– Sé a qué se dedicaba, si es a eso a lo que se refiere.
– ¿Y a qué se dedicaba?
– Era chica de compañía. Tenía un anuncio en Internet. Estoy casi seguro de que trabajaba para un tipo llamado Billy Wentz, que es una especie de macarra virtual. Él maneja el sitio Web donde ella tiene su página. Creo que la embaucó en otras cosas: sitios porno, cosas así. También creo que estaba metida en la escena sadomaso.
La mención de Wentz pareció dar una nueva intensidad al rostro de Glass. Cruzó los brazos sobre la mesa y se inclinó hacia Pierce.
– ¿Ya ha hablado con el señor Wentz?
Pierce negó con la cabeza.
– No, pero lo he intentado. Ayer fui a Entrepeneurial Concepts, que aglutina sus empresas. Pregunté por él, pero no estaba. ¿Por qué tengo la sensación de que le estoy contando cosas que ya sabe? Oiga, yo quiero hacer preguntas, no contestarlas.
– No puedo decirle gran cosa. Estoy especializado en investigaciones de personas desaparecidas. Un conocido del Departamento de Personas Desaparecidas de la policía me recomendó a Vivian Quinlan. Así empezó todo. Ella me pagó por una semana de trabajo. No encontré a Lilly ni descubrí mucho más acerca de su desaparición.
Pierce consideró la información durante un momento. Él era un aficionado y había descubierto mucho en menos de cuarenta y ocho horas. No creía que Glass fuera tan inepto como se estaba presentando.
– Conoce la Web, ¿verdad? L. A. Darlings.
– Sí. Me dijeron que trabajaba de chica de compañía y fue fácil encontrarla. L. A. Darlings es uno de los sitios más populares.
– ¿Encontró su casa? ¿Habló con su casero?
– No y no.
– ¿Y Lucy LaPorte?
– ¿Quién?
– En el sitio Web usa el nombre de Robin. Su página está vinculada con la de Lilly.
– Ah, sí, Robin. Sí, hablé con ella por teléfono. Fue muy breve. No cooperó mucho.
Pierce no estaba convencido de que Glass hubiera llamado realmente. Creía que Lucy habría mencionado que un investigador privado ya había preguntado por Lilly. Pensaba verificar con ella la supuesta llamada.
– ¿Cuándo fue eso? La llamada a Robin.
Glass se encogió de hombros.
– Hace tres semanas. Fue al principio de mi semana de trabajo. Fue una de las primeras llamadas que hice.
– ¿Llegó a verla?
– No, surgieron otras cosas. Y al final de la semana la señora Quinlan ya no quería pagarme para que continuara trabajando en el caso. Eso fue todo.
– ¿Qué otras cosas surgieron?
Glass no contestó.
– Habló con Wentz, ¿verdad?
Glass bajó la mirada a los brazos que tenía cruzados, pero no contestó.
– ¿Qué le dijo?
Glass se aclaró la garganta.
– Escúcheme con mucha atención, señor Pierce. Será mejor que no se acerque a Billy Wentz.
– ¿Porqué?
– Porque es un hombre peligroso. Porque se está metiendo en un terreno que no conoce en absoluto. Puede acabar mal si no tiene cuidado.
– ¿Es lo que le pasó a usted? ¿Acabó mal?
– No estamos hablando de mí. Estamos hablando de usted.
Un hombre con un café con hielo se sentó a su lado en la mesa.
Glass lo miró y lo examinó con ojos paranoicos. El hombre sacó un Palm Pilot del bolsillo y lo abrió. Se puso a escribir con el lápiz óptico sin fijarse en ningún momento en Glass ni en Pierce.
– Quiero saber qué ocurrió cuando fue a ver a Wentz -dijo Pierce.
Glass descruzó los brazos y se frotó las manos.
– ¿Sabe…?
Se detuvo. Pierce tuvo que insistir.
– ¿Si sé qué?
– ¿Sabe que hasta el momento el único sector en el que Internet es provechoso es el del ocio para adultos?
– Eso he oído. ¿Qué tiene que…?
– En este país el sexo electrónico mueve diez mil millones de dólares. Gran parte por la Red. Es un gran negocio, con vínculos con los círculos empresariales de altos vuelos. Está en todas partes, disponible en cualquier ordenador, en cada tele. Encienda la tele y pida porno duro cortesía de AT amp;T. Conéctese y pida que una mujer corno Lilly Quinlan llame a su puerta.
