Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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– ¡Eso es, Macro! Destina a un hombre para que guíe a ese caballo, luego vámonos.

Macro dio la orden a la centuria para que avanzara hacia el campamento En formación cerrada, el paso de la centuria era forzosamente lento, por mucho que los soldados quisieran apresurarse para volver al refugio del campamento. En el centro del cuadro el legado se tambaleaba bajo su carga. A un lado, Fígulo y Sertorio llevaban el cuerpo de Maxentio sobre el escudo de Fígulo. junto a ellos caminaba Cato, con la vista clavada al frente y su dolorido brazo estirado para mantener la cabeza que sostenía lo más alejada posible de su cuerpo. Macro, que marchaba en la parte trasera del cuadro, no dejaba de mirar atrás, hacia el bosque, por si veía alguna señal de los Druidas y sus seguidores. Pero nada se movía a lo largo del oscuro límite de la arboleda y el bosque permanecía completamente silencioso.

CAPÍTULO IX

Al cabo de tres días la nieve casi se había derretido y sólo seguía brillando en algún que otro punto, en las hondonadas y grietas donde los rayos del bajo sol invernal no llegaban. Los primeros días del mes de marzo dieron un poco más de calidez a la atmósfera y el camino lleno de surcos se volvió resbaladizo con el barro acumulado bajo los pies enfundados en botas de la cuarta cohorte. Marchaban hacia el sur desde Calleva, patrullando por la frontera con los Durotriges en un intento de evitar más ataques. La misión era más un gesto de apoyo de los Romanos hacia los atrebates que una tentativa realista de poner freno a los Durotriges y a sus siniestros aliados Druidas. Los informes que le llegaban a Verica sobre la devastación que se extendía sobre las pequeñas aldeas lo habían puesto tan nervioso que le había rogado a Vespasiano que actuara. Así pues, la cuarta cohorte y un escuadrón de exploradores, acompañados de un guía, fueron enviados a recorrer los pueblos y asentamientos fronterizos para demostrar que la amenaza de los Durotriges se estaba tomando muy en serio.

Al principio los aldeanos tenían miedo de los extraños uniformes y los idiomas extranjeros de los legionarios, pero la cohorte había recibido órdenes de comportarse de un modo ejemplar. El alojamiento y los víveres fueron pagados con monedas de oro y los Romanos respetaron las costumbres locales que el guía de Verica, Diomedes, les explicaba. Este último era un agente comercial que representaba a un mercader de la Galia y que había vivido muchos años entre los atrebates. Hablaba su dialecto celta con fluidez. Hasta se había casado con una mujer de un clan guerrero que había sido lo bastante liberal como para tolerar que una de sus hijas menos preciadas se convirtiera en la esposa de aquel pulcro hombrecillo griego. Con su tez olivácea, sus aceitados rizos de cabello oscuro, la barba recortada con esmero y su excelente guardarropa continental, Diomedes no podía parecerse menos a los rudos nativos entre los cuales había elegido vivir tanto tiempo. Sin embargo, lo tenían en gran estima y era calurosamente bienvenido en todas las poblaciones por las que pasaba la cohorte.

– ¿De qué le sirve el dinero a esta gente? -refunfuñó Macro mientras el centurión superior de la cohorte contaba unas monedas que iba a entregar al cacique de un pueblo para pagar varios paquetes de ternera en salazón (unas oscuras y mustias tiras de carne atadas con unos trozos de correa de cuero). Los centuriones de la cohorte se habían reunido para ser presentados al cacique y en aquellos momentos se encontraban de pie, a un lado con el guía griego, mientras se cerraba el negocio.

– ¡Te sorprenderías! -le dijo Diomedes con una amplia sonrisa que reveló su pequeña y manchada dentadura-. Beben todo el vino que pueden comprar. Les gusta mucho el de la Galia, por lo que he hecho una pequeña fortuna a lo largo de los años.

