilizaban la punta de sus jabalinas para examinar cualquier montón de escombros que encontraban. Cato se quedó un momento observando su avance antes de ponerse a caminar lentamente por el camino cubierto de cenizas que desde la puerta conducía al corazón de Noviomago. La ausencia de cadáveres lo llenaba de inquietud. Él se había preparado para los horrores que pudiera ver y el hecho de que no hubiera ni rastro de la gente y los animales del lugar era casi peor, puesto que su imaginación tomó el relevo e hizo que lo embargara una terrible aprensión. Se maldijo a sí mismo, enojado. Era posible que los atacantes hubieran sorprendido a la población, la hubieran tomado sin encontrar resistencia y se hubieran llevado a la gente y a sus animales como botín. Era la respuesta más probable, se convenció.

– ¡Optio! -Una voz lo llamó desde no muy lejos--. ¡Aquí! Cato corrió hacia la voz. Cerca de los restos de un establo de piedra el legionario se encontraba junto a un gran hoyo tapado con una cubierta de piel. Había retrocedido a un lado y señalaba hacia abajo con la jabalina.

– Ahí, señor. Eche un vistazo a esto.

Cato se puso a su lado y miró dentro del hoyo. Tenía unos tres metros de ancho y su profundidad era de la altura de un hombre. La tierra de los bordes estaba suelta. En la penumbra vio una pila de perniles de carne seca, montones de cestos de grano, unas cuantos utensilios de plata griegos y algunos arcones pequeños. Estaba claro que la fosa había sido abierta recientemente, sin duda para almacenar el botín que los atacantes habían seleccionado. Habían tapado el hoyo con la lona para protegerlo de los animales salvajes. Cato se despojó del escudo y descendió hasta los arcones. Rápidamente abrió la tapa del que tenía más cerca. Dentro encontró un surtido de ornamentos celtas hechos de plata y bronce. Cogió un espejo y lo abrió al tiempo que admiraba el magnífico trabajo de motivos acaracolados del reverso. Volvió a dejarlo en el cofre y contempló toda aquella colección de torques, collares, copas y otros recipientes, todas ellas piezas de excelente artesanía. De aquel conjunto de cosas, muy pocas habrían sido usadas por los habitantes de Noviomago. Debían de haberlas obtenido mediante el comercio con tribus nativas y almacenado durante el invierno para mandarlas por barco a la Galia, donde los representantes o tratantes de Roma las venderían a un alto precio. Ahora los Durotriges se habían hecho con ellas y las habían escondido, sin duda con la intención de recogerlas cuando volvieran de sus incursiones por el interior del territorio de los atrebates.

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