La voz de Glass adoptó un fervor que a Pierce le recordó a un párroco en el pulpito.
– ¿Sabe que Wentz vende franquicias en todo el país? Lo investigué. Cincuenta mil dólares por ciudad. Ahora hay New York Darlings y Vegas Darlings y Miami y Seattle y Denver y etcétera, etcétera. Vinculados con esos sitios tiene webs porno dedicadas a todas las perversiones y deseos sexuales que se imagine. Él…
– Todo eso lo sé -le interrumpió Pierce-. Pero lo que a mí me interesa es Lilly Quinlan. ¿Qué tiene que ver todo eso con lo que le pasó a ella?
– No lo sé -dijo Glass-, pero lo que intento decirle es que hay mucho dinero en juego. Manténgase alejado de Billy Wentz.
Pierce se echó hacia atrás y observó a Glass.
– Le descubrió, ¿no? ¿Qué hizo? ¿Amenazarle?
Glass negó con la cabeza. No iba a entrar en eso.
– Olvídese de mí. He venido para tratar de ayudarle. Para advertirle de lo cerca que está del fuego. Apártese de Wentz. No puedo decirlo más claro. Aléjese.
Pierce vio en los ojos del detective la sinceridad del aviso. Y el miedo. No le cabía duda de que Wentz de algún modo había llegado a Glass y lo había intimidado para que dejara el caso Quinlan.
– De acuerdo -dijo-. Me alejaré.
Pierce barajó la idea de volver al laboratorio después de tomar café con Philip Glass, pero al final se reconoció a sí mismo que la conversación con el detective privado había petrificado la motivación que había sentido sólo una hora antes. De manera que decidió ir al Lucky Market de Ocean Park Boulevard, donde llenó un carrito de la compra con comida y otros artículos básicos que necesitaría para el apartamento nuevo. Pagó con tarjeta de crédito y cargó las numerosas bolsas en el maletero de su BMW. Hasta que estuvo en su plaza del garaje del Sands no cayó en la cuenta de que tendría que hacer al menos tres viajes en ascensor para subir la compra a su apartamento. Había visto a otros inquilinos con pequeñas carretillas cargando ropa de la colada o alimentos por el ascensor. En ese momento se dio cuenta de que era una buena idea.
En el primer viaje cogió la nueva canasta de plástico que había comprado para la ropa sucia y la llenó con seis bolsas de comida; incluidos todos los perecederos, que quería guardar en la nevera de su apartamento antes que nada.
Al llegar a la zona de ascensores vio a dos hombres de pie junto a la puerta que conducía a los cuartos de almacenamiento individuales que correspondían a cada apartamento. Pierce se acordó de que tenía que conseguir un candado para el trastero e ir a buscar las cajas de discos viejos y recuerdos que Nicole todavía le guardaba en el garaje de la casa de Amalfi. Y también la tabla de surf.
Uno de los hombres pulsó el botón para llamar al ascensor. Pierce intercambió saludos silenciosos con ellos y supuso que era una pareja de gays. Uno de los hombres estaba en la cuarentena, más bien bajo y con una cintura ancha. Llevaba botas de puntera con unos talones que le daban cinco centímetros adicionales. El otro hombre era mucho más joven, alto y fuerte, aunque su lenguaje corporal evidenciaba respeto por el compañero mayor.
Cuando se abrió la puerta del ascensor, dejaron pasar a Pierce y el hombre más bajo le preguntó a qué piso iba. Después de que la puerta se cerrara, Pierce vio que el hombre no pulsaba ningún otro botón después de apretar el del doce para él.
– ¿Vivís en el doce? -preguntó-. Acabo de mudarme hace unos días.
– Venimos de visita -dijo el más pequeño.
Pierce asintió. Fijó su atención en los números que se iluminaban encima de la puerta. Tal vez fuera porque había pasado poco tiempo desde la advertencia de Glass o por la forma en que el hombre más bajo observaba el reflejo de Pierce en el marco cromado de la puerta, el caso es que su ansiedad fue subiendo al tiempo que lo hacía el ascensor. Recordó que los dos hombres habían permanecido de pie junto al trastero y sólo se habían acercado al ascensor cuando lo había hecho él. Como si hubieran estado esperando allí por alguna razón.
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