– ¿Vino? ¿Beben vino? -Macro se giró para mirar la heterogénea dispersión de chozas redondas y pequeños rediles en el interior de una empalizada endeble cuyo único propósito era servir de protección contra los animales salvajes.

– Por supuesto. Ya has probado sus brebajes locales. Están bien si quieres emborracharte, pero si no es así no es muy divertido beberlos.

– En eso tienes razón.

– Y no solamente es el vino -continuó diciendo Diomedes-. Está la ropa, la cerámica, los utensilios de cocina, etcétera. Se han aficionado grandemente a las exportaciones del imperio. Unos cuantos años más y los atrebates estarán ya en el primer peldaño de la civilización-. Diomedes parecía nostálgico.

– ¿Y por qué estás tan apesadumbrado?

– Porque entonces habrá llegado el momento de seguir adelante.

– ¿Seguir adelante? Creí que te habías establecido aquí.

– Sólo mientras se pueda ganar dinero. En cuanto este lugar pase a formar parte del Imperio se llenará de comerciantes y mis márgenes de beneficios desaparecerán. Tendré que irme a otro sitio. Tal vez más al norte. He oído que la reina de los brigantes le ha tomado el gusto a esto de vivir de forma civilizada. -Al griego le brillaron los ojos de entusiasmo ante aquella perspectiva.

Macro miró a Diomedes con el desagrado especial que reservaba para los vendedores. Entonces se le ocurrió una cosa.

– ¿Cómo pueden permitirse todo eso que importas? -No pueden. Eso es lo bueno del asunto. Aquí no hay un sistema monetario, sólo un puñado de estas tribus han empezado a acuñar sus propias monedas. De modo que les permito hacer trueques. Salgo ganando con ello. A cambio de mi mercancía obtengo pieles, perros de caza y joyas, cualquier cosa que hoy en día alcance un alto precio en Roma. -Miró el torques que Macro llevaba en el cuello-. Ésta baratija, por ejemplo. Podría sacar una buena suma por ella.

– No está en venta -repuso Macro con firmeza, y automáticamente se llevó la mano al torques de oro. El pesado ornamento había rodeado anteriormente el cuello de Togodumno, un jefe de los catuvelanio y hermano de Carataco. Macro lo había matado en combate singular poco después de que la segunda legión desembarcara en Britania.

– Te haré un buen precio. Macro dio un resoplido.

– Lo dudo. Me estafarías con la misma facilidad con la que lo haces con estos nativos.

– ¡Me avergüenzas! -protestó Diomedes-. Nunca se me ocurriría hacer eso. Por tratarse de ti, centurión, pagaría un buen precio.

– No. No voy a venderlo. Diomedes apretó los labios y se encogió de hombros. -Ahora no. Tal vez más adelante. Consúltalo con la almohada.

Macro sacudió la cabeza y cruzó la mirada con otro de los centuriones, que alzó los ojos al cielo con empatía. Los mercaderes griegos se habían diseminado por todo el Imperio y mucho más allá de sus fronteras, y no obstante eran todos iguales, unos oportunistas que andaban a la caza de beneficios económicos. Veían a todo el mundo en términos de lo que podían sacarles. De repente Macro se sintió rechazado.

– No me hace falta consultarlo con la almohada. No voy a venderlo, y menos a ti.

Diomedes frunció el ceño y entrecerró los ojos un instante. Luego movió la cabeza lentamente y sonrió de nuevo con su sonrisa de vendedor.

– Vosotros los tipos del ejército Romano os creéis realmente mejores que el resto de nosotros, ¿verdad?

Macro no respondió, se limitó a alzar un poco el mentón, lo cual provocó que el griego se echara a reír a carcajadas. Los demás centuriones interrumpieron su quedo parloteo y se volvieron a mirar a Macro y a Diomedes. El griego levantó las manos para apaciguar las cosas.

– Lo siento, de verdad. Es que me resulta tan familiar esta actitud… Vosotros los soldados creéis que sois los únicos responsables de la expansión del Imperio, de añadir más provincias al inventario de tierras del emperador.

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